En medio del río se escuchaba el grito. Cinco embarcaciones avanzaban al unísono, repletas de cuerpos que respondían con una sola voz: surara. Una palabra que es canto y es resistencia. La repiten al final de cada himno, como un golpe en el pecho.
Al frente, el cacique alzaba los brazos abiertos y empuñaba el bastón de mando. Detrás, mujeres y hombres lo seguían con la voz, con el cuerpo, con el temblor de quien sabe que cada gesto también es una defensa.
En el centro de la caravana flotaba un planchón enorme, del tamaño de una boa mitológica. Las lanchas pequeñas lo rodearon. Desde ellas, hombres y mujeres indígenas —cubiertos con plumas, flores, pintura roja— treparon por los bordes. Subieron despacio, sin perder el equilibrio, hasta que uno de ellos desplegó una bandera que se agitó contra el viento del Tapajós: No a la Ferrogrão.
A Tapajós le dicen el río que parece mar. Cuando lo navegas, el verde de sus aguas se abre hasta donde la vista se rinde. Le decimos infinito a todo lo que no podemos alcanzar. Pero hay quienes sí lo conocen: los pueblos Tupinambá, Mundurukú, Borari y otras diez etnias que viven a orillas de su cauce.
Mientras los líderes del mundo se preparaban para inaugurar la COP30 sobre cambio climático, más de trescientas personas —indígenas y movimientos sociales— realizaban el octavo Grito Ancestral en el río Tapajós, dentro del Territorio Tupinambá, en el Bajo Tapajós, estado de Pará. La acción, pública y pacífica, fue una protesta contra la expansión de las hidrovías del Arco Norte y el proyecto ferroviario Ferrogrão (EF-170).
La isla donde se celebró el Grito Ancestral parece suspendida entre la arena blanca que se estira como un espejismo y el río tibio que la rodea como un animal dormido. Desde distintos barcos azules —con hamacas colgadas como alas dentro, donde muchos dormirían después— bajaron cerca de trescientas personas. Los caciques, cubiertos con coronas de plumas de guacamayas y águilas, avanzaban en silencio. Sus cuerpos, vestidos con trajes hechos de corteza, llevaban collares en cuyo centro brillaba la figura del jaguar.
Al caer la tarde, formaron un círculo. Danzaron alrededor del fuego. Gritaron palabras que venían de lejos, de antes de la lengua portuguesa, de antes de cualquier frontera. Las mujeres, con cuencos de agua mezclada con hojas dulces, limpiaban a cada uno. Al contacto con la piel, el olor vegetal subía como una plegaria.
Fotografía: Alex rufino
El río, que parecía inmóvil, empezaba a llenarse de embarcaciones. En ellas viajaban los líderes que, al amanecer, interceptarían las barcazas cargadas de soja. Esas estructuras metálicas —largas, grises, pesadas— avanzan por el Tapajós como animales prehistóricos, llevando el monocultivo que devora la selva.
Sebastião, del pueblo Tupinambá, estaba allí por primera vez. Dijo que había esperado años para llegar. —Tenemos que preservar nuestros ríos, nuestra selva, nuestros animales, los peces —me dijo, con la voz baja, casi tímida—. Este es un lugar sagrado, y no podemos permitir que los destruyan tan fácilmente. Luego contó que en verano, cuando la sequía baja el río, la vida se vuelve una tarea de resistencia: el barco llega a las tres de la tarde y él tarda cinco horas más para volver a casa. Que a veces no hay hielo para conservar el pescado, que los alimentos se dañan, que el río ya no da lo mismo porque las empresas quieren romper las rocas donde se reproducen los peces.
—Vivimos del río —dijo—. Si lo abren para que pasen las barcazas, ¿cómo vamos a sobrevivir?
El Tapajós es uno de los puntos más codiciados por los proyectos de infraestructura del país. En su curso se juega una batalla silenciosa: la de los pueblos que lo habitan y las corporaciones que quieren transformarlo en una autopista de granos. Los técnicos del gobierno lo llaman “Arco Norte”, una red de hidrovías y puertos diseñados para acelerar la exportación de soja. Lo que para el Estado es desarrollo, para los pueblos indígenas es una amenaza. Dicen que cada barcaza que pasa deja un poco menos de agua limpia, un poco menos de bosque.
En esta misma región, el bosque se ha ido deshaciendo a un ritmo feroz. Desde 2017, el índice de deforestación en la cuenca del Tapajós aumentó un 37 por ciento por año. Entre 2008 y 2021, los ocho municipios con mayor producción de soja en Pará perdieron cerca de 780 mil hectáreas de selva, con una media anual de deforestación del 10 por ciento. La expansión del agronegocio, la minería ilegal y las nuevas infraestructuras ha transformado el paisaje y también las vidas: detrás de cada hectárea talada hay expulsiones, amenazas, tierras acaparadas, cuerpos contaminados por mercurio y pesticidas.
Fotografía: Ángela Martin Laiton
Marília Sena, lideresa Tupinambá, lo explicó con una claridad que cortaba el aire: —El Grito Ancestral es nuestro mensaje al mundo. No queremos que vean nuestros ríos como carreteras ni nuestros territorios como mercados. Queremos que vean a los pueblos que han cuidado esta selva por siglos. Preservar el Tapajós es una condición para cualquier compromiso climático serio.
Las comunidades que aún practican la agroecología ven sus cultivos cercados por el polvo y los venenos del monocultivo. Los ríos se vuelven turbios. La comida escasea. Y el derecho a existir dentro del bosque —a pescar, sembrar, respirar— se convierte, poco a poco, en un acto de resistencia.
A lo lejos, sobre la superficie del río, aparecieron los convoyes de barcazas. Eran tres. Cada una arrastrada por un remolcador que parecía diminuto frente al monstruo que empujaba. Cuatro embarcaciones pequeñas y seis lanchas salieron a su encuentro. Las lideresas y los líderes indígenas subieron a las estructuras metálicas con pancartas que decían: No a la Ferrogrão, Comida sin veneno, El agro pasa, la destrucción queda. No hubo violencia, ni insultos, ni empujones. Solo el sonido de los tambores y las voces. Durante cinco horas, el Tapajós fue suyo.
El río, que durante siglos había sido territorio sagrado, se convirtió por unas horas en escenario de defensa. Y mientras el agua seguía su curso, los pueblos del Tapajós dejaban claro que su grito —ese surara que atraviesa el aire— no era solo una palabra: era una forma de existir.
Y mientras el agua seguía su curso, los pueblos del Tapajós dejaban claro que su grito —ese surara que atraviesa el aire— no era solo una palabra: era una forma de existir.
Renato Tupinambá, pajé del pueblo, estaba de pie frente al fuego, con una mirada que parecía abarcarlo todo. —Tierra, mi cuerpo. Agua, mi sangre. Aire, mi aliento. Fuego, mi espíritu —dijo, mientras el humo le cubría el rostro—. Este grito es en defensa de la vida. Su voz era grave y pausada, como si cada palabra estuviera hecha de siglos. —El Tapajós es nuestro padre. Ya ha sido destruido, pero aún se recompone. Habrá un momento en que no aguantará más, cuando se enferme del todo. Y si el río enferma, enfermamos nosotros.
En Belém, a unos 700 kilómetros, el gobierno brasileño estaba a punto de inaugurar la COP30. En los discursos, el Tapajós aparecía como ejemplo de biodiversidad, no de conflicto. En los mapas, como línea azul, no como herida. La Agencia Nacional de Transportes ya había anunciado que retomaría el proyecto Ferrogrão, una vía férrea de 933 kilómetros entre Sinop y Miritituba, impulsada por las mismas corporaciones que transportan soja por el río: Cargill, Bunge, Amaggi, ADM, Louis Dreyfus. Según los cálculos oficiales, esa línea multiplicará por seis el flujo de granos para 2049. Para los pueblos del Tapajós, eso significa más dragados, más barcazas, más ruido. Menos peces. Menos agua. Proyectos aprobados sin consulta previa, libre e informada.
—Lo que está en juego es la privatización de nuestros ríos —resume Gilson Tupinambá, coordinador del Consejo Indígena Tupinambá (CITUPI)—. El Tapajós, el Tocantins y el Madeira están siendo convertidos en corredores para la soja y la minería, mientras nuestras aldeas viven con el agua contaminada, menos peces y más violencia.
Mientras tanto, en la isla, el día terminaba con una cena compartida. Las mujeres removían grandes ollas con carne de danta y peces, batían tarubá, una bebida fermentada para acompañar la comida. La noche trajo un silencio espeso, interrumpido por la música y los sonidos . Vívia Borari, del pueblo Borari, me dijo que la lucha también se cocina ahí, entre el humo y la música. —Las mujeres somos la base de todo —explicó—. Estamos en la cocina, cuidando a los niños, rezando para que todo salga bien. Pero también estamos al frente. Sin nosotras no hay Grito. A su lado, Comaruara, otra joven lideresa, agregó: —Somos hijas del río. Nos enseñaron que la mujer es raíz y copa. Ella protege, pero también empuja hacia el cielo.
En una de las reuniones nocturnas, mientras discutían la logística para el día siguiente, una mujer dijo algo que todos repitieron en voz baja, casi como una oración: —Cuando gritamos, el río nos escucha.
El fuego ardía despacio. Afuera, el Tapajós seguía su curso, tibio, oscuro. Más tarde, el pajé tomó la palabra. Su voz era lenta: —Mi lucha como pajé en defensa de la vida, del bosque, ya no es por mí —dijo—, sino por mis hijos, mis nietos, por la generación que viene. Espero que nuestras voces del Grito Ancestral lleguen al mundo. Que las Naciones Unidas nos escuchen. Que los pueblos de afuera comprendan que somos guardianes del bosque. Si hay bosque, es porque hay indígenas que lo defienden. Cuando ya no haya bosque, no habrá vida. El bosque nos da el aire que respiramos, este viento que nos toca. El bosque lo es todo.
El fuego crepitó. Alguien volvió a pronunciar la palabra surara. Luego, otra voz la repitió. Y otra. Hasta que el eco se confundió con el rumor del río.
El fuego crepitó. Alguien volvió a pronunciar la palabra surara. Luego, otra voz la repitió. Y otra. Hasta que el eco se confundió con el rumor del río.
El Tapajós es uno de los ríos más estratégicos en la agenda de infraestructura de Brasil. Nace en Mato Grosso, atraviesa Pará y desemboca en el Amazonas, cerca de Santarém. Su cuenca representa el seis por ciento de las aguas amazónicas y cobija pueblos indígenas, comunidades quilombolas y ribereñas, además de unidades de conservación como la Reserva Extractivista Tapajós-Arapiuns y la Floresta Nacional del Tapajós. A pesar de ello, el río se ha convertido en objetivo de sucesivos proyectos de puertos, hidrovías y terminales privadas.
Fotografía: Alex Rufino
Renato Tupinambá habla con la voz cansada, pero firme: —En cuanto a la protección del territorio, el Gobierno brasileño está haciendo poco por nosotros, los pueblos del bosque. No está respetando nuestros protocolos de consulta, no está respetando a los pueblos que viven aquí desde hace muchos años, desde que Brasil fue invadido por Europa. Ya era para que nuestras tierras estuvieran todas demarcadas, pero el gobierno intenta de todas las maneras traicionarnos, tomarnos nuestro territorio, matarnos, violentarnos. Somos violentados todos los días por el gobierno.
Hace una pausa y luego añade, más bajo: —El presidente Lula vino y no escuchó a los caciques del territorio del Bajo Tapajós. Llegó a una sola aldea. Y en el periódico dicen que habló con los pueblos de la Amazonía. Esa aldea no nos representa. Él necesitaba escuchar a todos los liderazgos, la cuestión de la salud, de la educación, de este río al que ya dio el proceso de privatización. El gobierno está haciendo muy poco por nosotros.
Sus palabras resuenan justo cuando el gobierno federal anuncia su intención de retomar el proyecto Ferrogrão después de la COP30, según informó Valor Econômico. La Agencia Nacional de Transportes Terrestres (ANTT) planea finalizar los estudios y enviarlos al Tribunal de Cuentas de la Unión, mientras el Ministerio de Transportes prepara una licitación para 2026 y una gira internacional para atraer inversionistas, incluso en China.
—Es una contradicción que el gobierno hable de compromisos climáticos en Belém mientras acelera una vía férrea diseñada para abaratar la exportación de soja, ampliar puertos en el Tapajós y presionar aún más nuestros territorios —dice Alessandra Korap Munduruku—. Si quieren discutir el clima, deben escuchar primero a los pueblos que viven donde pasarán ese tren y esas hidrovías.
Durante la visita presidencial a la aldea Vista Alegre do Capixauã, el Consejo Indígena Tapajós y Arapiuns (CITA) entregó un documento con las principales demandas de los catorce pueblos del Bajo Tapajós, que agrupan quince territorios y 126 aldeas entre Santarém, Belterra y Aveiro. La carta exige la demarcación urgente de tierras indígenas —cuatro de ellas ya en fase avanzada—, denuncia el aumento de los conflictos asociados a la soja, la Ferrogrão y los dragados, y solicita la creación de un Distrito Sanitario Especial Indígena (DSEI) propio, además de una coordinación regional de la FUNAI en Santarém.
El documento advierte que la combinación de hidrovías, ferrocarril y puertos privados “amenaza directamente la vida de los pueblos indígenas y el equilibrio ecológico regional”, y reclama una revisión del modelo de infraestructura orientado exclusivamente a la exportación de commodities. “El Tapajós no puede ser solo una ruta de granos —dice el CITA en su carta—. No hay solución climática posible mientras los ríos amazónicos sean tratados como corredores industriales y mientras nuestros pueblos sigan sin consulta libre, previa e informada.”
“Me llamo Comaruara”, dice con una voz que no parece de veinte años, sino de alguien que ha vivido mucho más. “Soy del pueblo Comaruara, pero ahora vivo en otra aldea, una que pertenece al pueblo Borari. Cada vez que salgo, no solo para el Grito Ancestral, sino también a otras manifestaciones, pienso en quienes vienen detrás: nuestros hijos, nuestros nietos. Si hoy aún tenemos un poco de nuestra identidad, si todavía queda en pie una parte de la Amazonía, es porque nuestros ancestros fueron a la lucha y pensaron en nosotros.”
Hace una pausa y mira el río. “Lo que me mueve —dice— es eso: quién vendrá después, y cómo voy a vivir de aquí a unos años. Necesitamos que el mundo escuche la verdad. La COP30 no está diciendo la verdad. Para entrar en nuestra casa, que es la Amazonía, para escuchar lo que se discute allí, tengo que sacar un pasaporte. Eso fue una afrenta. Deberíamos estar dentro de la cúpula, haciendo nuestras demandas, contando los problemas de nuestros territorios. Pero el gobierno está haciendo una COP de mentira. No admito que el presidente venga a visitar solo una o dos aldeas y después diga que habló por todos nosotros”.
Para entrar en nuestra casa, que es la Amazonía, para escuchar lo que se discute allí, tengo que sacar un pasaporte. Eso fue una afrenta. Deberíamos estar dentro de la cúpula, haciendo nuestras demandas, contando los problemas de nuestros territorios. Pero el gobierno está haciendo una COP de mentira. No admito que el presidente venga a visitar solo una o dos aldeas y después diga que habló por todos nosotros”.
Luego baja el tono, pero su enojo sigue latiendo: “Necesitamos una acción inmediata. Que nuestros territorios tengan salud, educación, bienestar. Que nuestro río no sea privatizado. El Tapajós necesita quedarse como está. No puede ser violado más de lo que ya fue.”
Al amanecer, el sol brillaba sobre el río. Las barcazas, inmóviles, esperaban la orden para continuar su curso. Los indígenas recogían las pancartas y las carpas. En la arena quedaron las huellas descalzas y los restos del fuego. El Grito Ancestral terminaba, pero el eco seguía flotando sobre el Tapajós.
Renato, el pajé, lo dijo antes de partir, mientras miraba el río con calma: —Cuando ya no haya más bosque, no habrá más vida. El bosque nos da este aire que respiramos. El Grito no es solo para nosotros. Es por todos.
El barco se alejó despacio. El río volvió a parecer un mar. Solo quedaba el rumor del agua golpeando la madera y una certeza: en el Tapajós, el grito no se apaga, se transforma.
Inírida es una ciudad rodeada de selva y agua, pero marcada por el aislamiento. La distancia con los principales centros urbanos del país y las dificultades para transportarse han convertido la vida cotidiana en un desafío: los costos son altos, las oportunidades económicas escasas y el acceso a bienes y servicios básicos limitado. En la capital del Guainía, la belleza natural contrasta con la precariedad material; la abundancia del entorno convive con la carencia, y el aislamiento define casi todo.
No hace falta decirlo: vivir en Inírida cuesta. Casi todo lo que se consume —desde los alimentos hasta la gasolina— debe recorrer cientos de kilómetros por aire o por río antes de llegar a los mercados locales. Esa dependencia logística se traduce en precios que duplican o triplican los del interior del país, mientras los salarios rara vez alcanzan para cubrir lo esencial.
Según cifras del DANE, el Producto Interno Bruto del Guainía alcanzó los 340,6 mil millones de pesos en 2024, una cifra que apenas crece respecto al año anterior y que refleja la fragilidad de una economía sostenida principalmente por la administración pública, el comercio y la agricultura de subsistencia. En esta región donde viven cerca de 38.700 personas, la economía se mueve al ritmo lento de las lanchas y los vuelos semanales.
Llegar a Inírida no es sencillo. La capital del Guainía solo se conecta con el resto del país por vía aérea o fluvial, una condición que encarece el transporte de bienes y personas y, en consecuencia, la vida misma. Rosa Rojas, empresaria del sector fluvial, explica que este aislamiento se traduce en una cadena de sobrecostos que golpea a todos los sectores.
“Vivir en Inírida es supremamente caro”, dice Rosa, quien lleva más de dos décadas navegando por los ríos Inírida, Guaviare y Orinoco. “Todo depende del río”, repite. Cuando el nivel del agua baja, los viajes se alargan, el consumo de combustible aumenta y las pérdidas se multiplican. Y como no hay carretera, lo que no llega por avión tiene que hacerlo en lancha, a un costo mucho más alto.
Rosa detalla los números con precisión: transportar un kilo de carga por vía aérea puede costar hasta $6.500, mientras que por el río el precio baja a unos $700, aunque con riesgos y retrasos. A eso se suman los permisos, la gasolina, los impuestos y lo que se lleva el grupo armado que controla las rutas. “Ellos cobran una cuota del 10 al 15 por ciento por dejar pasar la carga”, cuenta con voz cansada.
Esa presión ilegal se traduce en precios inalcanzables para la mayoría de la población. “El pescado, el arroz, la harina, la gaseosa… todo tiene sobrecosto. Aquí nadie gana bien, pero todos pagamos caro. Antes uno podía compensar subiendo los precios, pero ya no: la gente no tiene con qué”, dice Rosa.
Estamos acorralados por todos lados, agrega. “Pagamos al gobierno, a los ilegales, y lo poco que queda apenas alcanza para sobrevivir. Las condiciones cada vez son más duras: los rápidos del Guaviare dificultan el paso, las lluvias y el sol dañan la carga, y lo que se paga en vacunas y retenes termina encareciendo todo. Un producto que en Bogotá vale $2.000, aquí se vende hasta en $9.000”.
A estos costos se suman la inseguridad y la extorsión. “Los grupos armados controlan los ríos”, cuenta la empresaria. “Conocen la capacidad de las embarcaciones y cobran según el valor de lo transportado”. Es una cadena que asfixia a todos: empresarios, transportadores, comerciantes y consumidores.
El impacto se refleja en los precios. “La carne, el pescado, el plátano… todo es caro. ¿Por qué? Porque los productores también pagan vacunas. Aquí todo tiene un precio impuesto por la inseguridad y la distancia”, afirma Rosa con preocupación.
Una economía en Desequilibrio
Para Guillermo Duarte, gerente local de Aerosucre, el alto costo de vida en Inírida tiene matices. “Comparada con otras capitales amazónicas como Mitú o Puerto Carreño, Inírida no es la más costosa”, asegura. Sin embargo, reconoce que los productos perecederos se han convertido en un lujo. “El tomate en Bogotá vale $2.000 el kilo; aquí cuesta $9.000. El transporte y la logística inflan los precios. Un kilo de carga aérea puede costar hasta $5.000, sin contar los traslados internos: el transporte en Bogotá y el transporte en Inírida”.
Duarte explica que los servicios públicos y los combustibles están entre los más costosos del país. “El galón de gasolina vale $19.000 y el de ACPM, $14.000. Un mercado básico semanal puede costar entre $300.000 y $400.000, sin incluir las proteínas. El problema no es solo lo que se compra, sino lo que se gana”, afirma.
En el aeropuerto César Gaviria Trujillo —el único punto de entrada aérea a la ciudad— el movimiento es constante, pero costoso. Los vuelos desde Villavicencio o Bogotá rondan el millón de pesos por trayecto.
“Todo lo que llega por avión multiplica su precio”, explica Guillermo Duarte. En cuanto a los servicios públicos, también son elevados, y los salarios no compensan. “Muy pocos ganan un buen sueldo; la mayoría vive del rebusque”, añade.
Aun así, Duarte insiste en que Inírida tiene ciertas ventajas frente a otras capitales amazónicas. “Aquí, al menos, hay comunicación constante, hay internet, hay turismo. En Mitú o en La Pedrera, en el Amazonas, los precios son aún más altos. Además, aquí se consiguen medicinas más económicas porque los expendedores son mayoristas.”
Con la mercancía grande y pesada los sobrecostos se disparan. “Tiene un recargo de al menos el 50 por ciento”, explica Duarte. “Por ejemplo, transportar un carro de una tonelada cuesta unos $7.500.000 en avión y alrededor de $1.500.000 en lancha.” En cuanto a seguridad, señala que los alimentos perecederos requieren controles adicionales: “El avión pasa por procesos de aseo y fumigación, se revisa la carga, su procedencia, la fábrica y los productores.” En conclusión, traer unas 13 toneladas de mercancía cada semana cuesta cerca de $60 millones de pesos.
El contraste entre el colono y el indígena
En el puerto, bajo un sol implacable, Víctor Santofimio Soto revisa su pequeña libreta de encargos. Es comisionista y trabaja desde hace años en la zona de carga, moviéndose en una silla de ruedas que no le impide desplazarse entre los bultos, los motores y las inundaciones. “Esto es un caos —dice sin rodeos—. Aquí vivir es caro, y sobrevivir, más. Uno trabaja duro, pero el dinero no alcanza”.
Víctor paga $400.000 al mes por rentar una habitación. Algunos días logra ganar $300.000 o $400.000; otros, nada. “Antes de la pandemia se movía más la carga, llegaban turistas, había más comercio. Ahora la gente compra solo lo necesario. Un almuerzo cuesta $20.000, una gaseosa pequeña $5.000, y si uno se enferma, peor: el hospital no tiene insumos y los vuelos cuestan millones”.
“Nunca he recibido ayuda del Estado”, dice con resignación. “Hablan de programas desde Bogotá, pero no llegan. Nada aterriza aquí. Uno sobrevive, pero no vive”. Su relato refleja una realidad generalizada: cerca del 80 por ciento de la población vive de trabajos informales, sin estabilidad ni ingresos fijos. Según el DANE, el desempleo en Guainía supera el 20 por ciento de la población. Mientras tanto, el índice de pobreza multidimensional es del 80 por ciento y el 60 por ciento de las personas del departamento tienen necesidades básicas insatisfechas.
El economista Javier Quiñones explica que en el departamento conviven dos economías completamente distintas: la del colono urbano y la del indígena. “El colono depende del dinero: compra todo lo que consume. En cambio, el indígena vive del autoconsumo, del bosque y de la pesca. Para él, el costo de vida es mínimo, pero no porque todo sea barato, sino porque su economía se basa en el autoconsumo. Es una forma de vida que puede ubicarse en los límites de la pobreza extrema, ya que no genera ingresos, pero que al mismo tiempo le garantiza alimentos, vivienda, aire y agua”, señala.
“La pobreza la medimos nosotros según cuántos dólares gastamos en un día; el indígena no gasta ni uno”, explica Quiñones. Ese contraste, dice, genera una brecha profunda en las políticas públicas.
“Aquí no se aplica la prima de localización ni se ajustan los salarios al costo de vida, aunque el aislamiento es total. En promedio, el costo de vida en Guainía puede ser hasta un 70 por ciento más alto que en el interior del país”.
Esa diferencia se refleja con fuerza en las cifras. Mientras el 12,9 por ciento de la población nacional vive en pobreza multidimensional, en Guainía la cifra asciende al 46,5 por ciento. Además, cerca del 80 por ciento de la economía es informal: mototaxistas, revendedores, pescadores, cargadores, artesanos. “Muchos son contratados con sueldos de $200.000 a la semana por jornadas de 7 a.m. a 7 p.m. —advierte Quiñones—. El Ministerio de Trabajo ha intervenido para promover una política pública que obligue a las empresas formalizadas y no formalizadas a pagar con una escala salarial digna, pero quien hoy gana $200.000 apenas alcanza una economía de subsistencia para sobrevivir”.
A pesar del panorama, Quiñones ve futuro en la bioeconomía amazónica. “Podríamos vivir del bosque sin destruirlo. Los bonos de carbono, el turismo ecológico y los productos nativos como el açaí, el copoazú o el ceje pueden generar ingresos dignos. Pero necesitamos inversión real y educación ambiental, no discursos vacíos”, sostiene. “Si logramos que la conservación del bosque beneficie directamente a las comunidades, podríamos construir una economía sostenible y justa.”
Desde el barrio Berlín, María de la Espriella, propietaria de un pequeño restaurante, enfrenta a diario la dificultad de mantener su negocio a flote. “Los servicios son carísimos —dice—. Pago más de $500.000 en luz y aseo, y $450.000 en agua. El plátano vale $70.000 el racimo, la yuca $8.000 el kilo —que equivale a una sola yuca—, y el pescado hasta $30.000 el kilo. Y todo cambia cada semana”.
María cuenta que incluso los productos locales se han encarecido. La ola invernal, los efectos del clima y la falta de infraestructura han afectado las cosechas. “La lluvia dañó muchas siembras, y ahora el transporte aéreo encarece casi todo. Un kilo de tomate puede llegar a costar $14.000… y ya me ha tocado pagarlo así”.
Aun así, María cree en el potencial de la región. “Tenemos que cultivar, producir y aprovechar nuestras tierras y nuestros frutos amazónicos. Si el campesino recibe apoyo, el Guainía puede salir adelante”, afirma.
“¿Quién puede vivir así?”, se pregunta luego. “Yo trabajo porque me gusta cocinar y servir comida, pero las ganancias son mínimas. Aquí se trabaja más por amor que por dinero.”
Pese a todo, mantiene la esperanza. “Nosotros, los de acá, los nativos, somos fuertes. Guainía tiene tierra fértil, agua abundante y gente buena. Lo que falta es apoyo. Si el campesino tiene insumos, vuelve al campo, y seguro los precios bajan”.
El secretario de Hacienda departamental, Martín Alonso García Loaiza, lo resume con claridad: en esta tierra, el costo de vida depende de quién seas y de cómo vivas.
Para los pueblos indígenas —explica—, la autosuficiencia es parte de su cultura y de su economía. Cazan, pescan, cultivan yuca brava y yuca dulce; preparan mañoco y casabe, y complementan su dieta con jugos de frutos amazónicos como el açaí y el ceje. En su caso, el estándar de pobreza que maneja la cultura occidental no aplica. Viven de lo que la selva les da, y su riqueza se mide de otra manera: es la cultura del autoconsumo.
Pero para los llamados “colonos”, o quienes llegan desde otras regiones con un modo de vida distinto, las cosas cambian. “Los arriendos son costosos, los alimentos y productos de la canasta familiar también, porque todo viene de Bogotá por vía aérea o fluvial. Ese transporte encarece todo”, explica el funcionario.
En Inírida, el costo aéreo encarece tanto los productos como los sueños. Aun así, García Loaiza aclara que, para quienes cuentan con un empleo estable, la vida puede ser llevadera. “Una persona con trabajo permanente puede pagar arriendo, ahorrar e incluso comprar un vehículo, ya sea una moto o un carro particular; pero quien no tiene ingresos fijos enfrenta una realidad dura: el día a día es costoso y precario”.
A este panorama se suma un nuevo fenómeno económico: la llegada masiva de productos venezolanos al mercado local. “Hoy hay una oferta de alimentos traídos de Venezuela que se venden en la plaza de mercado a precios bajos. Eso beneficia al consumidor, pero perjudica al productor local”, señala García. Según explica, la ausencia de una oficina de control de precios deja al consumidor “en total desamparo”, pues no existe una regulación clara sobre las tarifas de venta ni mecanismos que equilibren la competencia entre productos importados y locales.
El precio de los alimentos en Inírida cambia constantemente. Todo depende de los fletes, del nivel del río o de la disponibilidad de vuelos.
“Por eso es necesario que la Alcaldía cree una oficina de control de precios y medidas, que proteja tanto al consumidor como al comerciante”, recomienda el secretario García Loaiza.
Esa realidad la confirma Miguel López, conductor de motocarro, quien recorre a diario las calles polvorientas de la capital del Guainía. Con una cachucha desteñida y una sonrisa tímida, dice sin rodeos que vivir en Inírida es caro. Alquila una habitación por 500.000 pesos mensuales, y su dieta diaria es tan sencilla como su jornada: un café con pan en la mañana, un almuerzo corriente al mediodía y, en la noche, una empanada con gaseosa. “Para comer tres veces al día uno necesita mínimo 60.000 pesos diarios”, comenta mientras ajusta el espejo de su vehículo.
Miguel calcula que debe producir al menos 1.200.000 pesos al mes, después de pagar la cuota diaria del motocarro al dueño. “No queda casi nada, pero uno se defiende”, dice. Luego, con una pausa breve, agrega: “En Bucaramanga, donde nací, todo es más barato, pero aquí hay algo que allá no existe: tranquilidad. No me arrepiento de estar en Inírida. Es una ciudad bonita, la gente es amable y se vive sin miedo”.
Entre los precios elevados, los fletes costosos y una economía que cambia al ritmo del río, vivir en Inírida es un ejercicio de equilibrio entre el ingreso y la esperanza. Algunos, como los pueblos indígenas, hallan en la selva el sustento que el dinero no compra; otros, como Miguel, resisten con su trabajo diario para ganarse la vida. Pero todos comparten una certeza: en esta esquina del país, donde el verde no se acaba y el río nunca se detiene, sobrevivir también es una manera de seguir creyendo.
En la Amazonía el tiempo ya no obedece a las estaciones. Las lluvias caen cuando no deberían. Los frutos maduran fuera de fecha. Los ríos suben antes de que los peces desoven. En las tardes, el calor se queda pegado al cuerpo hasta la medianoche. “El mundo se está desordenando”, dicen los mayores. No lo dicen como un dato científico, sino como un lamento.
A pocos días de la COP30, que se celebrará en Belém do Pará, Brasil, las voces de líderes y lideresas amazónicos retumban con fuerza desde las orillas del río y las profundidades de la selva. Exigen algo tan elemental como justo: que los recursos y las decisiones sobre la protección del Amazonas lleguen directamente a quienes lo habitan. Porque la Amazonía no solo es un territorio natural; es también un territorio político y económico en disputa, donde se cruzan intereses de empresas extractivas, gobiernos nacionales, fondos internacionales y pueblos que aún reclaman soberanía sobre su casa verde.
Fotografía: Alex Rufino
El cambio climático, ese tema que ha ocupado titulares, conferencias y tratados, pocas veces se ha mirado desde aquí: desde la selva que respira, desde los pueblos que leen el cielo como un libro abierto. Mientras los informes globales hablan de emisiones y grados centígrados, los Uitoto, Muinane, Nonuya, Ticuna y Cocama miden el cambio en la piel del río, en la floración de los árboles, en el vuelo de las aves. Como documenta el antropólogo Juan Álvaro Echeverri, desde la década de 1990 los pueblos del interfluvio Caquetá-Putumayo y del Trapecio amazónico comenzaron a percibir alteraciones evidentes en la estacionalidad: los pulsos de inundación y descenso de los ríos se desincronizaron con la maduración de los frutos silvestres, las estaciones comenzaron a ocurrir fuera de tiempo y el calor aumentó hasta hacerse insoportable.
En las chagras, el suelo quema los pies. En las malocas, los sabedores revisan los calendarios antiguos y encuentran que los cantos ya no coinciden con los ciclos de la naturaleza. No es solo el calor lo que inquieta: es el desacomodo del mundo. Porque para los pueblos amazónicos, el clima no es una cifra: es una relación. Y cuando esa relación se rompe, no se enferma el bosque: se enferma la vida entera.
Para los pueblos del interfluvio Caquetá-Putumayo y del Trapecio amazónico —como explica Echeverri —, el clima no es un fenómeno distante ni una amenaza abstracta: es una conversación entre la gente y la naturaleza. Cada lluvia, cada crecida del río, cada flor que se adelanta o se retrasa, tiene un mensaje que los mayores saben leer. Pero en los últimos años —dicen— los signos se han vuelto confusos, como si alguien hubiera desordenado las páginas del calendario ecológico que el Creador dejó al principio de los tiempos. En sus relatos, el desequilibrio del clima no es solo una consecuencia de la acción humana global, sino también una advertencia moral: un recordatorio de que las normas de respeto y reciprocidad con la tierra se están rompiendo.
Fotografía: Alex Rufino
Los datos del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam) confirman parte de lo que ellos han venido diciendo desde hace décadas. Echeverri señala que, entre 2000 y 2007, la temperatura promedio en zonas como Puerto Leguízamo aumentó medio grado respecto a los registros históricos, y hasta un grado en 2005. Pero lo que para la ciencia son tendencias estadísticas, para los pueblos indígenas son señales vitales. En los relatos de los Nonuya, por ejemplo, los peces ya no aparecen cuando los frutos maduran, y en el río Putumayo los agricultores abandonan sus chagras antes del mediodía porque el suelo arde. “El bosque está cansado”, resume un hombre mayor del medio Caquetá, con la calma de quien ha aprendido a medir el tiempo no en años, sino en silencios.
Durante las últimas décadas, los fondos destinados a la protección del bosque han aumentado, pero también las denuncias sobre su mala distribución. Lena Estrada Añokasi, lideresa Uitoto Minika de La Chorrera, en el Amazonas, dice que la estructura de financiamiento global está hecha para beneficiar a intermediarios, no a los pueblos.
“No puede ser que los recursos para la protección de la biodiversidad sigan siendo canalizados por entidades privadas que hacen que esos recursos no lleguen en su totalidad a los territorios. Eso está claro, eso lo sabemos”, dice con voz baja, sin perder el tono firme. “No es justo que las personas que están cuidando los territorios no tengan garantías económicas ni calidad de vida”.
Pide autonomía. Dice que los pueblos indígenas tienen la madurez y la capacidad para administrar los recursos que llegan a su nombre. “También somos gobiernos, y podemos trabajar de la mano con los gobiernos de los Estados”, insiste.
Mientras tanto, el bosque cambia. El calendario que antes ordenaba la vida de las comunidades —las lluvias, los vientos, el calor— se ha ido desacomodando. Según el antropólogo Juan Álvaro Echeverri, el año indígena comenzaba con el friaje, un tiempo de vientos fríos y lloviznas que llegaba en julio, cuando los ríos alcanzaban su punto más alto. Era, dicen los sabedores, “la menstruación de la tierra”: los días en que el mundo se renovaba. Después venían los veranos cortos —el del caimo, la piña, el chontaduro— y el “tiempo de gusano”, cuando el bosque hervía de insectos y el calor apretaba. Todo seguía un orden.
Ese orden se ha roto. Las estaciones, dice Echeverri, “están ocurriendo fuera del tiempo”: el friaje llega antes o no llega, los vientos se debilitan, las lluvias se confunden. “Llueve cuando no debe llover, hace calor cuando no debe hacer calor”, le dijo un indígena de Araracuara. Los pulsos del río se desincronizan, los peces desovan antes de tiempo, las frutas maduran fuera de estación. En las chagras, el suelo se calienta tanto que a mediodía nadie puede trabajar descalzo.
Los efectos se sienten en todo: en la alimentación, en la salud, en los rituales. Echeverri observó que las chagras sobre monte firme ya no logran arder del todo por falta de veranos secos; las siembras en los rebalses se pierden por inundaciones repentinas. El friaje, que antes limpiaba el aire, se ha vuelto débil. “Cuando no llega con fuerza —dicen los mayores—, la enfermedad se queda flotando en el aire”.
En los registros meteorológicos del Ideam, los datos confirman lo que la memoria indígena ya sabía: desde el año 2005, la temperatura promedio ha aumentado hasta un grado en algunas zonas del Caquetá y el Putumayo. Pero para los pueblos, el problema no está en los números. Está en la sensación de que el mundo ha perdido su ritmo.
Mientras los líderes políticos discuten compromisos en cifras y porcentajes de reducción de carbono, en el territorio amazónico la crisis ya se siente en la piel. Santiago Ramos Vento, vicecuraca de la comunidad de San Antonio de Los Lagos, en Leticia, lo explica sin rodeos: “Ha sido un cambio muy grande en los últimos veinte años. Lo vemos en nuestra siembra, en el río, en las quebradas. Ya no hay esa cronología del tiempo de antes. El sol es más fuerte, las lluvias no llegan cuando deben, y eso afecta nuestra salud y nuestros cultivos”.
Fotografía: Alex Rufino
Por su lado, el antropólogo Juan Álvaro Echeverri documenta que, para los pueblos del Caquetá-Putumayo, el desajuste de las estaciones no solo es un fenómeno ambiental, sino una señal del desequilibrio del mundo. En sus relatos, el cambio climático no es obra de fuerzas lejanas, sino el reflejo de un desorden humano. “Antes —cuentan los mayores— los ancianos hablaban con el tiempo”. Dialogaban con la Madre del Verano, con el Abuelo de la Lluvia, con los vientos del friaje. Cada estación tenía su ritual, cada siembra su palabra. Esa conversación sostenía la salud de la naturaleza.
Ahora, dicen, se ha perdido el diálogo. “Si las plantas están bien, los niños están bien”, recuerdan los sabedores citados por Echeverri. Pero las plantas no están bien. El desorden de las lluvias, la falta de vientos y el calor creciente no solo alteran las cosechas: también erosionan los vínculos espirituales que mantenían a la comunidad en armonía con el bosque.
La voz de Ramos expresa una verdad que las estadísticas globales no alcanzan a transmitir: la alteración del ciclo climático está desestructurando la vida cotidiana, las prácticas ancestrales y la seguridad alimentaria de los pueblos amazónicos. A ello se suma una preocupación que se repite en muchas comunidades: la politización de los recursos.
“Debe llegar directamente el dinero a las comunidades. Aquí no puede haber intermediarios de ninguna índole”, insiste Ramos. “Queremos que nuestras propuestas sean escuchadas y que las decisiones no se tomen sin nuestra participación”.
En el corazón del Amazonas colombiano, el río más grande del mundo está cambiando. Francisco Leonardo, líder de la comunidad de Santa Sofía, describe un panorama que antes parecía impensable: “El río se ha venido secando y ha presentado muchísimas playas que nunca veíamos en años anteriores. Esa sequía, con el fuerte sol, también afecta los cultivos. Ya no tenemos los veranos y los inviernos como antes”.
Echeverri explica que, en la interpretación indígena amazónica, el problema no está únicamente en la tierra o en el cielo, sino en lo social. El cambio climático y el cambio cultural se confunden en una misma herida. La entrada de la economía de mercado, la educación escolarizada, los medios de comunicación, los programas externos, han ido debilitando las formas tradicionales de hablar con la naturaleza. “El desorden en la naturaleza —dicen los mayores— es reflejo del desorden en la sociedad”.
Aun así, persiste la búsqueda. Las comunidades han aprendido a adaptarse: cambian las fechas de siembra, ensayan nuevas chagras, abandonan unas prácticas y recuperan otras. “Tenemos que aprender a hacer de todo para sobrevivir”, dijo un hombre Cocama del río Amazonas. En medio de las tormentas que ya no avisan y los veranos que no llegan, los pueblos amazónicos resisten al tiempo con la misma herramienta de siempre: su memoria.
Más allá de la crisis climática
Francisco Leonardo denuncia que aunque se habla del Amazonas en las grandes cumbres, los pueblos que lo habitan siguen al margen de las decisiones. “Hay muchos recursos que se anuncian a nivel mundial, pero no llegan a quienes cuidan la selva. Tal vez las decisiones de los científicos son las más relevantes en estas cumbres, pero el conocimiento ancestral de los pueblos indígenas está siendo excluido”, dice, con la serenidad de quien ha aprendido a mirar los cambios desde el río.
El líder advierte, además, que la contaminación minera y petrolera que proviene de países vecinos ya está afectando la salud de los ecosistemas y de las comunidades. “Los peces que consumimos ya no son sanos, tienen mercurio por la contaminación. Y si seguimos así, la vida del indígena ya no va a ser la misma”, lamenta.
A la variación de las lluvias y a la pérdida de fertilidad del suelo se suman otros males: la minería aurífera, la tala, el tráfico ilegal de coca, la presión del dinero.
“Estamos enceguecidos por el dinero —decía un hombre Uitoto citado por Echeverri—, los productos del bosque ahora se han vuelto negocio”.
Echeverri narra que los ancianos Muinane y Nonuya, reunidos en el río Caquetá, relacionan el desorden natural con la ruptura del orden moral. El peligro, dicen, viene también de “la palabra caliente” que sale del subsuelo: el petróleo y todo lo que arrastra —armas, alcohol, dinero, enfermedades—. Esa palabra, liberada por la gente blanca, recorre ahora la selva y transforma la vida. “Si todos estos cambios son el resultado de un desorden planetario —se preguntan—, ¿qué podemos nosotros, un pequeño grupo de gente, lograr?”. La respuesta, quizá, está en lo que Leonardo repite desde su comunidad: que las decisiones no pueden seguir tomándose lejos del territorio, ni sin escuchar a quienes lo cuidan.
La Amazonía se ha convertido en un símbolo de la lucha climática, pero también en un espejo que devuelve la incoherencia entre los discursos globales y las realidades del territorio. Desde los foros internacionales se pronuncian compromisos y cifras; aquí, en cambio, la sequía se mide por el silencio de los ríos y el hambre por la pérdida de las cosechas. Los pueblos indígenas no piden compasión: piden respeto, autonomía, cumplimiento.
La próxima COP30 en Brasil aparece como una promesa. Pero entre las comunidades persiste la sospecha de que, otra vez, sus voces quedarán fuera de la conversación. “Si no hay financiación directa, no vamos a lograr solucionar las necesidades básicas de la gente ni garantizar la seguridad en los territorios”, advirtió Lena Estrada, con la firmeza de quien ha aprendido que la espera también cansa.
Mientras tanto, el río se adelgaza, los cultivos se agotan, y los guardianes de la selva siguen de pie, repitiendo lo que el mundo parece olvidar: que sin justicia para los pueblos amazónicos, no habrá futuro posible para el clima del planeta.
En Tadó, un pueblo verde del Chocó que parece a veces suspendido entre el río y la lluvia, hay un hombre que carga en la espalda más que una máquina de cortar cabello: lleva un oficio, una promesa, y un corazón generoso. Se llama Ángel Meyer Bermúdez Mosquera. Y sobre su motocicleta negra, avanza por caminos que se deshacen con la lluvia desde la vereda La Unión hasta Guarato, en los límites con Risaralda. No viaja por dinero. Viaja por la gente.
Lo conocen como Meyer. No necesita apellido. Llega con una maleta, una bata blanca, unas tijeras, y una sonrisa que se abre como si conociera de antemano a quien lo espera. Corta el cabello, sí. Pero en cada corte, en cada gesto paciente, hay algo más: un acto pequeño y contundente de solidaridad.
De lunes a viernes atiende en su local del Pasaje Hermanos Mosquera, en el barrio San Pedro, donde el corte cuesta doce mil pesos. Los fines de semana, en cambio, no cobra. Llega a casas donde viven personas con discapacidad, las peina con cuidado y les habla con una ternura que no hace ruido.
Su pasión por la barbería no nació del dinero, sino de algo más hondo. Desde hace más de cinco años, Meyer llega a los rincones menos visibles de Tadó con su maletín y sus tijeras, como quien carga una promesa. Empieza por quienes más lo necesitan: personas con discapacidad que no siempre pueden llegar a una barbería, que a veces ni siquiera pueden pagarla. Luego extiende su ruta hacia comunidades rurales, donde lo esperan en corredores de madera, bajo techos de zinc caliente. Para seguir haciéndolo ha tocado puertas: la Alcaldía, el Hospital San José de Tadó, la Gobernación del Chocó. A veces le dan herramientas, a veces no. Pero igual va.
Antes de regresar a su pueblo, Meyer conoció otras ciudades: Cali, Medellín, Pereira, Manizales, Barranquilla. En cada una afinó su método, se formó como técnico en peluquería y entendió que cortar cabello podía ser algo más que un oficio: podía ser un gesto de dignidad. “A veces la gente me decía que si pagaba la peluqueada se quedaba sin comer… y eso me tocaba el corazón”, recuerda. Por eso muchas veces no cobró. Porque nadie debería elegir entre un plato de comida y un poco de cuidado propio.
Su historia con la barbería comenzó mucho antes de tener títulos. Era un niño y miraba a su abuelo, Sáenz Mosquera, en la década de 1980. Lo observaba mover con precisión un peluchín y unas tijeras gastadas, como si fueran una extensión de sus manos. “Aprendí este arte viéndolo trabajar. Lo llevo en la sangre; es algo que me llena y me hace feliz”, dice Meyer. Y cuando lo dice, sonríe como quien habla de un amor que nunca se apaga.
Aprendí este arte viéndolo trabajar. Lo llevo en la sangre; es algo que me llena y me hace feliz”, dice Meyer. Y cuando lo dice, sonríe como quien habla de un amor que nunca se apaga.
Aunque su trabajo nace de la voluntad, no está exento de tropiezos. Cada jornada implica gastos que, muchas veces, salen de su propio bolsillo: gasolina para la moto, cuchillas nuevas, aceite para las máquinas, toallas limpias. A veces, cuando los números no cuadran, Meyer invita a otros a sumarse, a aportar algo —un galón de gasolina, una máquina prestada, unas monedas— para que la ruta no se detenga.
Pero ni siquiera eso lo libra de los imprevistos. Una vez, en la vereda La Unión, apenas comenzaba la jornada cuando un niño, curioso, tomó una de las máquinas. Se le cayó. El golpe fue seco. La máquina murió ahí mismo. Meyer no tuvo tiempo de enojarse: salió como pudo a buscar otra y terminó fiándola. “Esos son los impases que se te presentan cuando quieres servir a tu comunidad”, dice sin dramatismo, como si hablara de un aguacero más.
En sus recorridos por las veredas y corregimientos de Tadó —El Tapón, Yerrecuy, Corcovado, Angostura, Playa de Oro, Tabor, Guarato— ha reunido un puñado de historias que parecen pequeñas pero que para él lo son todo. Como aquella tarde en la que se quedó sin gasolina en medio de un camino desierto. Un campesino se le acercó, lo reconoció y le dijo que le conseguiría combustible. “Porque usted le cortó el pelo a mi abuelo sin cobrarle”, le explicó. Meyer lo cuenta con los ojos brillantes. Esos gestos, dice, son los que le dan fuerza cuando las cosas se descomponen y el camino se hace largo.
Son muchas las cabezas que han pasado por las manos de Meyer sin que de por medio haya habido un solo peso. Lo sabe bien Elith Sánchez, concejal y habitante del corregimiento de Tabor, uno de los lugares a los que el barbero llega con más frecuencia. “Meyer es un tipazo”, dice, y sonríe como quien habla de un viejo amigo. “Es una persona muy querida en esta comunidad. Lo que más lo hace grande es su humildad y su sencillez. Cada vez que sube, la gente lo espera como si trajera buenas noticias”.
No exagera. En Tabor, donde cortarse el cabello no es algo sencillo ni barato, las jornadas gratuitas de Meyer se sienten como un pequeño acontecimiento. “Como concejal, la gente me pregunta: ‘¿Para cuándo vuelve Meyer?’, porque ya saben que cuando él llega hay cortes para todos —niños, adultos, ancianos— y que nadie se queda por fuera”, cuenta Sánchez. A veces Meyer va cada quince días, a veces una vez al mes. Llega, saluda, instala su máquina, y la fila se arma sola.
Cuando va por gusto, a disfrutar de los ríos o de los atractivos turísticos del corregimiento, tampoco se desprende de sus herramientas. Siempre hay alguien que aprovecha la oportunidad. “Cada vez que Meyer llega al pueblo —agrega Elith—, los niños corren a avisar: ‘¡Ya llegó el barbero!’. Y la comunidad entera lo siente como una fiesta”.
Hoy, en Tadó, Meyer Bermúdez no es solo un barbero. Es un hombre con un corazón amplio, que ha hecho de un oficio sencillo una forma de servir, de dignificar a otros, de estrechar lazos. Su arte no está únicamente en el corte perfecto, sino en la forma en que lo entrega: con amor, con paciencia, con la certeza de que los gestos más pequeños pueden cambiarlo todo.
La labor de Meyer ha hecho que su nombre se escuche en buena parte de las comunidades del alto San Juan. En Yerrecuy, por ejemplo, todos saben quién es. Allí vive Yarlin Perea Quinto, cuya hermana menor, Gisela Sánchez Pino, de 17 años, padece un tipo de discapacidad —nerviosismo— y también tiene dificultades para hablar. Para Gisela, cada visita de Meyer es una pequeña celebración.
“Él trata muy bien a mi hermana”, cuenta Yarlin. “Cada que lo llamamos para que suba a la comunidad lo hace con gusto. Y cuando llega, Gisela se alegra de inmediato. Lo que más me sorprende es que no nos cobra un peso por el servicio que nos presta”.
Si la familia no lo llama, lo hace la profesora de Gisela, que también sabe que un corte de cabello para ella es más que una cuestión estética: es un gesto de cuidado. “Yo quiero darle las gracias a Meyer —dice Yarlin— porque es un muchacho muy colaborador con las personas. Como él no hay. Mi hermana no puede salir al casco urbano, es muy difícil moverla, y él tiene una paciencia que pocos tienen. Eso no se paga con dinero”.
En Tadó, cuando se pronuncia el nombre de Meyer, no hace falta explicar quién es. Su familia también lo sabe: lo ven salir con su maletín, con la misma determinación con la que otros salen a trabajar en una oficina, pero con un propósito distinto. “Es una excelente labor la que realiza mi sobrino —dice Nimia Mosquera, su tía—. Gracias a Dios y a la agilidad que tiene como barbero, ha ayudado a mucha gente del alto San Juan. Incluso ha llegado hasta Unión Panamericana a hacer domicilios gratis”.
Nimia habla con un orgullo sereno, como quien ha visto crecer algo hermoso desde adentro. Cuenta que Meyer va a guarderías, escuelas, hogares de adultos mayores. También hace jornadas casa a casa, sobre todo con personas con discapacidad. A veces, por eso, llega tarde a casa. “Nos preocupamos —confiesa—, pero luego pensamos: ‘Meyer está haciendo lo que ama’. Y eso nos da paz”.
Meyer Bermúdez es, para muchos, un barbero. Para otros, un vecino, un amigo, una presencia buena que aparece cuando se necesita. Para su familia, es un hombre noble que eligió servir a su comunidad desde la sencillez de un corte de cabello. “Me siento orgulloso de lo que hago y de la familia a la que pertenezco”, dice. Y cuando lo dice, no suena a consigna ni a frase hecha: suena a verdad. Meyer no hace discursos. No busca medallas. Cuando le preguntan por qué lo hace, responde con una frase sencilla: “Porque me nace del corazón”.
Y quizás ahí esté todo.
En el Amazonas los jóvenes crecen con un dilema que no debería existir: conservar la selva o sobrevivir. Las cifras son frías: más del 70 por ciento de quienes tienen entre 18 y 24 años no estudian ni trabajan. El desempleo trepa hasta el 17,4 por ciento, y las oportunidades se deshacen como hojas secas bajo la lluvia. A muchos, la selva los protege y los asfixia al mismo tiempo: les da identidad, pero no les da futuro. Y en esa contradicción, decenas de muchachos quedan atrapados entre la partida, el silencio o la violencia.
Robert Macuna eligió otra cosa.
Nació en las riberas del Caquetá, en la espesura donde los ríos parecen inventar caminos y los abuelos enseñan que cada árbol guarda un espíritu. Llegó a Leticia buscando lo que pocos encuentran: un porvenir que no lo arrancara de su raíz. Lo halló en San Pedro de los Lagos, comunidad Ticuna a orillas de Yahuarcaca, donde la selva se abre en espejos de agua y sonidos de aves invisibles.
Allí empezó a caminar como guía, aunque no se trataba sólo de trazar rutas. Con cada paso fue reconociendo el bosque como un libro vivo: ríos llenos de peces, senderos cubiertos de lianas, la huella de jaguares esquivos, el canto de aves que sólo un oído entrenado sabe distinguir. Robert lo aprendió de niño, y ahora lo comparte con extraños que llegan en busca de exotismo, pero terminan escuchando otra cosa: una lección de supervivencia cultural.
“Cuando hablo de la selva no es sólo de plantas o animales”, dice. “Hablo de nuestra vida, de lo que nos enseñaron los abuelos, de cómo cuidamos el territorio para que siga siendo casa de todos”.
Robert Macuna dedica sus días a guiar personas por la selva y por el río. Fotografía: Alex Rufino.
La selva, para él, es al mismo tiempo museo y aula, altar y mercado. Enseña a mirar con paciencia: a reconocer que un tucán no es sólo un ave colorida, sino un símbolo de fertilidad; que el grito del paujil, cada vez más escaso, advierte sobre la presión de la caza; que en la Amazonía hay una diversidad de aves que actúan como engranajes del bosque: dispersan semillas, polinizan flores, anuncian cambios en el agua.
Según un estudio publicado en la revista Caldasia, en la Amazonía y Orinoquía colombianas las observaciones ornitológicas revelan que muchas especies de aves tienen distribuciones poco conocidas, cambios en sus patrones de comportamiento y vulnerabilidades frente a la fragmentación del hábitat; lo que subraya que cada pérdida en número de especies es una falla en la trama del ecosistema y un mensaje de alarma para quienes habitan estas tierras.
Ese estudio no habla de Robert, pero narra lo mismo que él vive: que cada ave es una narradora silente de la salud de la selva, un índice vivo de lo que sucede cuando los humanos perturbamos antiguas conexiones. Robert lo siente con cada aliento: que el colibrí que ya no llega al caño más claro, que el mirlo que muda su ruta, son advertencias.
Macuna, se hizo experto en aves y guía a las personas para aprender a escucharlas. Fotografía: Alex Rufino
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La juventud amazónica carga con un peso que rara vez aparece en los discursos oficiales. Crecer en la selva no es sólo aprender a caminar entre raíces y ríos impredecibles; también es convivir con un miedo constante: que la defensa del territorio se pague con la vida, que cuidar la selva signifique ponerse en riesgo, que la desesperanza conduzca incluso al suicidio.
En departamentos como el Amazonas, la tasa de jóvenes entre 18 y 24 años que no estudian ni trabajan se acerca al 57,6 por ciento, una de las más altas del país, así lo concluye un informe de la Universidad del Rosario.La región de la Amazonía colombiana tuvo una tasa de desempleo del 16,2 por ciento en el primer semestre de 2023 y del 17,4 por ciento en el primer semestre de 2024, posicionándose como la región con mayor desempleo en esos periodos, según el DANE.
Y si hablamos del departamento del Caquetá —ese cauce de selva que también es parte del dominio de Robert— allí las cifras territoriales cobran peso simbólico: es el tercer departamento más extenso de Colombia con cerca de 88.965 km², y muchos de sus municipios están ubicados en la Amazonía.Pero, paradójicamente, ese amplio territorio no garantiza oportunidades proporcionales: la Amazonía como región concentra apenas poco más de un millón de personas —el 2,4 por ciento de la población nacional— en 62 unidades político-administrativas, lo que agrava el aislamiento y limita el acceso a los servicios públicos.
Así, cuando Robert decide no rendirse, su elección no es sólo personal sino política. Sabe que resistir allí implica desafiar estadios invisibles: el desempleo estructural, la fragmentación geográfica, la invisibilidad demográfica, la vulnerabilidad institucional. Jóvenes como Robert no sólo iluminan; tensan el espacio en el que la selva, la pobreza y la política se intersectan.
Su historia contrasta con la de muchos de sus contemporáneos. En la frontera amazónica, demasiados jóvenes son seducidos por el narcotráfico, la minería ilegal o los grupos armados. La opción de quedarse suele equivaler a asumir riesgos: cuidar la selva puede costar la vida. Robert lo supo pronto.
“Yo decidí que no quería ser parte de eso. Preferí transformar mi vida en oportunidad, aunque al comienzo no fue fácil”.
No lo hizo solo. El curaca de San Pedro, Jaime Parente, lo recibió como parte de la familia colectiva. “A Robert lo vimos con ganas de aprender y de aportar. Aquí no solo encontró un lugar donde vivir, también encontró un espacio para enseñar y fortalecer lo que somos como pueblos amazónicos”.
Ese lugar —una maloca que respira como si fuera un cuerpo— se convirtió en escenario de su aprendizaje. Con paciencia y respeto, Robert se volvió referente para los más jóvenes. No ofrece discursos altisonantes. Ofrece caminatas. Enseña a reconocer huellas, a distinguir plantas medicinales, a escuchar el rumor de las aves antes que la voz del guía.
El contraste duele: mientras él y otros jóvenes muestran que es posible construir un futuro desde el bosque, las políticas estatales avanzan a un ritmo que parece inmóvil. El capital humano de la selva existe, es potente, pero choca con la falta de apoyo estructural: sin educación accesible, sin inversión estable, sin mercados reales. Jóvenes como Robert iluminan, pero la luz no alcanza si los caminos permanecen cerrados.
Fotografía: Alex Rufino
Afuera, en las cumbres internacionales, políticos y expertos hablan de la Amazonia como “pulmón del planeta”. Pero rara vez escuchan a quienes madrugan en comunidades alejadas, a quienes se juegan la vida en la defensa del territorio. Robert, mientras tanto, camina. Lo hace con la certeza de que su ejemplo puede sembrar otra esperanza: que es posible permanecer, resistir y soñar desde adentro.
Hoy no guía sólo a visitantes. Guía a una generación que busca resistir el desarraigo. En cada recorrido repite lo que parece una plegaria: que la selva no es un recurso, sino un hogar. Y que mientras haya quien la nombre con esa convicción, todavía hay futuro para quienes nacen en su espesura.
Una de cada cuatro mujeres en Colombia no recibió información completa, clara y oportuna para acceder a la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE), según la Encuesta Nacional de Demografía y Salud 2025. De igual forma, una de cada cuatro reconoció que el personal de salud la hizo cambiar de decisión cuando solicitó el procedimiento. A pesar de que desde el 21 de febrero de 2022, con la sentencia Causa Justa C-055, se despenalizó el aborto hasta la semana 24, en el país persisten barreras que limitan la autonomía reproductiva de las mujeres.
En Colombia las mujeres pueden acceder a la IVE de forma legal y gratuita hasta la semana 24; basta con expresar la voluntad de forma verbal o escrita ante la EPS o el Sistema de Seguridad Social. Después de ese tiempo, se tienen en cuenta las tres causales de la sentencia C-355 de 2006:
Que el embarazo represente un riesgo para la vida o la salud integral de la mujer, es decir, se tienen en cuenta las dimensiones físicas, psicológicas y sociales.
Si el feto presenta malformaciones o riesgos en su salud que no sean compatibles con la vida por fuera del útero de la mujer.
Si el embarazo es consecuencia de una violación o incesto.
Sin embargo, los obstáculos persisten, especialmente en población vulnerable como mujeres en zonas rurales, migrantes e indígenas. Además de la falta de información y la influencia del personal de salud, se presentan barreras como la negación del servicio por parte del equipo médico; los retrasos de las EPS e IPS en autorizar y programar el procedimiento; la presión de la pareja, la familia o los amigos para cambiar de decisión; y factores socioculturales —particularmente relevantes en comunidades indígenas—, que no fueron considerados en la Encuesta Nacional de Demografía y Salud.
Por ejemplo, el Colectivo Mujeres del Desierto realizó una investigación sobre las barreras para acceder a la IVE que tienen las mujeres indígenas Wayuu del municipio de Uribia en el departamento de La Guajira. Los principales factores que encontraron fueron la falta de información sobre los derechos sexuales y reproductivos; falta de enfoque diferencial como brigadas de salud que hablen wayuunaiki; estigmatización dentro del sistema social Wayuu bajo discursos religiosos y morales; y malos tratos, comentarios crueles y demás violencias del personal de salud.
Por otro lado, están las barreras para mujeres en zonas rurales, como nos mencionó Juniar Rentería de la Red Colombiana de Mujeres Rurales en el departamento de Bolívar, conformado mayoritariamente por mujeres afrodescendientes. Rocha y Puerto Badel, corregimientos de Arjona, no cuentan con servicios de salud y quienes quieran acceder a la IVE deben ser remitidas a Cartagena. Además, también hay otro factor que influye y es el contexto familiar y comunitario. “La aceptación de la comunidad, porque estos son procesos comunitarios, no es solamente de una mujer como un individuo, sino el tema de la familia, la creencia y la cultura que influyen en cómo la comunidad acepta la interrupción voluntaria del embarazo”.
Aunque el aborto es un derecho, en la práctica todavía existen muchos obstáculos. Por eso, para el Día de Acción Global por el Aborto Legal, Seguro y Accesible hablamos con Laura Castro González, coordinadora de La Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres, organización pionera del movimiento Causa Justa. Ella es una de las personas que más de cerca ha luchado por la despenalización total del aborto y por los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres en Colombia.
Consonante: ¿Qué significa para ustedes conmemorar el día de la Acción Global por el aborto legal, seguro y accesible, en Colombia, luego del avance histórico en la sentencia en 2022?
Laura Castro: Es muy importante para nosotras desde la Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres y desde el movimiento Causa Justa, porque es una oportunidad para hacer pedagogía sobre la sentencia. Sirve para recordar lo que hemos ganado, pero también hacer un llamado al cuidado de esta sentencia, porque hoy en día hay quienes quieren poner en entredicho la autonomía reproductiva de las mujeres.
La batalla cultural de este siglo es la conquista y la defensa de la autonomía reproductiva. Este es un momento para llamar a más voces y a más audiencias a juntarse en la protección de este derecho.
C.: ¿Cómo evaluarías lo que ha sido la sentencia en términos prácticos reales en estos años?
L.C.: Hay que destacar los avances que hay en materia del marco normativo y sanitario. El marco normativo ha avanzado en sentencias importantes, como la sentencia de unificación en los casos de mujeres indígenas que reconoce que el derecho al aborto es un derecho fundamental y eso es muy importante en todos los debates en materia de autonomía reproductiva.
También tenemos los avances del marco sanitario: la regulación 051 y ahora sabemos que el Ministerio está avanzando en los documentos técnicos que van a facilitar la implementación de este marco sanitario.
Siempre hay brechas en materias de la implementación de ese marco normativo o brechas que están asociadas al desconocimiento del marco legal vigente por parte de funcionarios y funcionarias que todavía no reconocen que existe la sentencia Causa Justa. Y solo reconocen el marco de las tres causales solamente, que es la sentencia del 2006.
También hay un desconocimiento por parte de las mujeres que no saben que el aborto es un servicio de salud al cual pueden acceder de manera gratuita.
Existen de igual forma las barreras estructurales asociadas a el complejo sistema de salud colombiano. Por ejemplo, las mujeres rurales no tienen las mismas posibilidades de acceder que las mujeres que viven en las capitales. Y hay otras barreras que nosotras reconocemos como asociadas a la falla en la prestación de los servicios.
C.: ¿Qué deben tener claro las mujeres para poder acceder a este derecho?
L.C.: Lo más importante es conocer la ruta de acceso a la IVE. Si enfrentas un embarazo no deseado, puedes acudir a tu EPS o IPS —en la que estés afiliada o la más cercana— y solicitar el procedimiento de manera libre hasta la semana 24, y por causales específicas después de ese período.
El aborto no solo es un derecho, también es un servicio de salud. Por eso, las entidades territoriales, las secretarías de Salud, la Defensoría del Pueblo y las personerías tienen la obligación de garantizar que esa ruta de acceso se cumpla.
C.: ¿Qué pueden hacer si tienen barreras en sus comunidades?
L.C.: Pueden contactar a la Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres en sus redes sociales (@mesaporlavida). Nosotras tenemos un acompañamiento legal y gratuito a las mujeres que tienen barreras de acceso, las orientamos con información y también acompañamos el litigio administrativo ante la clínica o la EPS para que puedan sortear esas barreras.
C.: ¿Y qué pasa con las mujeres migrantes, afrodescendientes e indígenas? ¿Cómo cómo se combina esa discriminación étnica, racial o migratoria con las dificultades de acceso a al aborto legal?
L.C.: En 2021 hicimos un estudio y nos dimos cuenta de que las mujeres extranjeras sufren doble discriminación por el hecho de ser mujeres y por el hecho de ser desplazadas o ser extranjeras. Con frecuencia no se les reconoce que el servicio de aborto es gratuito. El Estado colombiano está obligado a pagar porque la IVE es reconocida como un procedimiento de urgencias. Entonces, ellas podrían acceder mediante la ruta de urgencias del hospital o la clínica. Incluso si tienen un estado migratorio irregular en Colombia.
En el caso de las mujeres afro, la principal barrera está asociada a no tener datos que nos permitan identificar cuáles y quiénes son las mujeres y niñas afro que están accediendo a los servicios de aborto. El Ministerio de Salud está en deuda de hacer unas adecuaciones en su manejo y reporte en las variables sociodemográficas. No tenemos tanta información provista por el Ministerio de Salud para saber cuáles son las barreras que tienen las mujeres afro. ¿Dónde están accediendo? ¿en qué nivel de complejidad? Hay un tema de invisibilización estadística.
Con las mujeres indígenas, pese a que ya se reconoció el aborto como un derecho en igualdad de condiciones, para las mujeres indígenas siguen enfrentando muchas barreras dentro de sus comunidades y dentro de sus IPS prestadoras de servicio.
Líderes y autoridades indígenas, en su mayoría hombres, creen que ellos tienen que autorizar a las mujeres para que accedan a su derecho. Esto no es así de ninguna manera.
C.: ¿Cuáles son las acciones urgentes que debe tomar Colombia para que el aborto sea no solo legal, sino también seguro, accesible y libre de estigmas?
L.C.: Primero, es fundamental la pronta expedición de la política nacional de derechos sexuales y reproductivos. La sentencia Causa Justa C-055 de 2022 no solo despenalizó el aborto hasta la semana 24, sino que también instó al Gobierno y al Congreso a actualizar esta política lo antes posible. Colombia lleva varios años sin una política vigente porque no se ha decidido renovarla, aunque sabemos que el Ministerio de Salud está trabajando en ello. Esperamos que en 2025 el Gobierno cumpla con este compromiso, porque se trata de la expresión más concreta de una política pública. Esta política no se limita al aborto: también aborda la prevención de embarazos no deseados, la atención a ITS/ETS y la prevención y tratamiento del cáncer de cuello uterino y de próstata.
Segundo, insistimos en que el Gobierno debe cerrar todos los procesos judiciales abiertos contra mujeres criminalizadas por aborto. En una investigación que realizamos en 2021, con datos de 1998 a 2018, encontramos que entre 2008 y 2019 —después de la primera despenalización en 2006— se abrieron en promedio 400 casos al año contra mujeres por este delito.
Tercero, es clave que el Estado asuma un compromiso sostenido con campañas de información sobre el derecho al aborto. Una de las principales barreras sigue siendo el desconocimiento del marco legal vigente: que el procedimiento es gratuito, que puede accederse libremente hasta la semana 24, que las menores de edad no necesitan autorización de sus padres y que las mujeres indígenas no requieren aval de sus comunidades.
Nuestro trabajo es una contribución en ese camino, pero la responsabilidad de garantizar la prestación del servicio y el pleno ejercicio de este derecho recae en el Estado.
C.: ¿Qué aprendizajes puede ofrecer Colombia a otros países de Latinoamérica en este proceso, tanto desde la experiencia de las organizaciones como desde la acción del Estado?
L.C.: Hay que entender que la penalización del aborto es una disminución en el reconocimiento de la ciudadanía plena de las mujeres. No tenemos democracias plenas hasta que no eliminemos el delito de aborto. Entender eso es una contribución muy importante a los países que hoy en día, más que nunca, deben estar comprometidos con los sistemas democráticos y sus instituciones, pero también con avanzar en la igualdad de género.
Creo que los tiempos en los que vivimos hoy son muy agitados, hay todo un choque de los valores que nos han sostenido como sociedades. Quienes estamos convencidos dell camino de la libertad, necesariamente tenemos que tener también apuestas centradas en la despenalización total del aborto.
El 9 de agosto, Angie Paola tenía un plan sencillo: encontrarse con su familia a las siete de la noche para celebrar el cumpleaños número cuatro de su hija menor. Desde hacía ocho meses se había separado de René Morales Perdomo, después de once años de una relación marcada por la violencia. Tenía 27 años, dos hijos de 9 y 4, y trabajaba en oficios domésticos para sostenerlos. Había logrado cierta calma.
Pero René no había desaparecido de su vida. La seguía, la hostigaba, la insultaba. Esa tarde, a las 4:30 aproximadamente, Angie se reunió con su cuñada y sus hijos en un lote que pretendía vender. René apareció. Lanzó insultos contra Angie y le exigía que volvieran, ante la negativa de ella, él sacó un cuchillo y la atacó varias veces delante de los niños y de su cuñada. Luego huyó en una moto.
René Morales Perdomo, de 35 años, se entregó a las autoridades el sábado 13 de septiembre en Florencia. La Fiscalía le imputó cargos por feminicidio agravado. La violencia, sin embargo, venía de antes. Ocho meses atrás, según contó la familia, había golpeado a su hijo de nueve años cuando el niño intentó defender a su madre. Fue entonces cuando Angie decidió separarse y buscar ayuda.
A comienzos de este año acudió a la inspección de Policía y a la Fiscalía. Pidió una orden de alejamiento, alguna medida que la protegiera de su expareja. No la obtuvo. Nadie le explicó con claridad qué entidades debían responder ni cuáles eran los pasos a seguir en la ruta de atención. Volvió a su casa con la idea de que ya habían actuado a su favor. No era cierto.
Hoy, la familia de Angie habla de su nobleza, de su generosidad, de la manera en que cuidaba a sus hijos con una entrega que parecía no agotarse nunca. “Ese día ella llevaba el pastel de cumpleaños para reunirse con nosotros y compartir con nuestra sobrina, la suegra y la cuñada. Nosotras la aconsejamos mucho cuando se podía, porque él casi no dejaba que ella nos visitara. Últimamente veíamos mucho maltrato, pero ella no quería dejar a sus niños sin hogar. Tenía mucho miedo”, recuerda una de sus hermanas.
"Ese día ella llevaba el pastel de cumpleaños para reunirse con nosotros y compartir con nuestra sobrina, la suegra y la cuñada. Nosotras la aconsejamos mucho cuando se podía, porque él casi no dejaba que ella nos visitara"
Hermana de Angie, víctima de feminicidio
La voz de sus familiares se quiebra cuando recuerdan que pidió ayuda y no fue escuchada: “Si la hubieran atendido mejor, si le hubieran prestado una verdadera atención, desde un psicólogo en adelante, ella estaría viva. Ahora lo que quedan son los niños con un trauma. Mi sobrina dice a cada rato que su papá mató a su mamá, y nosotras no sabemos quién nos va a ayudar”.
"Ahora lo que quedan son los niños con un trauma. Mi sobrina dice a cada rato que su papá mató a su mamá, y nosotras no sabemos quién nos va a ayudar”.
"Si la hubieran atendido mejor, si le hubieran prestado una verdadera atención, desde un psicólogo en adelante, ella estaría viva"
Hermana de Angie, víctima de feminicidio
La historia de Angie Paola generó consternación entre la comunidad luego de conocer la poca acción de las instituciones. “No hubo respuesta oportuna para ella ni para sus hijos. Ella quería una medida de alejamiento que evitara lo que finalmente sucedió, no activaron la ruta y ella creyó que sí. Hicimos un llamado frente a la falta de personal idóneo dentro de cada institución y un equipo interdisciplinario completo en la Comisaría porque hay una desarticulación a tal punto que no supieron cómo actuar frente a la atención de estos niños quienes presenciaron tan fatídico hecho”, comenta Eliana Hernández, integrante de Fundación Mujeres por la Vida.
Hernández sabe que la violencia golpea con más fuerza a las mujeres. Sabe también que la mayoría está desprotegida, sin respaldo físico ni psicológico. “Generamos una doble alerta porque muchas siguen viviendo episodios de violencia y, sin medidas efectivas, pueden repetirse hechos como este. Las mujeres necesitan protección: jurídica, psicológica y física”, advierte.
El Observatorio Nacional de Violencias de Género registró, entre el 1 de enero y el 26 de julio de 2025, un total de 261 denuncias por violencia física en Caquetá. Ciento un casos corresponden a mujeres entre 29 y 59 años; ochenta y tres, a mujeres entre 18 y 28; y treinta y ocho, a adolescentes entre 12 y 17. Nueve de cada diez hechos ocurrieron en áreas urbanas donde la presencia de las autoridades es casi nula. En la mitad de los casos, la víctima no convivía con el agresor. Durante el 2024, según el observatorio, se reportaron 541 casos.
‘Solo me dijeron que debía cuidarme y me ignoraron’
Diana Marcela Arenas Osorio, 49 años, vive en la vereda San Jorge, cerca del caserío Guayabal, en la zona de reserva campesina. Durante dos años estuvo con Ricardo Mosquera González. La relación terminó después de múltiples agresiones verbales. Pero la separación no fue el final: él comenzó a perseguirla, a acosarla, a aparecerse en las rutas a su trabajo. Diana buscó ayuda en la Junta de Acción Comunal y en la Fiscalía. Nadie respondió.
Los sábados y domingos Diana vendía empanadas en Guayabal. El miércoles 27 de agosto, al regresar a casa, lo vio de nuevo. Ricardo la siguió y, en cuestión de segundos, la atacó con un cuchillo causándole catorce heridas. Una vecina la encontró, pidió auxilio, y logró que la trasladaran hasta Neiva. Allí sigue, intentando recuperarse.
“Después de lo que me pasó, una expareja de Ricardo me contó que a ella también la persiguió con un cuchillo. Si yo hubiera sabido esto antes no me meto con ese hombre”, dice Diana Arenas, sobreviviente de un intento de feminicidio. Habla desde el rechazo ante estas situaciones: “En estos entornos rurales convivimos con hombres muy machistas, que beben, que son manipuladores y autoritarios, y creen que una es de su propiedad. Pero al principio no lo muestran”.
“Después de lo que me pasó, una expareja de Ricardo me contó que a ella también la persiguió con un cuchillo. Si yo hubiera sabido esto antes no me meto con ese hombre”, dice Diana Arenas, sobreviviente de un intento de feminicidio.
Diana recuerda que lo denunció en la Fiscalía de San Vicente del Caguán, tres meses antes del ataque. Tenía pruebas: audios con amenazas de muerte. “Allí solo me dijeron que debía cuidarme y que lo ignorara completamente”, cuestiona.
"Era una tragedia evitable y ahora qué me queda. Siento temor"
Diana, sobreviviente de feminicidio
Diana sabe que le espera un camino largo en busca de justicia. Ricardo tiene orden de captura, pero sigue libre. “Por acá nadie pide cédulas ni nada de eso. Los victimarios pueden moverse libremente”, dice.
En su caso, como en el de Angie Paola, no hubo respuesta institucional para prevenir la violencia. Tampoco en el de Denis Rojas Ortiz, de 47 años, asesinada el 22 de agosto en San Vicente del Caguán. Según su familia, había acudido a la Comisaría de Familia para preguntar cómo actuar frente a las agresiones, pero no encontró respuesta. Su expareja, Jair Rico, la atacó con un cuchillo. Hoy está detenido.
Una ruta de atención que no es integral
Aunque San Vicente del Caguán cuenta con una ruta de atención integral para mujeres víctimas de violencia basada en género y se menciona una serie de pasos, instituciones y servicios para proteger y garantizar el acceso a la justicia, la realidad es otra.
Esta ruta se basa en la Ley 1257 de 2008 que “establece medidas para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres. Aborda diferentes tipos de violencia (física, psicológica, sexual, económica, patrimonial) y establece la ruta de atención integral para las víctimas, que debe ser coordinada por diferentes entidades del Estado”.
La ley establece que, sin importar a qué entidad acuda una víctima, el caso debe ser remitido a la Comisaría de Familia, al Hospital San Rafael y a la Fiscalía. El objetivo es garantizar una atención integral y coordinada. En la práctica, el proceso debería guiar a las mujeres hacia una solución frente a la violencia que enfrentan. Pero lo que encuentran, casi siempre, son barreras, revictimización y estigmas.
Para Diana Salcedo, directora de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (Limpal), la ruta de atención solo funcionará si va más allá de la urgencia. No basta con reaccionar frente a un hecho de violencia: se necesitan cambios en las bases que la sostienen. “Estamos hablando de desigualdad económica, sistemas de acceso al trabajo digno, remoción de estereotipos patriarcales, las maternidades y paternidades, y las responsabilidades de cuidado. Es importante que cualquier respuesta institucional abarque esas dimensiones. Mientras los hombres sigan pensando que las mujeres son su propiedad y que tienen el control y el mando, vamos a seguir teniendo situaciones como estas”, advierte.
"Estamos hablando de desigualdad económica, sistemas de acceso al trabajo digno, remoción de estereotipos patriarcales, las maternidades y paternidades, y las responsabilidades de cuidado"
Diana Salcedo, directora de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (Limpal)
Además, Salcedo recalca que se necesitan canales seguros para las mujeres y se requiere que el Estado avance en los sistemas de información. “Que una mujer no tenga que contar su relato más de una vez, más allá de ampliar los hechos en algunas circunstancias. También pedimos la humanización de la respuesta del Estado, nos encontramos con funcionarios que reproducen estas prácticas de violencia y estereotipos que son la primera barrera que se interpone entre las mujeres y el acceso a la justicia y, por eso, no hay confianza institucional”, puntualiza.
Desde Limpal han propuesto el robustecimiento de las Comisarias de Familia con un cambio del personal. “En estos lugares es donde más hay violencia institucional. Las mujeres requieren un lugar donde puedan recibir orientación libre de prejuicios. Se necesitan equipos móviles en los lugares más apartados para hacer un seguimiento continuo y acercar la institucionalidad en la ruralidad que es donde más se presentan casos graves”, enfatiza Salcedo.
Lo mismo opina Magaly Belalcázar Ortega, defensora de derechos de las mujeres, ecofeminista y educadora popular. Para Belalcázar, las instituciones se han vuelto permisivas al no contar con personal idóneo. “Estas entidades desconocen las normas, los derechos y las leyes. Cuando un funcionario omite su deber frente a un caso de violencia de género, hay complicidad en un feminicidio y en esas violencias. En la mayoría de los casos fatales, las mujeres habían denunciado y no se hizo nada. No es una ruta de prevención, es una ruta de la muerte. No es un camino hacia un lugar seguro, y lo que produce es pérdida de confianza en las instituciones”.
"Estas entidades desconocen las normas, los derechos y las leyes. Cuando un funcionario omite su deber frente a un caso de violencia de género, hay complicidad en un feminicidio y en esas violencias"
Magaly Belalcázar Ortega, defensora de derechos de las mujeres, ecofeminista y educadora popular
Ruta de atención integral a víctimas de violencias basadas en género
Según la ruta de atención, las mujeres pueden acudir a Instituciones de Salud en donde les brindan atención médica, psicológica y social. Desde la Comisaría de Familia se realiza la apertura de procesos, se dictan las medidas de atención y protección que se remiten a la Fiscalía y se ofrece asistencia y seguimiento. Por su parte, la Inspección de Policía (urbana y/o rural) deben recepcionar casos y remitir a la autoridad competente. La Policía Nacional debe atender estos casos, recepcionar las denuncias, remitir a la autoridad competente y al ente investigativo, y realizar seguimiento a las medidas de protección. La Personería Municipal recibe la declaración a la víctima de violencia sexual, remite a la autoridad competente y vigila el debido proceso. La Fiscalía General de la Nación es encargada de recepcionar denuncias, investiga, acusa a presuntos responsables, solicita medidas de aseguramiento y emite medidas de protección.
La Secretaría de Salud departamental tiene a su cargo la inspección y vigilancia en los 16 municipios de Caquetá. Supervisa a alcaldías, hospitales, ESE, IPS y al personal de salud que pueda intervenir en la atención a víctimas dentro de la ruta.
De acuerdo con el Sistema de Vigilancia en Salud Pública (Sivigila), hasta la primera semana de agosto —semana 32— se habían reportado 803 casos de violencia en el departamento, una reducción del 3 por ciento frente al año anterior. Los municipios con mayor incidencia de violencias basadas en género son Belén de los Andaquíes, Cartagena del Chairá, San Vicente del Caguán, El Doncello, Milán y Puerto Rico.
“En San Vicente del Caguán tenemos 82 casos de violencia hasta esta semana. El 75,5 por ciento de los 803 casos en el departamento corresponden a mujeres, y los rangos donde más se presentan son entre los 12 y 17 años y en la adultez”, señala Consuelo Losada Cruz, referente de Mujer, Diversidad de Género y Violencias en la Secretaría de Salud de Caquetá. Explica que hacen seguimiento a cada hecho, enviando correos a las entidades de salud y pidiendo reportes sobre la atención prestada a las víctimas.
Pero admite que las cifras son parciales: en las zonas rurales es casi imposible obtener datos reales y muchos casos nunca llegan a denunciarse.
Magaly Belalcazar, integrante de la Fundación Mujeres, Amazonía y Paz, cuestiona que la ruta no funciona: “Hay responsabilidad del Estado, del funcionario y de la institución y de una sociedad permisiva que ve los asesinatos, los feminicidios, la violencia sexual, la violencia de género y se ha normalizado en el departamento de Caquetá. No hay voluntad de llevar a las instituciones a las zonas rurales. Y los funcionarios y las funcionarias que están en las instituciones no cumplen con su obligación”, sentencia.
“Cuando una mujer se acerca a alguna de las instituciones, allí deberían brindarle medidas de protección como órdenes de alejamiento, casa refugio, dar acompañamiento psicosocial y garantizar que la denuncia llegue a la Fiscalía, pero nada de eso sucede”, cuestionó.
Las mujeres y organizaciones de derechos humanos insisten en que la ruta de atención no opera como debería. La Comisaría de Familia, denuncian, no siempre cuenta con capacidad de respuesta inmediata; la Policía, en ocasiones, minimiza los hechos o no aplica medidas de protección urgentes. Los casos terminan archivados en el papel y pocas veces avanzan hacia sanciones efectivas.
“El problema es que las estrategias que tiene la entidad territorial no son acordes a las necesidades de las mujeres. Muchas de las que fueron asesinadas habían denunciado y activado la ruta de atención, pero luego deben regresar a su hogar sin ningún mecanismo de protección, con el arrepentimiento y la duda de haber acudido a las autoridades, y sin una respuesta oportuna. La ruta no está articulada y no hay claridad sobre cómo actuar. Debe haber formación para evitar la revictimización y, sobre todo, una acción conjunta entre entidades territoriales y judiciales”, advierte Eliana Hernández, integrante de la Fundación Mujeres por la Vida.
Organizaciones como Sisma Mujer advierten que estas violencias no son nuevas, sino que están ligadas al abandono estatal y al impacto del conflicto en la región. “La militarización de los territorios, la falta de inversión social y la ausencia de justicia transicional con enfoque de género han dejado a las mujeres expuestas a múltiples riesgos, incluso en tiempos de paz”, comenta Angie Milena Jaime Ortega, abogada de la corporación.
En municipios como San Vicente del Caguán, la violencia de género no puede explicarse sólo como fallas puntuales en la atención institucional. Está atravesada por dinámicas más profundas: el machismo arraigado, la dependencia económica y las secuelas que dejó el conflicto armado, donde aún persiste la desconfianza hacia las instituciones.
“En territorios aislados, obviamente, existen secuelas del conflicto armado, y eso hace que persistan el control sobre la vida y los cuerpos de las mujeres. Y una triple carga, porque la violencia de género se cruza con la pobreza estructural y la violencia sociopolítica”, señala Gloria Navia, presidenta de la Plataforma de Organizaciones de Mujeres de San Vicente del Caguán.
Una trabajadora social del municipio, que pidió reservar su nombre, lo resume con crudeza: “La barrera sigue siendo el machismo y el patriarcado. Se normalizan las uniones tempranas, hay dependencia económica y emocional. Y muchos enlaces, no todos, no saben qué es género, no conocen los derechos de las mujeres, no tienen la mínima idea de cómo atender un caso de violencia de género. Creen que son favores que se hacen a las mujeres, cuando en realidad es un derecho y un deber atenderlas”.
Un llamado a seguir denunciando
Ante los feminicidios y las múltiples formas de violencia, en San Vicente del Caguán también crecen las acciones para exigir justicia. “La esperanza para las mujeres sigue siendo la ruta de atención integral para las víctimas de violencia de género, además de trabajar en reconocer los signos de alerta, implementando estrategias que fomenten la cultura del cuidado, la promoción de nuevas masculinidades y el reconocimiento de los derechos de las mujeres. Tenemos tareas que ojalá nos dé tiempo de hacerlas y no cueste más la vida de las mujeres, hay que buscar resolverlas pronto y para eso necesitamos unidad entre sectores de sociedad civil y los procesos de mujeres, porque si no exigimos, no avanza”, puntualiza Eliana Hernández, integrante de Fundación Mujeres por la Vida.
Las mujeres insisten en que activar la ruta debe ser un derecho, y no ser negado. Recalcan que las instituciones están obligadas a responder y que ninguna mujer debe enfrentar sola la violencia. Más allá de las estadísticas, la esperanza de frenar la violencia en San Vicente del Caguán pasa por garantizar que cada mujer sepa cómo protegerse, a dónde acudir y que sepa, sobre todo, que no está sola. “A las mujeres les decimos que pese a toda la situación, hay que denunciar y alertar. Cuando tenemos círculos o redes de apoyo es más fácil alertar y hablar de las violencias, acompañar a otras mujeres y hacer visible las violencias que vivimos en el departamento. Hay que seguir denunciando porque hay que hacer presión frente a la institucionalidad”, concluye una trabajadora social en el municipio.
**Si usted o una conocida es víctima de violencia puede llamar a estas líneas (155: orientación a mujeres víctimas de violencia- 122: Fiscalía General de la Nación- y a comunicaciones@sismamujer.org si busca apoyo jurídico y psicológico).
Después de varios meses de silencio, la mesa de negociación entre el Gobierno Nacional y el Estado Mayor de los Bloques y Frentes –Embf– volvió a abrirse paso en un escenario inesperado. No fue en una sala cerrada ni entre micrófonos oficiales, sino en medio de las sabanas del Yarí. Allí, en agosto, los delegados de ambos equipos se reencontraron frente a un público multitudinario: unas 25.000 personas que viajaron desde 17 departamentos hasta la vereda El Triunfo, en la frontera entre San Vicente del Caguán (Caquetá) y La Macarena (Meta), para participar en el “Encuentro por la paz con justicia social”.
El encuentro fue convocado por la Coordinadora del Sur Oriente Colombiano para los Procesos Agrarios, Ambientales y Sociales (Coscopaas) con un propósito doble: reactivar unas negociaciones que se habían estancado en los últimos meses y, al mismo tiempo, enviar un mensaje firme a la mesa. En la invitación al espacio, la organización fue contundente: se trataba de “exigir el cumplimiento de los acuerdos y protocolos firmados hasta la fecha y los que a partir de esta fecha se firmen, que se dé cumplimiento a lo acordado en la mesa de transformaciones territoriales y que se inicien las actividades en los proyectos que beneficien nuestras comunidades”.
Además, el encuentro tenía un propósito concreto: marcar el inicio del séptimo ciclo de conversaciones, tras varios altibajos que han puesto a prueba la continuidad de este proceso. El 2025 ha estado atravesado por momentos decisivos. En abril llegó a su fin el cese al fuego que había estado vigente desde octubre de 2023; poco después, el presidente de la República firmó la resolución 161 de 2025, que contempla la creación de una Zona de Ubicación Temporal para la concentración de combatientes del Frente 33 en Tibú, Norte de Santander. Sin embargo, la iniciativa —que buscaba enviar una señal de confianza— arrastra ya cuatro meses de retrasos y aún no se ha concretado.
A pesar de que el encuentro buscaba dar inicio al séptimo ciclo, lo cierto es que aún no existe una fecha definida para su instalación. La incertidumbre se suma a los retrasos que ya arrastra el proceso y deja más preguntas que respuestas. De hecho, aunque intentamos conocer la posición de Gloria Quiceno, jefa negociadora del Gobierno, sobre el balance de lo ocurrido en el Yarí y el futuro inmediato de las conversaciones, no fue posible obtener respuesta.
El balance de las comunidades
En las mesas, las organizaciones analizaron y discutieron lo pactado entre el Gobierno y el Embf / Fotografía Mayra Ayala
Durante el encuentro, la sociedad civil tomó la palabra para evaluar lo pactado en los seis ciclos de negociación anteriores. No fue un ejercicio menor: las comunidades organizaron diez mesas de trabajo en torno a los temas centrales, con la intención de revisar avances, señalar incumplimientos y proponer rutas claras.
“En esta reunión lo que se pudo mirar es que, como pueblo, estamos hablando a una sola voz; y a una sola voz estamos exigiendo la paz y las necesidades del campesinado”, resumió Pedro Juan Suárez, vocero de Coscopaas.
Consonante tuvo acceso al documento final con las conclusiones de esas mesas. Allí se identifican cerca de doce acuerdos previos entre el Gobierno y el Embf que contienen compromisos específicos, pero cuyo cumplimiento sigue en entredicho. El balance, según las organizaciones sociales, está lejos de ser positivo.
El 62 por ciento de las acciones está en una etapa de ejecución nula, el 20 por ciento se califica como insuficiente, el ocho por ciento como regular, el cuatro por ciento como aceptable y sólo el dos por ciento como bueno. Esto en un proceso que está cerca de cumplir dos años desde la instalación de la mesa de negociación.
“La población civil y las comunidades campesinas, vemos con gran preocupación el poco avance que ha tenido esta mesa de diálogo por parte del Gobierno Nacional. Creemos que es evidente que no ha existido un compromiso real por parte del Gobierno para darle cumplimiento a los acuerdos a los que se ha llegado”, señala Lina Dahian Hincapié, profesora de la Escuela de Formación de Guardias Ambientales Campesinas Jainover Collazos del Sur Oriente Colombiano.
Más de 25 mil personas de distintas zonas se congregaron en el Yarí para revisar el estado de los diálogos y exigir avances. / Fotografía: Mayra Ayala
Para Hincapié, uno de los temas que más preocupa a las comunidades es la seguridad en los territorios. En el momento no hay un cese al fuego vigente y señala que en los territorios se vive una calma que no es una paz real, y en la que se destaca la falta de compromiso del Gobierno.
Uno de los ejes más sensibles de la mesa de negociaciones ha sido el de las transformaciones territoriales, una apuesta del Gobierno en el marco de la política de Paz Total que busca abrir camino a cambios sociales, económicos, institucionales y ambientales en las regiones más golpeadas por el conflicto. La premisa es clara: sin transformar el territorio, no habrá paz posible.
En marzo de 2024, durante el cuarto ciclo de diálogos, se firmó un “Acuerdo Especial sobre Transformaciones Territoriales en Caquetá, Meta y Guaviare”, que contemplaba un plan piloto en los llanos del Yarí para mejorar las condiciones de vida de las comunidades campesinas. Pero en el balance presentado por las organizaciones sociales durante el encuentro de agosto, la conclusión fue contundente: los avances son escasos y las promesas siguen sin materializarse.
La implementación de la Paz Total no ha sido un camino lineal. Desde su arranque, la estrategia ha atravesado giros y reajustes que, en palabras de Camilo González Posso, presidente de Indepaz y exjefe negociador del Gobierno en la mesa con la disidencia Embf, pueden leerse en tres fases. La primera, que él llama “tirar la red”, se extendió entre 2022 y 2023, cuando el Gobierno abrió conversaciones simultáneas con distintos grupos armados. La segunda, “cerrar la red”, entre 2023 y 2024, estuvo marcada por la crisis con las estructuras más grandes y por el fraccionamiento de las disidencias. Y la tercera, en la que se encuentra el proceso hoy, es la de “dejar la red”: un momento en el que la prioridad ya no son múltiples frentes abiertos, sino la implementación del Acuerdo de Paz de 2016 y las negociaciones puntuales con facciones locales.
En este punto, una de las demandas que surge por parte de la sociedad civil es llegar a acuerdos sobre los cronogramas de trabajo con el Gobierno Nacional y así desarrollar los temas pendientes, según lo manifestó el líder de Coscopaas, Pedro Juan Suárez, al terminar el encuentro en la vereda El Triunfo.
Las mesas reunieron la participación de todos los actores implicados en la resolución del conflicto. / Fotografía: Mayra Ayala
Además, las organizaciones manifestaron la necesidad de que se considere su participación en la mesa de negociaciones. “Las comunidades campesinas siempre estamos como invitadas a estos escenarios, pero como siempre le hemos exigido también al Gobierno Nacional que nos haga partícipes directos, porque además nosotros somos quienes habitamos los territorios”, afirmó la profesora Lina Hincapié.
Días después del evento, en un comunicado el Embf señaló estar de acuerdo con la solicitud de las organizaciones sociales para tener participación en la mesa. Por su parte, el Gobierno no ha publicado todavía información sobre este encuentro y sobre el futuro de las negociaciones, particularmente del inicio del séptimo ciclo.
“Es de vital importancia como comunidades campesinas, como población civil, hacerle entender al Gobierno Nacional que la paz con justicia social no es el desarme de un actor armado. La paz que buscamos nosotros es la dignificación de nuestros territorios”, señala Lina Hincapié.
Frente al silencio que prima en esta etapa de las negociaciones, las organizaciones sociales y las comunidades que participaron en el encuentro en el Yarí siguen a la espera de las conclusiones y compromisos y de que se defina con claridad cómo se avanzará en los próximos meses.
Todo empieza con un canto. Un sonido seco, agudo y continuo que emerge del corazón de la selva amazónica. En el mes de agosto, cuando el sol se alza justo en el centro del cielo y la humedad cede paso al verano, las chicharras entonan su canto más intenso. Para los pueblos indígenas del Amazonas, ese sonido no es solo señal de calor o apareamiento de insectos. Es una melodía cósmica. Es el anuncio del tiempo de construir una maloca.
“Cuando canta la chicharra es cuando el sol se levanta bien en la mitad del horizonte”. Así lo dijo el abuelo Naidenama, del pueblo Murui-Muina, sabedor de la Gente de Centro, en el interfluvio entre los ríos Caquetá y Putumayo. La maloca —ese gran techo sagrado— sólo puede levantarse cuando el universo da su señal.
Porque la maloca no es una casa cualquiera. Es el epítome de la arquitectura indígena amazónica, afirma el investigador Jorge De Los Ríos Anzola. Un cuerpo vivo donde convergen saberes ancestrales, relaciones sociales, historia mítica, cosmovisión astronómica y conexión con el ecosistema. O como escribió la arquitecta Margarita Vásquez: “la maloca es una representación material del cosmos, de los ciclos naturales, de la abundancia en las chagras y del clima espiritual de la comunidad”.
Más allá de su estructura física —hecha de madera, palma y barro—, la maloca expresa una manera de estar en el mundo. Su orientación responde a los equinoccios. Su altura refleja la verticalidad del pensamiento. Su fogón central, encendido siempre, simboliza el fuego de la palabra. Sus columnas internas son como ancestros que sostienen el orden colectivo. Nada está ahí por azar.
Construir una maloca no es levantar paredes: es revivir la historia de origen del pueblo, reproducir las prácticas de interacción con la selva y preparar el espacio donde se darán los ritos de paso, las danzas sagradas, los consejos de los mayores y los silencios del duelo. La chicharra, que canta cuando el sol toca el cénit del trópico, no sólo marca el verano: marca el tiempo sagrado para comenzar a construir. Su canto —que según los sabedores puede ser el llanto de un joven abandonado, o la voz de una madre que perdió a sus hijos— une el ciclo ecológico con el calendario espiritual.
Este momento —el “tiempo de las chicharras”— es mucho más que un fenómeno biológico. Es una estación vivida y sentida. Una señal compartida por distintos pueblos amazónicos como los Ticuna, Yucuna, Tanimuka, Letuama, Matapí, etc. que reconocen en ese sonido el inicio de una nueva etapa de siembra, ritual, reunión y construcción. Y es así como se construye una maloca: con canto, con sol, con comunidad.
La maloca es el corazón palpitante de los pueblos indígenas amazónicos.
Una gran casa comunal de techo altísimo, tejida en palma, sostenida por columnas de sentido. No solo una estructura arquitectónica, sino un universo entero. Desde afuera parece una casa, pero para quienes la conocen, la han vivido y la han soñado, la maloca es templo, cosmos, útero, archivo, escuela, tribunal y escenario ritual.
Según el antropólogo Mauricio Pardo, la maloca no puede entenderse por partes: su diseño, su orientación, sus proporciones y su uso están profundamente conectados con la cosmovisión indígena, las estructuras de poder y los ciclos de la vida. “En ella se materializa un sistema de relaciones sociales, de roles, de posiciones, de poderes”, afirma. No es una vivienda colectiva: es un organismo vivo.
Desde el nacimiento hasta la muerte, desde la danza hasta el duelo, todo sucede bajo el techo sagrado de la maloca. Como bien lo explica Margarita Vásquez, “la maloca es el centro del mundo, donde se realiza el contacto entre lo celestial, lo terrenal y lo subterráneo”.
En la visión de la Gente de Centro y de la Gente de Jaguares de Yuruparí, la maloca es mucho más que un edificio: es una “casa madre” o un “útero” que abriga, protege y reproduce la vida. Como explica El tiempo de las chicharras: cosmología, tecnología y ecología en las malocas de la Gente de Centro y la Gente de Jaguares de Yuruparí, escrito por De Los Ríos Anzola, es una casa construida con seres vivos —troncos, hojas, bejucos— que antes de ser columnas fueron árboles-abuelo, antes de ser techos fueron hojas de palma bajo el sol. Estos materiales, considerados con vida propia, pertenecen a “otros dueños” espirituales con quienes hay que negociar, ofreciendo coca y tabaco, antes de poder incorporarlos a la construcción. Así, cada poste y cada fibra conservan su vitalidad dentro de la maloca.
En palabras de Maria Clara van der Hammen, en esta arquitectura “estructuras físicas, sociales y simbólicas se encuentran finamente interrelacionadas”. La maloca es a la vez una casa y una representación material del territorio y del cosmos. Y su construcción no es un acto técnico aislado, sino un proceso colectivo y ritual que involucra a toda la comunidad, saberes de ecología, astronomía, medicina y mitología. Como señala Jorge de Los Ríos Anzola, “es una casa sobre otra casa”: la maloca construida sobre el territorio, que a su vez es la gran casa de todos los seres.
Cada elemento tiene un valor simbólico: la geometría, la orientación cardinal, la altura del techo como montaña, las columnas como ancestros, el fogón como fuego de la palabra. Todos forman parte de un organismo vivo que media entre el mundo humano y la sociedad cósmica. Por eso, cuando una maloca se derrumba o se transforma en escenario para el turismo, no solo desaparece un edificio: se rompe un tejido de relaciones que sostienen la vida.
La cocina del casabe en la maloca Yucuna. Fotografía: Ángela Martin Laiton
Arquitectura que cuenta historias
La arquitectura de la maloca no es solo técnica, sino un saber vivo transmitido en las mingas de construcción, esos momentos donde la comunidad se reúne para construir y al mismo tiempo enseñar, transmitir historias, rituales y normas de convivencia. Esta pedagogía colectiva ha garantizado la supervivencia de la maloca por siglos, ensayada no desde planos, sino en la memoria de los sabedores. Cada corte de palma o amarre con fibras, cada frente que se define, está impregnado de significado profundo.
Los registros en primeras crónicas confirman la antigüedad y presencia extendida de estas estructuras. Pero lo que verdaderamente las mantiene vivas hoy es la continuidad de esos saberes en actos rituales y cotidianos. En la minga, los jóvenes aprenden a “leer” la selva, a interpretar sus ciclos, y participan en un acto colectivo que es al mismo tiempo físico, espiritual y pedagógico.
Además, como lo plantea la investigadora Ángela María Muñoz en su trabajo sobre arquitectura vernácula amazónica, estas viviendas son construcciones sostenibles, ecológicas, ecoluteranas: autoconstruidas, con materiales del entorno reutilizables, adaptadas al clima, eficientes y funcionales.
Las malocas funcionan también como espacios de cohesión social y preservación cultural. Son lugares donde se transmiten saberes de agricultura, de plantas medicinales y de tradición espiritual, consolidando la memoria viva de cada pueblo. Se estructuran como viviendas de varios clanes, orientadas con criterios sociales, espirituales y simbólicos: divididas en zonas masculinas y femeninas, con núcleos rituales centrales, entradas orientadas al oriente o al norte.
Lo que Jorge De Los Ríos llama “cosmología, tecnología y ecología” se hace visible cuando se evidencia cómo las malocas condensan historia y práctica. Durante siglos, los pueblos amazónicos han perfeccionado un sistema constructivo que responde al clima, a las estaciones y a la vida social. Una maloca puede durar décadas si se mantiene viva la práctica de repararla colectivamente.
En la cosmovisión de la Gente de Centro y la Gente de Jaguares de Yuruparí, la maloca es el universo en miniatura: su techo cónico es el cielo; el espacio central es el mundo humano; las bases y el suelo conectan con el mundo de abajo, donde viven los espíritus del agua y de la tierra. Allí, la arquitectura no es solo refugio: es un recordatorio constante de que todo está interconectado.
En las comunidades Ticuna, este vínculo entre estructura y relato es igualmente fuerte.
Construir una casa o una maloca implica seguir reglas que no son solo técnicas, sino también espirituales. No se corta cualquier árbol ni en cualquier momento; no se levanta el techo sin antes hacer ofrendas; no se cierra una obra sin celebrar con música, danza y comida compartida.
Las malocas: elemento fundamental para la tradición oral
La primera vez que escuché una narración Ticuna estaba sentada en una maloca amazónica de Puerto Nariño, viendo unas figuras hechas con yanchama y pinturas naturales extraídas de los árboles. Las figuras recreaban personajes de la tradición de este pueblo indígena: el chamán, el mono, Joi e Ipi, el niño boa, la avispa que picó a Ngüti. Afuera llovía con fuerza y el río, ya crecido, golpeaba las orillas como si quisiera ser parte de la conversación.
La voz de la abuela Alba Lucía Cuellar —una sabedora de piel curtida y ojos oscuros— parecía arrastrar consigo el eco de generaciones. No leía, no improvisaba: transmitía. Cada palabra estaba cargada de imágenes, como si no vinieran de ella, sino de un lugar más antiguo. Me habló de Ngüti, el creador de los Ticuna, de cómo separó el cielo y la tierra, de los peligros del bosque y de las lecciones que, si uno sabe escuchar, la tierra ofrece.
En Puerto Nariño, Leticia y las comunidades dispersas sobre el río Amazonas, los ancianos del pueblo Ticuna todavía reúnen a los niños en las malocas para narrar estas historias. Lo hacen en su lengua, aunque a veces mezclan palabras en español para que los más jóvenes comprendan. En esas sesiones, la yanchama —tejido hecho de la corteza del árbol de la misma especie— se convierte en lienzo para pintar escenas míticas. El resultado son imágenes que funcionan como recordatorio visual de lo contado.
La tradición oral es más que un ejercicio de memoria: es una estrategia de resistencia. Frente a la erosión cultural que trae la escolarización homogeneizante, el turismo masivo y la presión económica sobre la selva, contar y escuchar historias sigue siendo una manera de afirmar quiénes son.
El antropólogo y lingüista Pedro Cerdeira señala que, para los Ticuna, “la historia no es lineal, sino circular. Los relatos no empiezan ni terminan: vuelven a contarse con cada generación, pero cada vez se adaptan a lo que la comunidad necesita escuchar”. En ese sentido, las narraciones no son un archivo muerto, sino un organismo vivo que respira junto con la comunidad.
Sin embargo, las condiciones para que esta transmisión siga ocurriendo se ven amenazadas. En algunas comunidades, los jóvenes migran a ciudades como Leticia o incluso a Iquitos y Tabatinga en busca de educación o trabajo. Al hacerlo, se alejan no sólo físicamente, sino también de las prácticas cotidianas que sostienen la lengua y la tradición oral.
En las escuelas, los programas de educación intercultural bilingüe han tenido avances limitados. Muchos docentes, aunque pertenecen a la comunidad, se ven obligados a seguir currículos que priorizan el español y contenidos occidentales. La consecuencia es que, poco a poco, los espacios para narrar en lengua ticuna se reducen.
Por otro lado, el turismo, aunque genera ingresos, también altera la forma en que se presentan las historias. Algunas narraciones se acortan, se simplifican o se adaptan a un público foráneo que no siempre entiende su profundidad simbólica. El riesgo es que, en ese proceso, pierdan capas de significado que solo tienen sentido en el contexto cultural original.
Aun así, el canto de las chicharras sigue resonando cada agosto. Para quienes crecieron en la selva, es imposible escucharlo sin que la memoria despierte. En las malocas, bajo el techo que protege tanto del sol como de la lluvia, las voces se mezclan con ese sonido para contar, una vez más, cómo el creador separó el cielo de la tierra, cómo la avispa enseñó a defenderse, cómo la boa cuida de sus descendientes.
Esas historias, y las estructuras que las acogen, son también un recordatorio de que la selva no es solo un recurso, sino un territorio habitado por memorias y relaciones que no pueden medirse únicamente en términos económicos.
Los Ticuna, como muchos pueblos amazónicos, saben que su supervivencia no depende solo de conservar la selva física, sino también la selva de palabras, cantos y símbolos que han tejido durante siglos. En un tiempo en que el Amazonas se ve amenazado por la deforestación, la minería ilegal y el cambio climático, preservar esa dimensión cultural es tan urgente como proteger sus ríos y bosques.
Porque, como me dijo la narradora aquella tarde en Puerto Nariño, “si dejamos de contar, dejamos de ser”.
Cada maloca reúne al universo entero
Maloca Yucuna, km 22 vía Leticia-Tarapacá. Amazonas, 2025. Fotografía: Alex Rufino.
Imagina una gran casa tejida con hojas de caraná, erguida en medio de la selva. No es solo un refugio que protege del sol ardiente y de las lluvias torrenciales. Es una casa que respira, que guarda cantos, saberes y espíritus. Esa es la maloca: corazón de la selva, alma de los pueblos indígenas.
Pero el fuego del centro ya no humea como antes. Donde antes se escuchaba la palabra pausada del sabedor, ahora resuena la voz de una guía que, en inglés, traduce el supuesto “significado” de la danza del chontaduro, del ritual de la pubertad o de la pisada de una maloca. En las esquinas cuelgan hamacas ocupadas por turistas que se toman selfies, y de los postes tallados con símbolos ancestrales penden mochilas como recuerdos de vitrina.
Estación de peregrinación religiosa dentro de la selva. Amazonas, 2025. Fotografía: Alex Rufino.
Selva adentro, donde hace apenas unos años solo se oían los cantos de las aves, las voces ancestrales de las comunidades y caminos que contaban la historia de los pueblos, hoy se abren senderos de peregrinación religiosa. En lugar de maracas y tambores, suenan disparos de cámaras fotográficas; en vez de la palabra del mayor, irrumpen discursos cristianos improvisados. Algunos guías, ajenos a la comunidad, mezclan mitología indígena con entretenimiento ligero para turistas.
La abuela Matilde, de andar lento pero mirada firme, avanza descalza sobre la tierra que ha caminado por más de ochenta y cinco años. Contempla la estructura de la maloca con una mezcla de tristeza y rabia contenida. “Aquí antes se hablaba con respeto. Ahora solo se viene a dormir, a reír, a tomarse fotos como si fuera un hotel con historia”.
Maloca Uitoto en la vía Leticia-Tarapacá. Amazonas 2025. Fotografía: Alex Rufino.
La maloca —también llamada casona o tambo amazónico— es mucho más que una vivienda. Es el corazón ceremonial, político, espiritual y educativo de numerosas comunidades indígenas: Ticuna, Yagua, Bora, Uitoto, Yucuna y Tanimuca, entre otras. Sin embargo, hoy algunos de estos espacios, pilares de la vida comunitaria, se ven reducidos a simples escenografías para el consumo trivial del turismo.
Maloca Ticuna en la comunidad de San Juan de los Parentes. Amazonas, 2025. Fotografía: Alex Rufino.
Las únicas personas que pueden dirigir, recibir y guiar en una maloca son los abuelos que, tras años de preparación, encarnan su espíritu y se convierten en la voz de este espacio. “Pero he visto personas que construyen una maloca solo para recibir turistas; son malocas frías, vacías, lejos del verdadero sentido de estos lugares”, denuncia Deisy Sánchez, guía y lideresa Ticuna.
La maloca representa el mundo simbólico y físico de la comunidad. Su arquitectura responde a la cosmovisión: las entradas se orientan hacia los puntos cardinales y el techo, con aberturas que miran a las estrellas, simboliza el cielo y el viaje onírico de los grandes sabedores de cada cultura.
Construcción de una maloca a orillas del río Amazonas. Fotografía: Alex Rufino.
Las malocas no son casas comunes. Son el latido de las comunidades, el lugar donde los abuelos siembran el pensamiento ancestral, donde los bailes rituales —como el del chontaduro o el de la pubertad— marcan el pulso del tiempo, y donde la palabra, guiada por el humo del tabaco, conduce al equilibrio espiritual y social. Allí, el techo respira con las estrellas y las paredes guardan memorias antiguas.
Pero hoy, muchas de estas estructuras han sido despojadas de su esencia. En lugar de hogueras, hay bombillas led; en vez de esteras de palma, colchones y hamacas para huéspedes; donde antes había silencio y recogimiento, ahora hay señal de internet y el clic incesante de los teléfonos. Un espacio sagrado convertido en escenario para selfies y videos de TikTok.
“Normalmente los turistas quieren ver personas con coronas de plumas, tintes en la piel, vestidos tradicionales dentro de las malocas. Y si no lo ven, se molestan y reclaman que eso no es lo que pagaron”, cuenta, con cierto cansancio, una operadora de turismo local que, por seguridad, pide reservar su nombre.
En la ruta turística de Leticia han proliferado malocas construidas expresamente para el turismo, desvinculadas por completo de su linaje tradicional. Algunas son administradas por personas no indígenas, con fines puramente comerciales, y en su interior se mezclan prácticas evangelizadoras, decoración exótica y discursos huecos, vaciados de todo contenido espiritual.
Mayor espera un grupo de turistas en una maloca en el Amazonas. Fotografía: Alex Rufino.
“Nos dicen que estamos progresando porque llegan más turistas, pero yo solo veo que estamos vendiendo nuestras raíces. Si perdemos la maloca, perdemos el alma del pueblo”, sentencia el mayor Sebastián Yucuna, con la voz grave de quien ha visto desdibujarse el mundo que heredó.
Las autoridades locales y los organismos culturales cargan con una deuda impostergable: trazar políticas claras para la protección y el uso digno de las malocas. No se trata de cerrarles el paso al mundo, sino de abrirlo con respeto, coherencia y orgullo. Los mayores afirman que la interculturalidad no puede ser una vitrina que exhiba lo exótico para saciar la curiosidad ajena; debe ser un puente de ida y vuelta, donde el diálogo preserve y enriquezca.
Porque las malocas no son hostales, ni templos del turismo místico. Son casas del pensamiento, guardianas de una memoria que no admite convertirse en espectáculo. Y mientras el turismo avanza como río crecido, el espíritu de la maloca se desvanece, como humo que se disuelve en el amanecer.
Maloca Bora en la vía Leticia-Tarapacá. Amazonas, 2025. Fotografía: Alex Rufino.
Es importante recordar que hoy las malocas siguen en pie, pero enfrentan vientos nuevos que soplan desde todos los rincones del mundo. No basta con mirarlas como un atractivo turístico: hay que reconocerlas como territorios vivos. Si las respetamos, si escuchamos a sus guardianes, dueños y protectores, quizá podamos aprender a habitar el mundo de otra manera: con raíces que nos sostengan, con memoria que nos guíe y con comunidad que nos abrace. Porque cuando una maloca cae, no solo se pierde un techo: se derrumba una forma de entender la vida.
El bosque seco tropical del sur de La Guajira no habla en voz alta. No ruge como la selva húmeda ni se impone con verdor. Pero está. Y en su silencio sostiene la vida. Bajo los 34 grados a la sombra, donde el suelo parece quebrarse de sed, este bosque —de apariencia áspera y polvorienta— es mucho más que sombra: es el alma de un territorio. Guarda el agua en sus raíces, alimenta los cultivos, provee frutos, leña, plantas medicinales y ayuda a que el clima no sea del todo hostil. “El mundo siempre es nuevo... por muy viejas que sean sus raíces”, escribió Ursula K. Le Guin en El nombre del mundo es bosque. En Cañaverales, esa frase parece escrita para este paisaje: un mundo que resiste, que renace cada temporada, y que lleva siglos pensando en cómo sobrevivir a la sequía, cómo alimentar a quienes lo habitan, cómo mantenerse vivo aunque nadie lo escuche.
Para Orangel Moya, habitante del corregimiento de Cañaverales, ese calor “ni siquiera es tan caliente”. Lo dice con la serenidad de quien ha vivido toda su vida entre la maleza, la brisa tibia y los árboles medianos de este ecosistema. “Aquí todavía hay oxígeno, hay arborización, hay agua”, dice mientras enumera lo que el bosque le da.
“Tenemos un manantial que nos provee de agua las 24 horas del día, los 365 días del año. Nunca se va. Y con eso vivimos: para la agricultura, para la casa, para todo”.
Cada mañana, Orangel se levanta para ir a la finca heredada de su padre. Cultiva yuca, plátano, maíz, ají, frijol. Riega la tierra cuando le toca el turno, cuida los animales, camina el monte. No lo hace solo: el bosque lo acompaña. “Nosotros somos una población netamente de campesinos, de agricultores que sin el agro no vivimos, y con el bosque seco tropical convivimos. Sabemos lo valioso que es para nuestra vida”.
La relación entre las comunidades y el bosque no es romántica ni simbólica: es práctica, cotidiana, profundamente ligada a la supervivencia. “Aquí conseguimos prácticamente todo. Aquí conseguimos cazar, conseguimos medicina, conseguimos alimento”. En sus prácticas diarias están impresos saberes transmitidos por generaciones. Entre la yerbabuena para los dolores estomacales, la tuatúa para la piel o la malva que usan las mujeres para calmar los cólicos menstruales, el bosque es también botiquín. “Tenemos toronjil, flor escondida —que es buena para los riñones—, verbena para la gripa, la tos. Todo eso crece aquí. Es natural. Se consigue en cualquier parte”.
Pero Orangel también sabe que ese equilibrio es frágil. Aunque las comunidades han dejado atrás prácticas como la tala y quema extensiva, y ahora impulsan lo que llaman “buenas prácticas agrícolas” —como preparar la tierra a machete, evitar herbicidas volátiles o controlar el fuego con cortafuegos naturales—, la amenaza que se cierne sobre el bosque viene de fuera:
“El riesgo más latente que tenemos ahorita es la pretensión de hacer minería aquí, de carbón a cielo abierto. Eso acabaría con el poquito bosque seco que nos queda. En Colombia ya se está acabando. Y si se pierde, no habría razón para vivir aquí”.
Porque, como él mismo dice, “nosotros necesitamos más del ecosistema que el ecosistema de nosotros. Si lo dejamos solo, solo él se conserva. Entonces la relación es que tenemos que procurar vivir con él y protegerlo”. En ese pacto silencioso, el bosque sostiene la vida, y la vida sostiene el bosque.
Para Moises Arciniegas, joven de la región, convivir con la fauna silvestre del bosque seco tropical se ha vuelto parte de la rutina. “Se ha vuelto costumbre, es algo del día a día que yo salga en mi bicicleta y vea animales exóticos”, cuenta. Ha visto osos hormigueros, mapaches, reptiles. Y aunque la sorpresa se haya vuelto costumbre, aún no pierde la emoción de grabar cada avistamiento.
Cría de mapache. Vídeo: Betsabé Molero
Es testigo de una biodiversidad que a simple vista puede parecer escasa, pero que en realidad es riquísima. La zona donde vive —el área del manantial de Cañaverales— es un relicto de bosque seco tropical entreverado con parches de bosque muy seco y matorrales xerofíticos. Es un punto de transición ecológica, explica Manuel Manjarrez, ingeniero forestal de Corpoguajira, donde se cruzan múltiples ecosistemas y se alojan especies adaptadas a condiciones extremas de clima y suelo.
Allí crecen árboles que superan los 30 metros de altura, con diámetros de más de un metro, como el guáimaro, el roble, la caoba o el corazón fino, todos fundamentales para la conservación del ecosistema. Son árboles fuente, semilleros naturales que permiten que la vida del bosque se regenere por sí sola.
Este paisaje, aunque golpeado por la expansión ganadera y agrícola, aún conserva una estructura forestal capaz de sostener una gran diversidad de fauna: aves, mamíferos, reptiles, murciélagos. Dispersores naturales de semillas que, como Moisés, recorren diariamente este bosque y mantienen su equilibrio. La presencia de especies caducifolias —que sueltan sus hojas en tiempos de sequía para ahorrar energía— indica que allí persiste un ecosistema que sabe resistir y adaptarse. Pero también uno que está en riesgo. Si desaparecen estas coberturas vegetales, se pierde no solo la fauna asociada: se corta el flujo de agua subterránea que alimenta al manantial, se reduce la regulación térmica, se destruyen hábitats y desaparece la fertilidad de los suelos. En palabras de Manjarrez, “si no estuviera esa cobertura vegetal, el manantial se secaría”. Así de sencillo. Y así de grave.
Por eso, lo que para Moisés puede parecer una simple escena —un jaguar desplazado, una bandada de aves que migra, un zorro cruzando la trocha— es, en realidad, una señal de alerta. El bosque seco tropical es, según datos de Corpoguajira y el IDEAM, el ecosistema más amenazado del país. Aunque en La Guajira aún sobreviven unas 122.000 hectáreas, muchas están fragmentadas, rodeadas de potreros o expuestas a la minería. Para salvarlo, se necesitan más que esfuerzos institucionales o cifras: se necesita, sobre todo, que esa emoción que Moisés siente al ver un animal se transforme en compromiso colectivo por conservar el último pulmón de sombra, agua y vida de este rincón del Caribe colombiano.
El bosque seco tropical es, según datos de Corpoguajira y el IDEAM, el ecosistema más amenazado del país.
La importancia de este ecosistema es también reconocida por quienes lo han estudiado a profundidad. Alexandra Rueda, bióloga, microbióloga y doctora en ciencias, lleva más de 15 años dedicada a investigar la biodiversidad de los bosques secos tropicales (BST) y, en particular, el comportamiento ecológico y evolutivo de las especies que habitan en sus ambientes extremos.
Para ella, es fundamental dejar atrás la idea errónea de que estos paisajes son desiertos infértiles. “Estos bosques, aunque se les llame desiertos, no lo son. Tienen alta biodiversidad y funciones ecológicas críticas como la regulación del agua, el almacenamiento de carbono y la protección frente al cambio climático”, afirma.
Explica que el BST tiene una estacionalidad muy marcada, con largas épocas de sequía y lluvias concentradas en pocos meses del año. Es en ese breve lapso de agua cuando el paisaje se transforma y explota en vida: brotan los pastos, germinan cientos de especies vegetales, se activa la reproducción animal y se reorganizan las redes tróficas. Esa breve ventana de abundancia es lo que sostiene la resiliencia de todo el ecosistema.
En el caso de La Guajira, esa resiliencia ha sido puesta a prueba. Según datos de Corpoguajira, en el departamento aún sobreviven 122.552 hectáreas de bosque seco tropical, aunque dispersas en parches cada vez más fragmentados y presionados por la expansión ganadera, minera y urbana.
Manuel Manjarrez resalta que estos bosques cumplen una función esencial en la regulación hídrica: “En una zona donde el agua es un lujo, el bosque ayuda a conservar las cuencas y a filtrar el agua en el subsuelo gracias a su cobertura vegetal y sus suelos arenosos”.
Alexandra Rueda lo explica en detalle: al tener raíces profundas, las plantas del BST mantienen el suelo estructurado, evitan la erosión y favorecen que el agua no se pierda por escorrentía hacia el mar, sino que se filtre hacia los acuíferos subterráneos. En un territorio donde la desertificación avanza y los vientos marinos arrastran la humedad tierra adentro, esta función es vital. “El bosque actúa como un tapón ecológico, evita que el desierto se extienda”, dice Rueda.
Además, muchas de sus especies vegetales son capaces de almacenar carbono en sus troncos, raíces y hojas, lo que contribuye a frenar el calentamiento global desde uno de los ecosistemas más amenazados y olvidados del país.
El corregimiento de Cañaverales es ejemplo de esa resiliencia. Allí, el agua corre todo el año gracias al manantial que ha sido declarado reserva forestal protectora por Corpoguajira. “Este es uno de los pueblos al que el agua nunca se le va”, dice Orangel Moya. Tienen suministro constante para consumo humano, riego y uso doméstico. Y eso, en La Guajira, es casi un milagro. En otras zonas del departamento, las familias deben esperar carrotanques durante semanas o caminar varios kilómetros para conseguir agua. En Cañaverales, en cambio, la presencia del bosque ha sido garantía de vida.
El bosque, además, mitiga los efectos del cambio climático. Las plantas que allí habitan, adaptadas a sequías prolongadas, almacenan CO₂ en troncos, hojas, raíces y suelo. Son reservorios naturales de carbono que capturan gases de efecto invernadero. Y también son hogar de especies endémicas, muchas en peligro crítico de extinción. Entre ellas están los titíes cabeciblancos, el paujil del género Crax, ocelotes, armadillos y murciélagos que dispersan semillas y controlan plagas. “Casi todos están en peligro crítico”, advierte Alexandra Rueda.
En cuanto a flora, el bosque conserva especies como ceibas, guayacanes, leguminosas como el Prosopis, y diversas cactáceas adaptadas a la aridez. Son plantas clave para la fertilización del suelo, la regulación térmica y la sostenibilidad de las redes tróficas. Sin ellas, colapsarían las cadenas alimenticias y se alteraría por completo el equilibrio del ecosistema.
Pero este equilibrio está en riesgo. “Según el Instituto Humboldt, en diez años podría desaparecer completamente el bosque seco tropical si no se toman acciones urgentes”, alerta Rueda. En Colombia queda menos del 8 por ciento de lo que existía hace una década. Las causas: la expansión minera, la agricultura extensiva, la deforestación, la urbanización informal, la tala para leña y la falta de regulación efectiva. “Muchos de estos bosques están en territorios privados, por lo que no pueden ser convertidos en parques nacionales. Solo se pueden declarar reservas si los propietarios lo permiten”, explica la bióloga.
En La Guajira, esta desprotección ha tenido consecuencias devastadoras: suelos cada vez más áridos, lluvias erráticas, temperaturas extremas y una acelerada desertificación. Ifener Mendoza, ingeniero ambiental y habitante de Cañaverales, lo ha vivido en carne propia. Denuncia la deforestación indiscriminada, el turismo sin control y la amenaza latente de explotación minera por parte de la multinacional BCC. “El impacto podría ser irreversible. Si desaparece el bosque, se pierde el manantial. Y con él, todo el equilibrio ecológico de la región”.
La comunidad no se ha quedado de brazos cruzados. En Cañaverales, se han organizado para proteger el bosque y el manantial que lo sostiene. Han creado grupos de vigilancia para impedir el acceso de turistas no autorizados, con el apoyo de la Alcaldía, Corpoguajira, la Policía y el Ejército. También han impulsado caminatas ecológicas, campañas de recolección de residuos y jornadas de reforestación con especies nativas. “Antes se practicaba la tala y la quema, ahora eso se ha controlado”, cuenta Orangel. “La gente ha aprendido que si tumbamos el bosque, se nos acaba el agua. Y eso nos obliga a cuidarlo”.
Incluso han transformado sus prácticas agropecuarias. En vez de usar químicos, ahora hacen compost con residuos orgánicos, utilizan semillas nativas y han reducido la presión sobre el bosque. Algunos jóvenes se han capacitado en agroecología y técnicas de conservación. Otros se han sumado a proyectos de educación ambiental en las escuelas, donde aprenden y enseñan el valor del bosque seco tropical desde pequeños.
Para Alexandra Rueda, el papel de estas comunidades es clave. Son ellas quienes han habitado el ecosistema por generaciones y conocen sus ciclos, sus especies y sus amenazas. “La ciencia no puede ejecutar proyectos de conservación sin las comunidades. Ellos son los guardianes tradicionales del bosque seco tropical y deben liderar los procesos”. En su visión, el rol de los científicos es guiar, apoyar, formar, pero no reemplazar. “Los programas de conservación que no incluyan a la comunidad no son sostenibles”.
Un ejemplo de esa articulación se ve en la reserva del manantial de Cañaverales, donde las personas se reconocen como una comunidad hidrosocial. Allí, han tejido una relación espiritual, cultural y económica con el agua. No solo la consumen: la celebran, la protegen, la sienten. Saben que, sin ella, también se agota el bosque. Y que sin bosque, no hay territorio posible.
Ifener Mendoza lo resume así: “El bosque seco tropical produce oxígeno, conserva la biodiversidad, sostiene el agua y nos sostiene a nosotros. Si lo perdemos, nos perdemos con él”.
Además de ello, el bosque seco tropical tiene una estacionalidad marcada por la lluvia y la sequía, lo que lo convierte en un lugar de biodiversidad altísima, adaptado a condiciones extremas. La vegetación caducifolia, los suelos áridos y la fauna endémica crean una red ecológica compleja que, además de sostener la vida local, juega un papel vital en la regulación climática y la protección de las cuencas hídricas.
“Se piensa que, al ser seco, tiene pocas funciones ecosistémicas, y es todo lo contrario”, asegura Rueda. Las raíces largas de las plantas evitan la erosión, los suelos arenosos permiten la filtración del agua, y muchas especies leñosas almacenan grandes cantidades de carbono. Todo esto convierte al bosque seco en un “tapón ecológico” que impide el avance de la desertificación, especialmente en zonas tan vulnerables como el sur de La Guajira.
Pero no se trata solo de funciones ecológicas. La pérdida del bosque seco tropical implica también la desaparición de saberes ancestrales asociados a su flora y fauna. “Muchas de esas especies que se van perdiendo tienen un valor en medicina y cultura que no se puede retener”, lamenta Rueda. La desaparición de especies como el tití cabeciblanco, el paujil o incluso la viuda negra Latrodectus garbae, una araña sombrilla endémica de la Tatacoa que estuvo extinta localmente entre 2016 y 2021, implica no sólo la ruptura de redes ecológicas, sino también la pérdida de conocimiento y equilibrio.
Por eso, alternativas como el ecoturismo y la educación ambiental aparecen como caminos posibles, tanto para las comunidades como para la ciencia. “No se puede esperar que las comunidades dejen de extraer del bosque: han vivido de él durante generaciones. Pero sí podemos, desde la ciencia y la agroecología, ofrecer rutas que les permitan hacer extracciones sostenibles que no comprometan el futuro”, propone Rueda.
En Cañaverales, esa ruta ya comenzó. Es un camino sembrado de conciencia, cuidado y resistencia. Allí, donde el sol quema y el agua escasea, el bosque seco tropical no es un desierto: es un corazón verde que aún late. Y mientras lo haga, todavía hay esperanza.
Desde hace más de tres décadas, Carlos Alberto Minú recorre la ruta entre San Vicente del Caguán y Neiva. Ha visto pasar gobiernos, contratos e intervenciones, pero el estado de la vía sigue casi igual. Hoy, recorrerla es tan difícil como cuando las obras apenas eran una promesa. Esta semana no ha podido salir del municipio: la carretera está cerrada por derrumbes e inundaciones provocadas por las lluvias. La situación es tan crítica que, en algunos tramos, el agua llega al pecho de quienes se atreven a cruzar, entre el barro y el miedo de que la montaña colapse.
Vía San Vicente Balsillas. Foto: Emisora de Paz San Vicente del Caguán.
“Consumimos más llanta, suspensión, el sistema de frenos, y es casi que un desajuste del vehículo cada dos viajes; prácticamente trabajamos a pérdidas”, lamenta Minú. No han sido pocas las veces que ha tenido que bajarse del camión para destapar alcantarillas, limpiar cunetas o despejar la vía de maleza. Pero, a pesar de todo, no ve avances.
La otra vía de acceso a San Vicente, que lo comunica con Florencia, la capital del departamento, atraviesa una situación similar. Aunque sobre el papel ofrece una conexión, en la práctica no representa una alternativa real para la mayoría de los sanvicentunos. En 2021 se firmó el contrato de obra No. 991 para el mantenimiento, mejoramiento y gestión predial, social y ambiental de ambas rutas, que suman en total 344 kilómetros. Sin embargo, a mitad del tiempo previsto para su ejecución, en el municipio los avances son casi imperceptibles.
El contrato surgió en el marco de la reactivación económica después del Covid 19 y su tiempo de ejecución es hasta el 2030. Es una vía entregada en concesión durante 10 años entre el Instituto Nacional de Vías y el Consorcio Vías Nacionales del Sur y Oriente, integrado por: KMA Construcciones S.A.S. (con una participación del 90 por ciento), la constructora Ema Ltda con un cinco por ciento y Cicon S.A.S con el cinco por ciento restante. Las obras iniciaron el 29 de junio de 2021 y supone una duración de 114 meses. La inversión total fue de $409.452 millones de pesos.
Y aunque en el papel el proyecto es esperanzador, en el terreno no concuerda. Cuando se formuló el contrato, en todo el trayecto había 100 kilómetros en afirmado, aproximadamente 84 Kilómetros en pavimento flexible y aproximadamente 160 Kilómetros con tratamiento de asfaltita, pero todos estaban en regular o mal estado. Y en vez de mejorar, con el pasar de los años las condiciones han empeorado notablemente y los tiempos en carretera cada vez se alargan más.
A esto se suma las denuncias de veedores del municipio, como el personero Camilo Lozada, que asegura que el dinero no va a ser suficiente, pues la ejecución de casi la mitad del presupuesto está planeado para 2029 y 2030, y la intervención a cuenta gotas del resto de años va a empeorar las condiciones de la vía.
La ruta hacia Neiva como salvavidas para San Vicente del Caguán
Para llegar al Huila desde San Vicente del Caguán hay solo dos opciones: tomar la vía por Florencia, lo que implica varias horas más de viaje, o arriesgarse a quedar atrapado en un derrumbe por el tramo en construcción en el sector de Balsillas. Lo que podría ser un corredor para el desarrollo y la reactivación económica se ha convertido, en cambio, en una trampa y una amenaza.
“Viajo a Neiva por diferentes razones, me gasto siete horas en transporte público tipo camioneta, pero en épocas de lluvia la vía es muy riesgosa, hay deslizamientos de tierra y rocas, pasos estrechos y abismos a los costados en algunos tramos, pero prefiero venirme por esta vía que dar la vuelta hasta Florencia”, cuenta Johana Mora Ortiz, habitante del casco urbano de San Vicente del Caguán.
Poder llegar a Neiva sin tener que dar la vuelta por Florencia es un sueño viejo. En noviembre de 2015 el Invias anunció que el consorcio SIP, integrado por Saitec S.A. Sucursal Colombia, Ingeniería Consultoría y Planeación S.A. y Planes S.A, iba a elaborar los estudios y diseños para la pavimentación de la carretera Neiva - Balsillas - Mina Blanca - San Vicente del Caguán, en los departamentos de Huila y Caquetá.
Luego la firma del Acuerdo de Paz en 2016 les dió más esperanzas a los sanvicentunos: “Ahora que se empieza a consolidar la paz en éstos territorios que fueron azotados por los terribles vientos de la guerra, renace la esperanza de que finalmente veamos construida y pavimentada una buena carretera”, decía un medio de comunicación en septiembre de 2017. No fue sino hasta cuatro años después que empezaron las obras de pavimentación y mantenimiento de los 110 kilómetros de vía, y a la fecha, poco ha cambiado.
La Zona de Reserva Campesina es una despensa agrícola que surte al municipio y también distribuye productos al Huila. Para las comunidades rurales de veredas como: Coreguaje, Miravalle, Vista Hermosa, El Venado, La Paz, Cristo Rey, San Jorge, Valdivia, Las Morras, Las Vegas del Pato y otras, esta vía es una prioridad por la movilidad de todos sus productos agrícolas vitales para la economía del municipio, así como el acceso a la educación, salud, turismo y otras actividades.
Pese a que el mapa diga que San Vicente del Caguán está más cerca de Florencia, la vida de los habitantes está conectada por la trocha a Neiva, aunque sea un riesgo.
El tiempo estimado por trayecto es de seis horas aproximadamente; pero para vehículos grandes y camiones no es suficiente la pavimentación a la altura de la zona plana de Balsillas y deben recorrer entre nueve a diez horas más dando la vuelta por Florencia.
Yuri Andrea Rojas Polania, agricultora de la vereda de los Andes, viaja a Neiva al menos una vez al mes por temas laborales y de salud, principalmente. Normalmente se demoraba cinco horas desde la oficina de la empresa de transporte, en el caserío, pero el tiempo cada vez aumenta más:
“el estado de la vía en invierno empeora, uno se puede demorar mucho más tiempo porque hay muchos deslizamientos, mucho movimiento de tierra (...) en una semana puede estar tapada la vía todos los días, por ejemplo. Y el tramo más peligroso es desde Las Morras hacia Guayabal, es el área donde frecuentemente hay mayores deslizamientos de tierra. Me he quedado atrapada en medio de dos deslizamientos y no puedo ni devolverme, ni llegar a casa tampoco” afirma.
Cada semana, decenas de personas como Yuri y Johana se levantan de madrugada para recorrer un viaje largo y riesgoso hacia Neiva por la vía del Pato y Valle de Balsillas en la zona de reserva campesina, no por capricho, sino por necesidad. En Neiva están las clínicas de tercer nivel, hay acceso a especialistas y hospitales universitarios, mientras que en Florencia hay una oferta limitada. También es mayor la oferta de comercio y la variedad en precios competitivos, así como el servicio de transporte directo a ciudades como Bogotá: los buses salen cada hora, mientras que desde Florencia hay menos rutas o se requiere hacer transbordo. “Esa vía nacional es la salida y entrada más corta que conecta al departamento del Caquetá con el Huila” dice Yuli Tatiana Castillo Vergel, habitante de la inspección de Guayabal.
Resistencia y lucha por la vía
Por años los derrumbes, los huecos, y los cierres en la vía han afectado a los transeúntes. En julio de 2023, las lluvias provocaron derrumbes que cerraron varios tramos del corredor Neiva–San Vicente, con intervención del contratista a cargo de la obra. En mayo de 2024, varios derrumbes en los siete kilómetros entre la vereda La Campana y Las Morras cerraron la vía temporalmente. Un mes después, en junio de 2024, se registraron al menos 20 deslizamientos entre Miravalle y La Rovira, bloqueando completamente el paso y obligando a la comunidad a hacer mingas y usar cargadora para habilitar el corredor.
Este año la situación no es diferente: nuevos derrumbes en Guayabal (sector Los Andes), y en La Libertad, paralizaron el tráfico y dejaron incomunicadas a poblaciones rurales. Esto termina perjudicando a los campesinos y generando pérdidas de algunos de sus productos de cosechas ”Los campesinos terminan perdiendo porque el plátano llega a su tiempo de cortada, o llega el tiempo de sacarlo al comercio, y si no se saca eso se madura y finalmente termina en las plataneras perdiéndose o en donde tienen cerditos pues se lo dan a los cerdos, pero finalmente ese producto se pierde”, asegura Jefferson Rubiano Reyes presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda la Libertad.
En medio de este panorama, y la poca respuesta institucional, han sido las comunidades las encargadas de mediar en el problema. La maquinaria que asiste estas situaciones de emergencia es propiedad de la Asociación Municipal Colonos del Pato (Amcop), una organización sin ánimo de lucro constituida en 1997 y que representa a 27 Juntas de Acción Comunal de la Zona de Reserva Campesina El Pato y Valle de Balsillas - ZRC. “En el último año sí he visto que ha mejorado la rapidez con la que remueven la tierra, pero no tiene absolutamente nada que ver con Invias o con la mano del Estado. La Amcop buscó una solución al alcance de los recursos del peaje de Guayabal, compraron una maquinaria amarilla para destapar las vías de manera oportuna, en vez de quedar esperando que les atendieran los llamados porque eso siempre tardan”, afirma Yuri Andrea Rojas.
En esto coincide Ivan Fiallo, comerciante y veedor del contrato: “Los daños ocasionados por el invierno los atiende en su mayoría Amcop y hasta las empresas privadas como Cootranscaguán, Pony Express, Transyary del municipio, han puesto plata para el combustible de la maquinaria de Amcop. El contrato menciona que hay operarios en la vía, pero siempre responde la organización social” afirma.
Fiallo asegura que en mayo el Invías recorrió la ruta Balsillas-Minas Blancas y encontró que se debe ampliar la carretera, hacer alcantarillas y comprar asfalto. Le aseguraron a la veeduría que a la mitad del tiempo estimado para este contrato, en todo el corredor hay un avance físico del 20,61 por ciento. Los líderes aseguran que es una situación desmotivante: “La contraloría lo sabe, la procuraduría departamental lo sabe, pero sigue lo mismo. La gobernación no opina, no responde, es muy duro. Preguntamos sobre el monto para el mantenimiento, la empresa KMA menciona que no hay, nosotros ya no sabemos ni qué hacer”, agrega.
Javier Soto, dirigente agrario y habitante de Balsillas, asegura que el proyecto engañó a los habitantes de este sector: “al hablar inicialmente de 400 mil millones para una ampliación de la carretera Neiva-Balsillas uno imagina que con esto alcanza para su implementación, incluso la reactivación económica que menciona, pero al leer letra chiquita es muy poco. ¿Si la plata gruesa está en la otra ruta San Vicente-Florencia por qué tampoco avanza?, y claro uno diría la gente necesita ese corredor, pero yo viendo el flujo de gente y carga que se ve por este lado y pensar en la reducción de costos que eso implica, esta vía es fundamental, de pronto hay otros intereses que no permiten que éste corredor se active como debería”.
"El avance de la ruta 3001, que implica el departamento del Huila para su ejecución, está en alrededor de seis kilómetros con tres años de trabajo entre el puente el Guayabo y el cruce de Vega Larga hasta las Nieves, pero no ha llegado al departamento del Caquetá aquí a Balsillas. Hay unas compañías de ingenieros que están raspando y están aplicando afirmado y haciendo cunetas en concreto (...) Un mantenimiento completo para este corredor que atraviesa la Zona de Reserva Campesina no se hace desde 1998 justamente en ese tiempo yo fui inspector de carretera y por eso lo tengo claro” afirma Soto.
Florencia: una ruta más larga, menos preferida y sin soluciones de fondo
Vía San Vicente-Puerto Rico. Foto: Sirley Muñoz.
Por el otro extremo no es muy diferente, aunque la vía hacia Florencia tiene tramos pavimentados y mayor flujo institucional, el camino por Puerto Rico, El Doncello, El Paujil y La Montañita implica una vuelta larga, costosa y poco eficiente para quienes necesitan respuestas inmediatas. Huecos de extremo a extremo, pérdida en la banca dejando sólo un carril, deslizamientos de tierra, tramos con aberturas de seis centímetros cada medio metro, vacíos en la carretera por condiciones geográficas, cruce de quebradas y sin iluminación. Transitar se ha convertido en una odisea, casi como camino de herradura en algunos tramos, comparándose como en épocas anteriores del 2000.
Cielo Barrera, habitante de la vereda Planadas del Yarí y actual concejal afirma que esta situación deja al municipio incomunicado: “El municipio está completamente aislado, la vía se convierte en un riesgo, uno gasta más en pasajes, el viaje es más largo, y al final en Florencia no hay los servicios que uno espera. Los médicos igual lo remiten para Neiva o Bogotá (...) Se ve afectado el desarrollo del municipio, se ve afectada la economía. Suben los fletes, los productos llegan más caros y en invierno es una odisea viajar por ahí. Las personas tienen que empujar los carros para poder salir”.
A esta percepción, dice Barrera, se suma el abandono de varios tramos rurales que conectan a las veredas con la vía principal, lo que genera una doble exclusión: del municipio hacia la capital y de las zonas rurales hacia el propio casco urbano. “La doble desconexión deja a San Vicente como una isla en tierra”, agrega.
A pesar de que el contrato 991 cubre el mantenimiento y la atención de emergencias de más de 350 kilómetros de vía, solo contempla la pavimentación de 47 kilómetros, distribuidos en diferentes tramos críticos del corredor. El contrato fue hecho para mantener y garantizar la transitabilidad de cuatro vías nacionales con rubros que inluyen pavimentación, remoción de escombros, manejo predial, manejo ambiental y mantenimiento, compra de predios y licencias ambientales.
Hasta la fecha, según las cifras entregadas por la veeduría y la Personería municipal, el avance en pavimentación no supera los 8,75 kilómetros, y solo se ha ejecutado alrededor del 26% del presupuesto total. Así lo confirma la estructura financiera del contrato, la mayor parte del dinero está programado para ejecutarse entre 2028 y 2030.
Con ese panorama la paciencia se agotó para muchas comunidades. En abril de este año hubo un bloqueo en el sector de las Delicias en el municipio del Paujil vía a Florencia y movilizó al Ministerio de Transporte. Como resultado de la protesta, el Gobierno asignó 3.600 millones de pesos adicionales para intervenir el puente Las Delicias, considerada obra de prioridad y paso crítico. “Gracias a ese paro tenemos los 3.600 millones que va a adicionar la ministra de transporte para el Puente las Delicias, pero lo que debemos defender es que sea para la vía Puerto Rico - San Vicente”, resalta Camilo Lozada, personero municipal.
La personería y veedurías municipales están liderando una iniciativa para adelantar recursos y avanzar más rápido: aplicar la cláusula de “uso de la opción”, incluida en el contrato. Esto permitiría adelantar recursos de vigencias futuras para acelerar las obras. “El contrato lo menciona y significa traer el 70 por ciento de una vigencia superior”, explica Lozada. Sin embargo, hasta ahora, ni el Ministerio de Transporte ni Invías han autorizado su aplicación. “Si todo el norte del departamento del Caquetá se uniera para presionar y para hacer gestión, sí se podría hacer”, insiste el personero.
“Los más perjudicados por la lentitud de la obra son todos lo sanvicentunos y visitantes: productores, transportadores, enfermos y comerciantes; el ganado que sale en pie se maltrata, los fletes se duplican, el café, cacao y cosechas no sale a tiempo o se pierden, vehículos de carga pesada y de pasajeros se dañan, los camiones siguen serpenteando en la vía para evitar daños y perjuicios, generando accidentes, además de la delincuencia que se ha aprovechado de esta situación” comenta Carlos Minú, conductor de transporte público. Una afectación de extremo a extremo en el municipio.
La falta de formación y apoyo técnico a la veeduría también dificulta el ejercicio significativo y constante, tampoco reciben remuneración por esta acción lo que les deja en desventaja para priorizar esta función.
“A nosotros nadie nos formó para la veeduría. Hemos llegado porque nos duele. Lo más terrible es que ni ejecutan la obra ni hay plata para el mantenimiento”, lamenta Iván Fiallo.
La desconexión vial de San Vicente del Caguán no solo impide salir, también impide que lleguen visitantes, estudiantes, oportunidades y desarrollo. En un municipio con enorme potencial turístico por su riqueza natural, histórica y cultural. En educación, la historia se repite. Decenas de jóvenes deben hacer traslados intermunicipales para estudiar en universidades ubicadas en Neiva o Florencia, pero las dificultades de movilidad les obligan a vivir fuera o a abandonar sus procesos académicos por la imposibilidad de viajar regularmente.
A las afueras del casco urbano de Fonseca, en la vereda Los Toquitos, una familia escarba con palas y manos un pedazo de tierra improvisado. No es un terreno de labranza ni una zona de expansión urbana. Es una finca prestada por un amigo. Allí, entre la maleza y la tierra caliente, sepultan a César Ferrer, un hombre mayor que murió de cáncer tras recorrer sin éxito centros de salud que nunca le dieron respuesta. Su familia apenas alcanzó a comprar el ataúd. No tenían más. Enterrarlo en el cementerio municipal, el mismo donde descansan los abuelos y vecinos del pueblo, era imposible: no había cupo. Tampoco lo había en El Hatico, el corregimiento cercano. Así que cavaron donde pudieron.
En Fonseca, cada vez que alguien muere, comienza una carrera contra el tiempo. No para despedirlo, sino para buscar dónde enterrarlo. “Solo nos quedan 800 bóvedas vacías, pero todas tienen dueño”, explica José Ignacio Amaya, administrador del cementerio municipal. Es decir, ya no hay espacios disponibles para quien no tenga uno adquirido previamente. El cementerio tiene capacidad para 11 mil personas y ha estado en uso desde hace más de setenta años.
“Cada vez que alguien fallece y no tiene una bóveda, la familia debe salir a buscar con urgencia quién le preste o le alquile una. Es toda una odisea”, agrega. A veces, si el difunto es familiar del titular de una bóveda, retiran un cuerpo anterior —aunque no hayan pasado los cuatro años mínimos de ocupación— para darle paso. Una práctica extendida que muchos consideran inaceptable, pero que se ha vuelto común ante la saturación.
La situación se repite con frecuencia y ha encendido alarmas en líderes comunitarios, concejales y ciudadanos. “El crecimiento poblacional y comercial de Fonseca ha sido acelerado. El cementerio ya no tiene cómo expandirse, y el de El Hatico también está colapsando”, dice el concejal Luis Manuel Mendoza Campo. “Es urgente gestionar un nuevo terreno que permita sepultar dignamente a nuestros seres queridos”.
La migrante venezolana Crismary Yepez también enfrentó esta angustia. Radicada en Fonseca desde hace más de cinco años, recuerda el dolor adicional que vivió su familia cuando murió su madre.
“No teníamos conocidos que nos ayudaran, y gracias a unos amigos conseguimos una bóveda en El Hatico. Fue muy doloroso vivir eso como familia”.
La situación no solo se mide en espacio, también en condiciones. “Fonseca ya no tiene dónde sepultar a sus muertos”, afirma el concejal Deiber Guerra Bula. “Ni el cementerio municipal ni los de El Hatico o Conejo tienen espacio. Además, hay un problema de salubridad: la gente deja escombros, restos de ataúdes y basura. Aunque la administración organiza limpiezas, no pasa una semana sin que reaparezcan los focos de contaminación. Hace falta cultura ciudadana”, advierte.
Y mientras la saturación se convierte en rutina, la inseguridad también gana terreno entre las tumbas. En los últimos meses, el cementerio ha sido escenario de robos, profanaciones, consumo de drogas y hasta atracos. Vecinos del barrio Las Flores han pedido vigilancia permanente, al ver cómo las brigadas de limpieza organizadas por la comunidad son opacadas por el vandalismo y el abandono. Se roban las lápidas, las coronas, los cables eléctricos. Ya no es un lugar de descanso, ni siquiera de recogimiento.
A esta crisis física y emocional se suma un fenómeno que crece en silencio: el negocio de la muerte. “Los propietarios se aprovechan del dolor ajeno: alquilan bóvedas a precios exagerados. Por una bóveda de cuatro puestos que se quiera comprar, llegan a pedir hasta 30 millones de pesos”, denuncia Jhon Jairo Otero Martínez, empresario funerario del grupo Jardines del Edén. Desde su funeraria, construyó un panteón con 30 bóvedas en El Hatico, pero se encontró con una barrera cultural: “la gente de Fonseca no está preparada para sepultar fuera del cementerio principal, aunque esté a solo cinco minutos del casco urbano”.
Para Otero, la salida es clara: “Un parque exequial, con posibilidad de alquilar o comprar lotes y una cuota de mantenimiento, permitiría un lugar digno y limpio, y ofrecería tranquilidad a las familias en momentos difíciles”.
El alcalde Micher Pérez Fuentes reconoce el problema y asegura que se están buscando soluciones. “Desde la Alcaldía hemos identificado esta problemática. La Secretaría de Gobierno está a cargo de la administración del cementerio, y somos conscientes de su saturación. Por eso, en el Consejo de Gobierno estamos explorando alternativas a mediano y largo plazo”, afirmó. Señala que se han entregado féretros y bóvedas temporales a familias de escasos recursos, y que esperan adquirir un nuevo terreno para construir otro cementerio municipal, con la aprobación del Concejo. Mientras tanto, se mantienen las brigadas de limpieza con apoyo institucional y comunitario.
Imagen tomada del Plan de Desarrollo Municipal 2024-2027 en Fonseca.
Pero esta crisis no es nueva, ni sorpresiva. Ya en 2017, el Acuerdo No. 30 del Concejo Municipal establecía que el cementerio es un servicio público obligatorio. Ese reglamento ordenaba la creación de una Junta Administradora integrada por autoridades locales, la Policía, funerarias, vecinos y empresas de servicios, y advertía que cuando la capacidad llegara al 90 por ciento, como ya ha sucedido, debía informarse a la autoridad sanitaria para tomar medidas urgentes. El mismo acuerdo facultaba al alcalde para habilitar un nuevo camposanto en terrenos públicos y exigía un plan de emergencia, así como condiciones sanitarias y ambientales adecuadas. A seis años de su aprobación, poco de eso se ha cumplido.
Por otro lado, Fonseca fue incluido como municipio PDET, dentro del enfoque de desarrollo territorial para comunidades afectadas por el conflicto armado. Sin embargo, el problema funerario tampoco aparece en el radar de los proyectos nacionales. Aunque se han priorizado temas como vías, agua, vivienda y reactivación económica, la falta de cementerios adecuados no ha sido atendida por la nación.
A pesar de ello, el tema sí fue incorporado al actual Plan de Desarrollo Municipal 2024-2027, que contempla la meta de “remodelar y/o reorganizar tres cementerios”, como parte del programa de salud pública. La iniciativa está articulada con los Objetivos 3 y 11 de Desarrollo Sostenible (Salud y bienestar) y (Ciudades y comunidades sostenibles), lo cual refleja que la administración local, al menos en el papel, reconoce la urgencia. Pero la comunidad sigue esperando acciones concretas: nuevos terrenos, inversiones reales, vigilancia, y respeto por sus muertos.
Mientras tanto, la escena se repite: familias recorren cementerios cerrados, cuentan lo que tienen, suplican favores, y en el peor de los casos, cavan una tumba lejos del pueblo. Fonseca no solo enfrenta una emergencia funeraria. En sus cementerios también se entierra, cada día, una parte de la dignidad colectiva.
Lidia se despierta antes que el sol. Pone el agua para el café, acaricia a sus gallinas, saluda a sus gatos que ronronean pidiendo comida y a sus dos perros, Tigrillo y Pinchulín, que menean la cola a su paso. Mientras, el abuelo Francisco prepara su atarraya, su flecha y su remo. Después de un desayuno con casabe, café y pescado asado, cruza el río Atacuari para revisar las mallas que dejó el día anterior, caza un par de sábalos y trae un racimo de plátanos de su segunda chagra.
Una chagra queda junto a la casa: caña, camu camu, bananos, papayas, cilantro, ají charapita. La otra está ubicada cruzando el río y en ella tiene yuca, plátano, piña y capirona, una madera fina que sirve tanto para leña como para construcciones. El trabajo de la tierra no se detiene.
Mientras el abuelo se interna en el río, la abuela barre el frente de su casa. Limpia con esmero el hito, el mismo que ha cuidado por décadas. A su alrededor crecen frondosos los arbustos de camu camu, cuyas bayas se comercializan en las comunidades vecinas. Escucha a lo lejos el sonido gutural que anuncia la llegada del abuelo, quien aparece con una sarta de sábalos, palometas y cuchas: “Esto es lo que me mantiene vital y fértil”, bromea con picardía.
Francisco Dávila Sánchez, de 86 años, es Cocama y nació en una comunidad peruana llamada Isla del Tigre, a orillas del río. Allí vivió hasta que conoció a la abuela, Lidia Pereira Ipuchima, una mujer Ticuna nacida en San Juan de Atacuari. Juntos decidieron quedarse en la frontera, no solo para vivir, sino para protegerla.
Durante años se dedicaron a trabajar la tierra y a construir su primera casa del lado colombiano. Pero el clima les jugó en contra: las lluvias intensas y el aumento del nivel del agua arrasaron con la vivienda. Nadie del gobierno colombiano acudió a ayudarlos. Entonces, cruzaron la frontera y se instalaron en territorio peruano. Allí, con apoyo estatal, levantaron una casa más resistente, con buenos cimientos y adaptada a las crecidas del río.
Sus manos sembraron cada planta de sus chagras. Sus cuerpos, aunque envejecidos, aún recorren cada rincón del terreno. Sus días giran en torno a la cosecha, el río y el hito: ese pequeño obelisco de concreto que marca el límite entre dos países desde que se firmó el Tratado Salomón‑Lozano en 1922. El hito está justo en su patio, en el vértice occidental del Trapecio Amazónico, y lo mantienen limpio como un altar.
La comunidad donde viven, San Juan de Atacuari, está ubicada sobre el río del mismo nombre, a unos cincuenta kilómetros del casco urbano de Puerto Nariño. Para llegar hasta allí hay que navegar durante tres horas y media en peque‑peque o 45 minutos en bote rápido. Es un lugar remoto y simbólico: la última comunidad de Colombia antes de cruzar hacia el Perú, donde apenas comienza un pequeño caserío llamado El Tigre. Pero también es una de las más antiguas del municipio. Allí habitan unas 350 personas pertenecientes a las etnias Ticuna, Cocama y Yagua. Su economía gira en torno al cultivo de la chagra, la recolección de frutas, la venta ocasional de gallinas y productos agrícolas en Puerto Nariño y la pesca, que no solo alimenta a las familias, sino que también se comercializa dentro de la comunidad o en la cercana población peruana de Caballococha.
En particular, el pueblo Cocama, al que pertenece Francisco, ha habitado históricamente las zonas ribereñas del Amazonas. Son reconocidos por su conocimiento en navegación, pesca y manejo de cultivos tradicionales. Su lengua, cocama-cocamilla, hoy en peligro de desaparición, es parte de su lucha por la supervivencia cultural. Para los Cocama, el territorio está cargado de espiritualidad y memorias vivas. De allí que Francisco, al cuidar el hito, también esté honrando una geografía sagrada donde se entrelazan la historia familiar, los saberes ancestrales y los vínculos con los espíritus protectores del río.
Lidia es Ticuna, el pueblo indígena más numeroso del Amazonas colombiano. Los Ticuna han resistido siglos de desplazamiento, presión misionera y violencia fronteriza. Su cosmovisión gira en torno al equilibrio con la naturaleza y los ciclos cósmicos. De acuerdo con investigaciones antropológicas, los Ticuna consideran que el mundo fue creado a partir de una canoa celeste, y que los árboles, ríos y animales son descendientes de los primeros seres míticos.
Uno de sus principios centrales es el respeto a los lugares sagrados del territorio, como lagunas, colinas y remansos del río, considerados portales de vida y centros de energía. Lidia guarda este conocimiento en sus gestos cotidianos: al barrer con respeto el hito, al sembrar con cuidado su chagra o al preparar una infusión de plantas medicinales para algún visitante.
Además, las mujeres Ticuna —como Lidia— son portadoras esenciales del conocimiento ritual y del tejido social comunitario. A través de cantos, relatos y prácticas de cuidado, transmiten los valores de la autodeterminación, el respeto a los mayores, la reciprocidad y la defensa del territorio. En muchas comunidades Ticuna, las abuelas son vistas como autoridades espirituales, y sus palabras tienen el peso de la historia.
De sus 15 hijos, solo uno vive con ellos, a pesar de que trabaja en Puerto Nariño y solo regresa los fines de semana. Los demás viven dispersos, aunque los llaman cuando pueden. “Nos visitan poco, pero siempre tratan de estar pendientes”, dice Lidia sin reprochar.
A media mañana, como es costumbre, llega Joaquín Vásquez Tenazoa, dueño de la operadora turística Coya Amazonas Tours, de la comunidad 7 de Agosto. Trae a turistas interesados en conocer la historia de los abuelos. Escuchan sus relatos de amor y resistencia, beben jugo de caña recién exprimido y posan para una foto junto al hito, símbolo de una frontera que han convertido en espacio de encuentro. Joaquín les entrega una merienda y un reconocimiento económico por su hospitalidad.
“Con lo que han trabajado en la agricultura han sacado a sus hijos adelante. Apoyan mucho a las operadoras contando sus historias y vivencias. Transmiten sabiduría ancestral y protegen el medio ambiente”, dice Joaquín.
Pero más allá de lo simbólico, su labor tiene una dimensión estratégica. El curaca de San Juan de Atacuari, Jesús Ahuanari Sangama, lo expresa con orgullo: “Los abuelos hacen patria. Colaboran en la limpieza de la frontera, cuidan el hito, trabajan la tierra. Su labor voluntaria es admirable, aunque no siempre reconocida por el gobierno colombiano”. Jesús aprovecha para hacer un llamado concreto: renovar las banderas del hito y brindar algún tipo de ayuda institucional para los guardianes.
En efecto, Francisco y Lidia fueron reconocidos oficialmente en una ceremonia realizada en Iquitos, donde fueron juramentados como Guardianes de la Frontera. Aunque los detalles de ese acto se han perdido en la memoria de la comunidad, su rol es evidente: sostener una presencia viva en un punto clave para la seguridad y el control territorial.
Fotografía: Erickson Díaz
El sur del Trapecio Amazónico —donde se levanta la casa de Lidia y Francisco— está inmerso en una de las regiones más complejas y disputadas de la Amazonía. Según una investigación conjunta de Sumaúma, La Silla Vacía, OjoPúblico y otros medios, el 72 por ciento de las 54 localidades fronterizas de esta zona están bajo el control de redes criminales vinculadas al narcotráfico, la minería ilegal, el tráfico de madera y otros delitos transnacionales.
Grupos como el Comando Vermelho y los Comandos de la Frontera dominan rutas fluviales y territorios entre Perú, Colombia, Brasil y Ecuador, desplazando comunidades y acorralando los esfuerzos de conservación.
En este contexto, la presencia silenciosa pero firme de personas como Lidia y Francisco no solo representa un acto de resistencia cultural y ambiental, sino también una de las últimas líneas de defensa ante el avance de estas economías ilegales.
Pero no están solos. A lo largo de esa misma frontera se han formado más de 400 guardias socioambientales pertenecientes a 40 comunidades indígenas del Trapecio Amazónico, según documentó Mongabay. Mientras patrullan y monitorean sus territorios, han logrado sembrar más de 430 mil plántulas de especies maderables y 650 mil de frutales en los últimos 14 años.
Lo hacen sin viveros; han adaptado bancos de semillas bajo los “árboles madre” de la selva. Así han reforestado 500 hectáreas y alcanzado una efectividad del 75 por ciento en el crecimiento de esas plantas, gracias a un seguimiento paciente, árbol por árbol.
En este escenario hostil, Francisco y Lidia representan un faro. No reciben salario ni subsidios. Cada día que limpian el hito, cuidan una chagra o narran su testimonio, están diciendo: “aquí estamos, aún importamos”. Ellos sostienen esa frontera con mano firme, memoria ancestral y un amor tranquilo que se impone al ruido del narcotráfico y la tala ilegal.
En Fonseca, al sur de La Guajira, el miedo de salir en la noche se ha apoderado de los habitantes del municipio. A partir de las seis de la tarde, el comercio baja sus rejas y las calles se vacían. Las familias, prevenidas por los constantes robos y extorsiones, evitan salir después de esa hora. Si es inevitable moverse, lo hacen bajo una regla: sólo tomar mototaxis de confianza, preferiblemente afiliados a cooperativas reconocidas. En varios casos, los pasajeros han sido asaltados, por esto, en hoteles y restaurantes se insiste a los visitantes en que verifiquen el número del vehículo y la identificación del conductor.
Luego de las siete de la noche, Fonseca queda a oscuras. Más del 60 por ciento de sus calles y carreteras no tienen iluminación pública, y la oscuridad se convierte en aliada de los delincuentes. A pesar de que rige un decreto que prohíbe el parrillero hombre, la ciudadanía denuncia atracos frecuentes cometidos por hombres en moto.
Desde la administración de Moscote (2012) se identificaba que el hurto —en todas sus modalidades— venía en aumento desde el 2008, según cifras de la Policía. (Pág. 68). Sin embargo, para ese momento, no era una preocupación del gobierno local los delitos relacionados con secuestro, extorsión y terrorismo porque no se denunciaban.
Lo mismo ocurrió desde el gobierno de Misael Velázquez, actual secretario de despacho de la Gobernación de La Guajira, quien implementó el Plan Integral de Seguridad y Convivencia Ciudadana como respuesta a la creciente ola de hurtos, principalmente en el comercio, que pasó de 12 casos en 2011 a 33 en 2015 (pág. 21-26).
Para el 2021 y 2022, en el mandato de Hamilton García, hubo un aumento entre el 80 y el 100 por ciento en todos los hechos delictivos, como lo informó en su momento Consonante. Además del hurto, preocupaban otros delitos como el secuestro y el desplazamiento (pág 22-23).
El alcalde actual Micher Perez planteó en su campaña de gobierno la seguridad como uno de sus pilares y propuso, entre otras medidas, el fortalecimiento de la capacidad policial para prevenir el delito. En respuesta a un derecho de petición y a una tutela enviada por Consonante, la Alcaldía de Fonseca informa que el presupuesto para seguridad y convivencia ciudadana es de 930 millones de pesos para apoyo logístico y operativo a la Fuerza Pública, apoyo a campañas pedagógicas, prevención y cultura ciudadana; y acompañamiento a poblaciones en situación de riesgo. Desde Consonante se ha solicitado, en varias oportunidades, entrevista presencial con la Secretaría de Gobierno para ampliar la información pero han sido negadas. En respuesta al derecho de petición indican que prefieren contestar y atender por escrito.
Disminución de delitos no se ve en las calles
Hasta el 7 de junio de este año, la Policía de Fonseca había registrado 5 homicidios, 31 hurtos a personas, 2 hurtos a comercios, 2 casos de extorsión y 23 lesiones personales. Las cifras mostraban una reducción en comparación con el mismo periodo del año anterior, cuando se reportaron 6 homicidios, 39 hurtos a personas, 17 hurtos a comercios, 4 extorsiones y 32 lesiones personales. A pesar de que, para las autoridades, estos datos reflejan una mejora en las condiciones de seguridad, la percepción en las calles es distinta: los hechos de criminalidad siguen siendo noticia frecuente y protagonizan los titulares de los medios locales.
Por su parte, la Secretaría de Gobierno tiene el reporte, hasta el 2 de julio, de 57 hurtos a personas, 35 casos de lesiones personales, 8 amenazas y 10 extorsiones. Desde la Alcaldía informan que las extorsiones son principalmente a comerciantes y que para contrarrestar este delito trabajan junto con la Policía Nacional, Gaula Militar, GOES y el CTI de la Fiscalía.
Desde la Alcaldía informan que las extorsiones son principalmente a comerciantes y que para contrarrestar este delito trabajan junto con la Policía Nacional, Gaula Militar, GOES y el CTI de la Fiscalía.
Por redes sociales y servicios de mensajería los comerciantes reciben extorsiones y amenazas presuntamente de grupos delincuenciales. Aunque las autoridades aseguran que aún no se ha confirmado su autoría, el temor se extiende entre la población. El pasado 9 de junio, por ejemplo, se difundió un mensaje en el que se advertía a la comunidad que no debía salir después de las 10 de la noche, bajo la amenaza de que “no se respondería por la vida de inocentes”. En el mismo comunicado, se exigía que quienes hubieran cometido delitos abandonaran el municipio.
A los comerciantes también les han enviado mensajes extorsivos y citaciones para hacer “apoyos”, que es la forma en la que las bandas criminales llaman a las extorsiones o ‘vacunas’. Estos episodios generan temor e incertidumbre entre los habitantes, quienes reclaman acciones más efectivas por parte de las autoridades para garantizar la seguridad en el municipio.
Este es uno de los mensajes que llegan a la comunidad. Aunque se menciona que es el Egc, no está confirmada la autoría. Foto: archivo particular
Mensajes extorsivos a comerciantes. Foto: archivo particular
La Policía ha identificado la presencia de dos grupos armados ilegales en Fonseca: el Clan del Golfo, a través de la subestructura Rufino José Morales, y el Ejército de Liberación Nacional (Eln), representado por el Frente de Guerra Norte José Manuel Martínez Quiroz. Por su parte, la Defensoría del Pueblo mantiene vigente la Alerta Temprana de Inminencia 025 de 2023, en la que advierte sobre los riesgos de afectaciones humanitarias derivados de la disputa territorial en La Guajira entre las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada (Acsn) y el frente Francisco José Morelos Peñate, perteneciente al Bloque Nelson Darío Hurtado Simanca de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc). Esta confrontación estaría ligada al control de economías ilegales como el contrabando y el narcotráfico en la Troncal Caribe y sus alrededores.
Aunque la Defensoría alerta sobre la disputa territorial, también identificó otros hechos de violencia como las extorsiones y amenazas. “La utilización del terror como mecanismo de un mensaje de poderío sobre el adversario y para el sometimiento y control sobre la población civil a lo que se agrega la imposición de extorsiones, amenazas de muerte, y restricciones a la movilidad que recaen sobre ella”, dice la alerta temprana 025 de 2023. La población en riesgo incluye a comerciantes, hoteleros, pescadores, operadores de turismo formal e informal, transportadores, docentes, ganaderos, finqueros, jóvenes en contextos de vulnerabilidad, defensores de Derechos Humanos y líderes sociales.
“La utilización del terror como mecanismo de un mensaje de poderío sobre el adversario y para el sometimiento y control sobre la población civil a lo que se agrega la imposición de extorsiones, amenazas de muerte, y restricciones a la movilidad que recaen sobre ella”
Comerciantes y comunidad piden mayor seguridad
A comienzos de junio, dos personas oriundas de Fonseca recibieron amenazas de muerte mediante un panfleto anónimo que les exigía abandonar el municipio bajo la advertencia de que, de no hacerlo, atentarían contra sus vidas y las de sus familiares, sin distinción de edad. Ambas pidieron a Consonante no revelar sus nombres, pues aseguran que esta situación les ha causado profundo dolor, miedo e incertidumbre, especialmente por no saber quiénes están detrás de las amenazas ni cuál es su verdadero propósito. El caso está siendo investigado por la Fiscalía, y a la pareja se le asignó protección por parte de la Policía.
El pasado 31 de mayo, dos personas que residen en el barrio Gómez Daza fueron víctimas de robo a mano armada dentro de su residencia. “Estábamos en la sala viendo televisión, eran las 7:30 de la noche. Estaba con mi hija y teníamos la puerta abierta, como de costumbre, porque el barrio es tranquilo”, afirma la víctima. Pero la calma se rompió cuando un joven alto, moreno, con el rostro descubierto, entró sin previo aviso y les gritó: “El celular o les doy un tiro”.
Sin oponer resistencia, le entregaron los teléfonos. El ladrón los guardó en el bolsillo de una chaqueta como las que suelen usar los mototaxistas y se marchó caminando. “No sé si lo estaban esperando más adelante. Pensé en pedir auxilio, porque en la calle había bastante gente, pero me arrepentí. Me dio miedo que se devolviera o que le disparara a alguien”, cuenta. Aunque le sugirieron interponer una denuncia, decidió no hacerlo. “¿Para qué? Denunciar por esas cosas no sirve de nada”, concluye.
“Esta situación afecta las ventas porque las personas prefieren comprar menos y no salir en la noche de sus casas. En la noche no se puede salir. También me han robado en la casa, hace siete años se metieron en la casa por la noche aprovechando que no estaba y se llevaron varios elementos: tres computadoras portátiles, tres acordeones, joyas y pérdidas que ascienden a los 20 millones de pesos”, cuenta. En su momento interpuso la denuncia en la inspección de Policía, pero no avanzó.
También cuenta que ha sido invitado por el gremio de comerciantes para unirse a las reuniones que han organizado, pero no ha podido asistir. “Una vez me llegó una extorsión por WhatsApp. Lo reporté a la Policía y lo único que me dijeron fue que eso no les correspondía a ellos, que debía llamar a Riohacha. Un agente marcó desde allá, pero nadie contestó, y al final me tocó irme aburrido”, relata con frustración.
Frente a estas denuncias, la Policía asegura que los casos de extorsión han disminuido y que se están implementando varias estrategias para hacerle frente al delito. “Desde el Gaula, la Sijín, Sipol, Goes, la reacción del distrito y el personal del Modelo Nacional de Vigilancia, se han adelantado acciones para atacar este fenómeno”, informaron. Entre esas acciones mencionan campañas contra el secuestro y la extorsión, patrullajes constantes en el municipio, la creación de una patrulla bancaria para proteger a los comerciantes y la presencia permanente de uniformados en el sector comercial.
“Las cosas están horribles, en su peor momento. Acá atracan todos los días, hay fleteos y robos de hasta 40 millones”, le contó un comerciante a Consonante en diciembre del año pasado. Según relataron varios integrantes del gremio, comenzaron a circular mensajes y llamadas en el sector comercial, en los que supuestos miembros del Clan del Golfo exigían sumas de 30, 40 y hasta 50 millones de pesos a cambio de no ser declarados como “objetivo” por el grupo criminal.
La Policía Nacional señala que los delitos que generan mayor preocupación en Fonseca, tanto por su gravedad como por su frecuencia, son los homicidios, las lesiones personales, el hurto a personas, el hurto a residencias, el hurto a comercios y la violencia intrafamiliar. Actualmente, el municipio cuenta con cuatro zonas de atención policial y, según informan las autoridades, no está previsto ampliar la cobertura a nuevos puntos.
“Se han venido realizando las coordinaciones necesarias mediante consejos de seguridad contando con la presencia del alcalde municipal, Policía Nacional, Ejército y Migración con el fin de prevenir posibles hechos”, dice la institución.
Además sostiene que se llevan a cabo actividades diarias, donde se han implementado planes de control y campañas preventivas, para contrarrestar la ocurrencia de delitos.
A la fecha se han capturado a 45 personas por distintos delitos y se han interpuesto 628 comparendos. “Los ciudadanos que son capturados y después dejados en libertad son netamente decisiones judiciales tomadas por un juez”, recalca la Policía.
Desde la Policía indican que la restricción del parrillero hombre se encuentra vigente (Decreto 028 del 04 de marzo de 2025) y que “esta herramienta resulta útil en la restricción, ya que dificulta la acción de delincuentes que utilizan motocicletas para cometer robos o sicariatos, al limitar la posibilidad de tener un segundo acompañante”.
Maria Auxiliadora Medina Pitre, personera de Fonseca, sostiene que los delitos que más le reportan en el municipio son el desplazamiento forzado, homicidios, amenazas, reclutamiento y desaparición forzada. Recalca que se apoyan con la Defensoría del Pueblo, a través de las alertas tempranas, para estar al tanto de los hechos delictivos que ocurren en el departamento.
“Cuando las personas llegan hasta acá, la mayoría ya se han dirigido a la estación de Policía o a la Fiscalía. Hemos conocido de amenazas por mensajes de texto, panfletos o documentos que les han dejado, donde manifiestan una amenaza en su contra y su familia. Dichas amenazas vienen acompañadas de un nombre de grupo al margen de la ley y de un alias”, cuenta Medina.
Medina recalca que cuando ocurren estos casos se activa la ruta para proteger a quienes denuncian: “Le solicito a la Alcaldía que se le brinden todas las garantías a ese ciudadano con el fin de salvaguardar su vida e integridad personal. Es necesario que todas las instancias tengan conocimiento de la situación y que puedan desplegar todas las acciones necesarias”. Si la situación es delicada se evalúa si se convoca a un consejo de seguridad.
“En lo corrido de este año hemos recibido denuncias de extorsiones y amenazas a comerciantes y a líderes sociales, con ellos hacemos el acompañamiento y la activación de la ruta para que realicen la denuncia ante la Fiscalía”, puntualiza.
Fonseca, el tercer municipio con más homicidios de La Guajira
Según las cifras de la Plataforma de Defensores de Derechos Humanos, Activistas y Líderes Sociales de la Sierra Nevada de Santa Marta (Pdhal). Hasta junio de este año, los municipios con más homicidios fueron Riohacha (49 casos), Maicao (20), Fonseca (6) y San Juan, Albania y Uribia, con 4 casos cada uno.
Reporte de homicidios, según la Plataforma de Defensores de DD. HH.
Este año van varios crímenes que han consternado a la comunidad. El pasado 1 de marzo, en la calle 13 entre carreras 9 y 10, asesinaron a Jovani Antonio Giraldo Hernández frente a las antiguas instalaciones del DAS. “Su muerte causó gran conmoción, ya que era una persona muy apreciada por los fonsequeros debido a su constante disposición a ayudar a quien lo necesitara”, dice un conocido.
También se han denunciado casos de fleteo. El 2 de mayo la docente María Pérez, quien se movilizaba en silla de ruedas, fue atacada por dos hombres en moto cuando salía del banco BBVA en el barrio Primero de Julio con 14 millones de pesos.
Tres días después, en el barrio Villa Jardín, un hombre armado apuntó con un arma a Nelly del Carmen Builes Fernández en su negocio. Le robó una cadena de oro, los celulares y la dejó encerrada en su vivienda con candado antes de huir.
El 17 de mayo fue saqueado un corresponsal bancario, en la calle 12 con carrera 18, frente al parque José Prudencio Padilla. Los ladrones se llevaron 10 millones de pesos.
El 22 de mayo fue asesinado Robinson José Feria Vargas, un joven venezolano de 24 años, cuyo cuerpo fue hallado en inmediaciones del río, justo detrás de la sede de la Fiscalía del municipio. Un día después se reportó el crimen de José Joaquín Fonseca Martínez, un joven de 29 años residente del barrio Las Delicias.
Posteriormente, el pasado 28 de mayo, se registró otro hecho violento en la carrera 17 con calle 9, cerca de la iglesia San Agustín. En este caso fue asesinado Jair Rudas, un hombre de 38 años oriundo de Barranquilla. En el mismo ataque resultó herido el joven Yefferson Guette Romero. Según versiones preliminares, ambas víctimas se encontraban compartiendo en una heladería cuando fueron sorprendidas por hombres armados que les dispararon. Hasta el momento no se ha identificado a los responsables.
Falta mayor respuesta de la Policía y Fiscalía
Aunque las cifras oficiales reportan una leve disminución en algunos delitos, la percepción ciudadana apunta a una realidad muy distinta: atracos, extorsiones, homicidios y amenazas siguen afectando el día a día de los habitantes de Fonseca. A esto se le suma la desconfianza en las instituciones, la falta de respuestas efectivas a las denuncias, y la falta de articulación entre las autoridades encargadas de la seguridad, justicia y orden público, mientras los grupos ilegales se disputan el territorio mediante el miedo.
La comunidad además cuestiona que los operativos de registro y control se realizan sobre la avenida principal y en salidas y entradas al municipio, pero que en los barrios con mayor índice de delincuencia no pasa lo mismo ni se ven policías.
En la comunidad de Mocagua, frente al río que lo nombra todo, Henry Dosantos mira a lo lejos el verde espeso de la selva. Ha repetido decenas de veces una misma advertencia a quienes llegan de fuera, los llamados “cori”, como los llaman en lengua ticuna. “Aquí hay reglas. Aquí la selva tiene dueños, y no somos nosotros. Son los espíritus. Hay caminos que no se pueden abrir, ni tocar. Hay que pedir permiso para entrar”. A veces lo entienden. A veces no.
Mocagua es una de las comunidades indígenas que comparte territorio con el Parque Natural Amacayacu, un área protegida desde 1975 que se extiende como un corazón verde entre ríos, malocas y mitologías. Es también uno de los destinos más visitados del Amazonas colombiano, donde llegan turistas desde Europa, Estados Unidos y otros rincones del mundo en busca de una experiencia “salvaje”, “auténtica”, “espiritual”.
Pero esa búsqueda, alimentada por agencias de turismo, hoteles de lujo y discursos gubernamentales sobre desarrollo y sostenibilidad, no siempre conversa con la realidad local. Muchas veces la arrasa.
Fotografía: Alex Rufino
La ciudad disfrazada
Leticia, la capital del departamento, es el punto de entrada. Pero no es una ciudad cualquiera. En sus calles se superponen tres narrativas, como describe el investigador Jorge Aponte Motta: la nacionalista —con monumentos patrióticos que reafirman su pertenencia a Colombia—, la “selvática” —que exalta el peligro, la aventura, lo exótico— y la ambiental‑turística —donde todo es naturaleza y descanso, selva y spa.
Esa Leticia no fue pensada para sus habitantes. Fue construida para turistas imaginarios. “La ciudad disfrutada por los visitantes es negada para los locales”, escribió Aponte. Calles atiborrradas de turistas, hoteles que tapan el acceso al río, parques rediseñados para la foto, no para el juego de los niños. Lo simbólico ha sido vaciado: ya no comunica sentido colectivo, sino espectáculo.
En 1987, cuando el país buscaba cómo frenar el avance del narcotráfico, la minería ilegal y el abandono estatal, el ecoturismo apareció como una alternativa. En Amacayacu se inauguró un centro de visitantes donde muchas personas de las comunidades se formaron como guías, intérpretes, cocineros. Fue un primer intento de vincular conservación, cultura y economía. Una apuesta colectiva. Hoy, esa promesa está en tensión.
“El turismo creció muy rápido. Ya no hay control de la cantidad de personas que llega, ni de lo que hacen. Hay agencias que llevan a los visitantes a sitios que ni nosotros pisamos por respeto”, denuncia Adnan León, guía local y defensor del territorio. Lugares sagrados para los pueblos indígenas se han convertido en paradas obligadas de itinerarios vendidos en agencias urbanas. Los senderos que eran corredores naturales para los animales ahora están saturados. Espacios de ritual se convirtieron en zonas de selfies.
Cristina Vela, de la comunidad de Palmeras, describe el parque no solo como un refugio de especies, sino como “un lugar de casonas encantadas, caminos espirituales, historias de origen del pueblo Ticuna”. Su voz transmite orgullo, pero también una preocupación creciente: la pérdida del idioma, la fragmentación del tejido comunitario y la banalización de los saberes ancestrales.
En Mocagua conviven cinco comunidades étnicas. “Y la mayoría de los niños ya no habla su lengua”, confiesa Jhonny del Águila, líder y secretario de turismo local. Para él, el turismo podría ser una herramienta para revitalizar la cultura, si se hace bien. Por eso impulsan talleres con abuelos sabedores, registros de palabras y una alianza con la Secretaría de Cultura para fortalecer la etnia Cocama.
Las rutas de la resistencia
Pero no todo es pérdida. Frente al avance del turismo de masas, han surgido iniciativas de ecoturismo comunitario que replantean las reglas del juego. En Mocagua, San Martín y Palmeras, los guías indígenas no solo acompañan a los visitantes, sino que les explican, desde el primer momento, las normas de convivencia con el territorio.
“No se puede entrar sin saber. Antes de iniciar el recorrido, contamos nuestra historia, explicamos los límites. Porque el turismo no es solo caminar y tomar fotos. Es venir con respeto”, insiste Henry Dosantos.
Uno de los protocolos más importantes está en el punto de información: allí se informa sobre las rutas autorizadas, los espacios que no deben ser tocados, y se entregan orientaciones en lengua indígena. Además, se capacita a los visitantes para entender los ritmos de la selva y la importancia de no perturbar a los animales.
Martin Gregorio, en San Martín de Amacayacu, resume el sentido de esta apuesta: “No queremos que el turista solo venga a mirar. Queremos que se lleve una experiencia viva: selva, museo, gastronomía, rehabilitación de primates, historia viva. Que se lleve algo más que una postal”.
Fotografía: Alex Rufino
Restaurar lo que el turismo agota
Una de las preocupaciones más urgentes es la sobreexplotación de especies vegetales para la elaboración de artesanías: chambira, palosangre, balso, bejucos. Su recuperación es lenta, y en algunos casos, casi imposible. Por eso las comunidades han iniciado semilleros bajo los árboles, que luego reubican según el calendario ecológico: en tiempo de lunas o lluvias, como dictan los ciclos naturales.
“No todo lo que se toma se puede reponer fácilmente. Por eso ahora enseñamos a sembrar mientras enseñamos a tejer. Así se restaura el bosque mientras se restaura el conocimiento”, explica un artesano de San Martín.
Jhosep Valles vino desde Dinamarca. Caminó con guías locales, pescó en el río, compartió comida tradicional. “Lo que hacen las comunidades dentro del parque es ejemplar. Hay respeto, conexión. Ellos usan la selva con cuidado y también la ayudan a recuperarse. Es una experiencia que quiero repetir con mi familia”, asegura.
Pero no todos los viajeros entienden esa lógica. Algunos llegan con la idea de que la selva es un escenario sin reglas. “Hay turistas que se meten donde no deben, que rompen ramas, que quieren ver animales a toda costa. No entienden que aquí hay espíritus, hay vida invisible”, dice Adnan León.
El profesor Germán Ochoa, de la Universidad Nacional, advierte que las comunidades indígenas están en el último eslabón de la cadena turística. “Reciben la menor proporción de ingresos. Las agencias se llevan casi todo, y muchas veces ni siquiera operan desde acá”. Para él, las comunidades no deberían ser parte del paquete turístico: deberían ser las protagonistas.
La idea de un turismo regenerativo, liderado por quienes habitan el territorio, empieza a consolidarse. Pero requiere más apoyo institucional, regulación clara, recursos para restauración y formación constante.
En palabras de Diana Deaza, funcionaria de Parques Nacionales y aliada de estos procesos: “No se puede hablar de desarrollo si se sacrifica la cultura. El ecoturismo tiene sentido si protege la naturaleza y también protege la memoria”.
Una nueva narrativa para Leticia
Una ciudad que celebre sus raíces, que recupere lo simbólico para su gente, que no esté disfrazada para el visitante. Un territorio que no vea a la selva como mercancía, sino como madre. Un modelo de turismo donde cada paso sea una alianza, no una invasión.
Leticia necesita más que turistas. Necesita una narrativa propia.
Y eso ya está ocurriendo, silenciosamente, en las comunidades del parque. Entre protocolos, calendarios lunares, historias contadas a la sombra del río y niños que vuelven a hablar en su lengua, está emergiendo un futuro distinto. Uno donde la selva no es un parque temático, sino una maestra viva. Y donde el visitante, si quiere quedarse, debe primero aprender a escuchar.
Este sábado 14 de junio, desde las 8:00 a.m., se desarrolló en San Juan del Cesar –La Guajira– una audiencia pública crucial para el futuro ambiental y social del corregimiento de Cañaverales. El encuentro, convocado por Corpoguajira, buscaba evaluar la solicitud de licencia ambiental del proyecto minero “Mina Cañaverales”, propuesto por la empresa Best Coal Company (BCC), filial del grupo turco Yildirim.
La jornada estuvo marcada por una fuerte oposición de la comunidad afrodescendiente local y del pueblo Wayuu, quienes rechazan la posibilidad de que se autorice la extracción a cielo abierto de más de siete millones de toneladas de carbón en un área que consideran vital para la producción de alimentos, el abastecimiento de agua y la salud del ecosistema.
El proyecto busca desarrollar un tajo minero de 153 hectáreas con una profundidad de 149 metros, lo que implica la remoción de 72 millones de metros cúbicos de material estéril. Aunque sus características corresponden a una operación de gran escala, BCC ha ajustado su producción anual a 799.000 toneladas con el fin de tramitar la licencia ambiental a nivel regional y evitar la evaluación por parte de la Autoridad Nacional de Licencias Ambientales (ANLA).
La mina quedaría colindante con la Reserva Forestal Protectora Regional "Manantial de Cañaverales", reconocida además por el Ministerio de Agricultura como Área de Protección para la Producción de Alimentos (APPA). Esta zona no solo tiene valor ambiental, sino también estratégico para la seguridad alimentaria de municipios como Albania, Fonseca, San Juan del Cesar y Barrancas.
Fotografía: Sirley Muñoz
Las alertas de la comunidad
Las comunidades locales denuncian que el proyecto afectará directamente fuentes hídricas esenciales como el manantial de Cañaverales, interconectado con el río Ranchería y clave para los acueductos y sistemas de riego. El plan contempla una captación diaria de más de 1,9 millones de litros de agua subterránea desde dos pozos profundos, lo que podría secar acequias tradicionales, alterar acuíferos y reducir la disponibilidad de agua.
Además, advierten que la remoción masiva de suelos pone en riesgo la agricultura local y podría provocar desplazamientos de las comunidades. Recalcan también que la participación ciudadana ha sido insuficiente y que el proyecto presenta irregularidades en su trámite administrativo.
Durante la audiencia, la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (AIDA), presentó un análisis técnico y jurídico que respalda la negativa a otorgar la licencia ambiental. Sus principales hallazgos señalan que:
El Estudio de Impacto Ambiental (EIA) no contempla adecuadamente la vulnerabilidad climática del territorio, ni los efectos que el proyecto tendría sobre las emisiones de gases de efecto invernadero. Tampoco se establece una metodología clara para mitigar estos impactos.
Contraviene compromisos climáticos asumidos por Colombia, al promover la expansión del uso de carbón, un combustible en desuso global según la OCDE, con un mercado en declive y bajo cuestionamientos sobre su sostenibilidad financiera.
Existen fallas e incertidumbres sobre los impactos en el recurso hídrico. El área del proyecto ha sido catalogada como de “extrema vulnerabilidad” por el Plan de Manejo Ambiental del Acuífero (PMAA) del río Ranchería. El 70 por ciento del terreno tiene alta recarga hídrica y podría verse gravemente afectado.
El EIA omite riesgos fundamentales como la pérdida irreversible de biodiversidad en el bosque seco tropical, la posibilidad de contaminación de aguas limpias por químicos de la minería, y la amenaza a la seguridad alimentaria regional.
El componente social fue minimizado. El estudio no valora el impacto del proyecto sobre las formas de vida tradicionales ni el potencial aumento de conflictividad en la zona.
Otra intervención destacada fue la del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CAJAR), que presentó un concepto técnico y jurídico en el que pidió negar la licencia ambiental con base en cinco argumentos clave:
Mala conducta empresarial: El grupo Yildirim, al que pertenece BCC, tiene antecedentes de violaciones a derechos laborales y ambientales en países como Turquía, Albania y Estados Unidos. El CAJAR señaló que se deben aplicar principios de debida diligencia ambiental y empresarial para evitar riesgos futuros.
Expansión encubierta: Aunque el proyecto se presenta como de “pequeña escala”, el Estudio de Impacto Ambiental admite nuevas exploraciones. Esto, sumado a más de 10.000 hectáreas tituladas por la empresa, apunta a una estrategia de expansión fragmentada que oculta los verdaderos alcances del proyecto.
Riesgo al derecho al agua y a la alimentación: La extracción diaria de casi 2 millones de litros de agua contraviene lo dispuesto en sentencias como la C-539 de 2023 y el Decreto 0043 de 2024, que ordenan priorizar el consumo humano en zonas como La Guajira.
Afectación a comunidades étnicas: El proyecto vulnera los derechos de comunidades afrodescendientes protegidas por la Sentencia SU-196 de 2023, que reconoció su vínculo espiritual, cultural y económico con el agua. El CAJAR advierte que no hubo un proceso adecuado de consulta previa.
Evaluación inadecuada de impactos: El área de influencia fue subestimada. No se evaluaron los efectos acumulativos ni el impacto de la cadena logística del proyecto, especialmente el transporte de carbón.
El CAJAR solicitó que su concepto técnico se incluya en el expediente del trámite y que Corpoguajira niegue la licencia ambiental, con base en los principios de precaución, prevención, desarrollo sostenible y solidaridad intergeneracional.
Por su lado, Censat Agua Viva presentó un análisis técnico y ecológico crítico del capítulo 10.6 del EIA, dedicado al plan de compensación. Su intervención partió de una revisión normativa y científica que cuestiona el uso de la compensación como mecanismo para legitimar daños irreversibles en ecosistemas estratégicos.
Según expuso la organización, el propio EIA reconoce que más del 80 por ciento de los impactos del proyecto se clasifican como “moderados”, es decir, presuntamente mitigables o compensables. No obstante, Censat advirtió que esta clasificación ignora la verdadera escala, complejidad e irreversibilidad de los impactos sobre el territorio, especialmente en un ecosistema frágil como el bosque seco tropical.
También participaron investigadores del Centro de Investigación y Educación Popular –CINEP– quienes coinciden en que aunque el 80 por ciento de los impactos ambientales hayan sido catalogados por la empresa como “moderados”, en realidad implican riesgos serios como contaminación atmosférica y del agua, reducción del recurso hídrico para actividades tradicionales y posibles desplazamientos forzados. Según explicaron, los estudios ignoran la integralidad del sistema hídrico y fragmentan el análisis ambiental, omitiendo, por ejemplo, la existencia de plantas medicinales y el impacto climático en una región vulnerable.
Uno de los aspectos más críticos, aseguraron, es la intención de desviar dos acequias fundamentales por más de 4 kilómetros, afectando la calidad del agua que alimenta el arroyo Conejo y que atraviesa toda la infraestructura minera. Esto podría tener consecuencias graves para la salud pública y la biodiversidad, en un contexto donde ya se han perdido más de 17 fuentes hídricas por la minería a cielo abierto en la región, según lo reconocido en la Sentencia SU-628 de 2017.
Fotografía: Sirley Muñoz
El CINEP también denunció irregularidades en el proceso de licenciamiento ambiental, señalando que el Estudio de Impacto Ambiental (EIA) es parcial, desactualizado y no cumple con los estándares técnicos y jurídicos establecidos. Además, aseguró que se vulneraron derechos fundamentales, como la consulta previa a pueblos indígenas y comunidades afrodescendientes legalmente reconocidas, entre ellas los pueblos Wiwa, Kogui, Arhuako y Kankuamo de la Sierra Nevada de Gonawindúa.
Finalmente, el Cinep solicitó a Corpoguajira negar la licencia ambiental del proyecto por seis razones clave: su inviabilidad integral; deficiencias técnicas en el EIA; fallas en la participación; ausencia de consulta previa; impactos acumulativos no evaluados; y contradicción con compromisos ambientales del Estado. También pidió a la ONU, Defensoría del Pueblo, Procuraduría, Ministerio del Interior y la Agencia Nacional de Minería tomar medidas para investigar irregularidades, terminar el contrato GDI-081, y garantizar el consentimiento libre, previo e informado a las comunidades afectadas.
Fotografía: Sirley Muñoz
¿Qué dijo el Ministerio de Ambiente?
La viceministra de Ambiente, Tatiana Roa, subrayó la gravedad de la crisis climática, ecológica e hídrica que enfrenta el país y llamó a reflexionar sobre el verdadero costo de los proyectos extractivos en territorios frágiles y culturalmente significativos. Reivindicó la memoria de los líderes ambientales Jacky Romero y Samuel Arreboces, y sostuvo que el manantial de Cañaverales y sus fuentes hídricas no deben verse sólo como recursos, sino como tejidos de vida, cultura y subsistencia.
La viceministra cuestionó si proyectos como el propuesto son coherentes con una transición justa y un ordenamiento territorial centrado en el agua, tal como lo plantea el gobierno actual. Recordó que el Estado ha asumido el compromiso de no expandir la frontera extractiva ni firmar nuevos contratos fósiles, e insistió en que La Guajira “ya ha entregado mucho” al país en términos de recursos. Finalmente, hizo un llamado a Corpoguajira para que tome una decisión que honre la vida, el agua y el futuro del territorio.
Aunque algunas intervenciones defendieron el proyecto como una oportunidad de empleo e inversión, el mensaje que predominó a lo largo de las más de ocho horas de audiencia fue contundente: La Guajira no puede seguir sustentándose únicamente en la minería. Varias voces recordaron que este fue un territorio agrícola antes del Tratado de Libre Comercio (TLC), y que hoy lo urgente es garantizar agua, alimentos y una vida digna para sus habitantes.
Lo que sigue
Ahora, la decisión final sobre el licenciamiento ambiental —que la empresa BCC solicitó en octubre de 2024— recae en Corpoguajira. La entidad deberá sopesar no solo los estudios presentados, sino también los argumentos científicos, el conocimiento ancestral y el mandato comunitario que se expresó con fuerza en esta audiencia.
La audiencia de hoy no define por sí sola si se otorgará o no la licencia, pero sí es un insumo clave para que Corpoguajira tome una decisión fundamentada. Lo que se discuta podrá marcar el rumbo de políticas ambientales en el departamento y dejar precedente frente al avance de proyectos extractivos en zonas protegidas o de importancia para la soberanía alimentaria y el derecho al agua.
La comunidad, por su parte, ha sido clara: “Cuando brota agua, brota la vida”. La resistencia a este proyecto no solo es ambiental, sino profundamente cultural y social. Reclaman que es hora de dejar el carbón en el subsuelo y priorizar la vida en La Guajira.
A los once años, Julián no jugaba a la lleva en la calle ni temía reprobar matemáticas. A esa edad ya conocía la mirada desconfiada de los vecinos, el peso de los billetes en el bolsillo y el olor agrio de las esquinas. No llegaba a casa buscando el abrazo de su madre ni esperaba un almuerzo caliente. Julián vendía drogas en las calles empinadas de su barrio, en Bello.
Creció entre la ausencia y el ruido. En su casa no hubo cuentos para dormir, ni brazos que lo protegieran del frío. Aprendió pronto que en la calle también se puede encontrar un tipo de cariño, aunque venga disfrazado de respeto o miedo. Dejó el colegio sin despedidas, empezó a consumir lo que le vendían, y terminó siendo uno más entre los “carritos”, esos niños que las bandas usan para mover droga, para llevar armas, para estar al servicio de lo que otros no se atreven a hacer. Lo llamaban por su nombre. Lo hacían sentir importante. Y él, por primera vez, creyó pertenecer a algo.
Hoy, con 27 años, Julián ve el mundo desde una celda en una cárcel de Cundinamarca. Cumple una condena por concierto para delinquir y extorsión. Afuera, las calles que lo hicieron crecer siguen ahí. Adentro, empieza a preguntarse si todavía puede imaginar otro destino.
La historia de Julián se repite incontables veces en Colombia, en los barrios de las ciudades y en las zonas rurales. Grupos armados ilegales y bandas criminales usan, utilizan y reclutan a niñas, niños, jóvenes y adolescentes para vincularlos en contextos de violencia. Este no es un fenómeno nuevo. El informe final de la Comisión de la Verdad, en su capítulo No es un mal menor, identifica el reclutamiento en el país desde el año 1964.
En la tarde del sábado 7 de junio uno de esos miles de menores cometió un crimen en la ciudad de Bogotá. Esta vez el caso no desapareció entre el alto volumen de información que abarrota los medios de comunicación y las redes sociales en Colombia. Fue un atentado en contra del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe, cometido en el marco del inicio de las campañas electorales por un menor de 15 años.
En este momento la atención de la opinión pública está centrada sobre el menor de edad, en una tensión evidente entre discusiones que van desde su culpabilidad en el crimen, la instrumentalización de la que fue víctima y el sistema de responsabilidad penal. Sin embargo, en el aire quedan preguntas sobre la autonomía para tomar decisiones frente a la comisión de los delitos, la vulneración de los derechos de los niños y niñas, y la responsabilidad estatal en las fallas para su protección.
Como lo señala Julien Hayois, especialista de protección de la Unicef, “nunca el lugar de un niño debería ser la guerra”, por eso es necesario que en todo momento los grupos armados respeten la edad mínima para el reclutamiento y utilización de menores".
"No es solo el compromiso de decir: no vamos a reclutar; es ver si hay en efecto directrices internas en el grupo, si todos los miembros del grupo armado están bien con el conocimiento de esas directrices, que haya procesos de sanciones si no se cumple”, afirma.
Aunque este protocolo fue ratificado por Colombia en el 2003, la protección de los menores de edad todavía es una deuda. Su vinculación en el conflicto armado y en las violencias urbanas es una realidad. Según la Unidad de Investigación y Acusación, de la Juridiscción Especial para la Paz, desde la firma del acuerdo de paz con las Farc hasta el 10 de abril del 2025, han sido reclutados por lo menos 1.494 niños, niñas y adolescentes.
Este hecho genera unos impactos difíciles de medir, aunque la cifra de reclutamiento es muy alta, hay muchos casos que no se registran. “El desafío es no conocer la dimensión de estas situaciones, porque no conocemos efectivamente cuántos son los niños, niñas y adolescentes que terminan vinculados a las estructuras armadas”, así lo señala Hilda Molano, coordinadora de la Secretaría Técnica de la Coalición contra la vinculación de niñas, niños y jóvenes al conflicto armado en Colombia.
La tendencia de este hecho victimizante tuvo un cambio en 2016 después de la firma del Acuerdo de Paz, momento en el que se registró una reducción importante en los casos. Sin embargo, como lo señala Unicef, desde el 2019 hay, de nuevo, un incremento.
En el último año, esta organización identificó un aumento del 60 por ciento en comparación con los casos verificados en el año 2023. Lo que implica que es un hecho que cada vez toma más fuerza como estrategia de los grupos armados y de las bandas criminales.
Este incremento de los casos, “ tiene que ver con el hecho de que año tras año no se responde de manera urgente y fuerte a estos factores de riesgo. Siempre estos vacíos se llenan por grupos armados”, afirma Julien Hayois. En este contexto aparece otro factor importante que es la intensificación de las dinámicas de las violencias y del conflicto armado en los últimos años en el país, lo que ha determinado la profundización de las violaciones a los derechos humanos y, en este caso, a los derechos de los menores.
El reclutamiento, uso y utilización afecta principalmente a menores indígenas y afrodescendientes. Así lo evidencia la Defensoría del Pueblo, que en el 2024 encontró que el 56 por ciento de los menores reclutados tienen esta pertenencia étnica. Además, el departamento del Cauca es donde más se registra este hecho, pues el 67 por ciento de los niños fueron reclutados en este territorio. Según la Unicef, quienes más son reclutados son los adolescentes entre los 13 y 17 años.
La deuda del Estado con los niños
Si bien actualmente en el país existen unas condiciones de contexto como el escalamiento de las violencias y el conflicto armado, que determinan hechos como el reclutamiento, uso y utilización de menores, para analistas y organizaciones, hay unos elementos estructurales que generan vulnerabilidades para los menores de edad y que llevan a la vinculación a estructuras criminales.
Este no es un hecho fortuito, como lo señala Hilda Molano, de la Coalico, en la mayoría de los casos es el desenlace de una historia de violación sistématica de los derechos de los niños desde su nacimiento.
“Cuando un niño termina siendo usado por un grupo armado, lo que está detrás es una falla estructural de familias, escuela, Estado, comunidad. Todos hemos fallado”, dice.
Por esta razón, quienes están más expuestos a este riesgo son menores de edad que se encuentran en contextos de pobreza, con vacíos emocionales, en entornos violentos, con presencia de grupos armados o bandas criminales, y con una oferta institucional inexistente o reducida. “Donde hay violencia doméstica, violencia basada en género en el núcleo familiar, también son factores que a veces empujan a los niños a juntarse a los grupos armados”, afirma Julien Hayois.
Como lo señala Hayois, muchos de los menores que terminan siendo reclutados crecen en entornos violentos, tanto familiares como comunitarios. “Desde chiquitos se les hace cotidiana la guerra, empiezan a ver los entornos, la maldad llega al territorio y muchos de ellos terminan participando en crímenes muy atroces”, señala AKA, líder y rapero de la Comuna 13 de Medellín, que impulsa procesos de resistencia comunitarios.
En un territorio como la Comuna 13, en el que varios actores armados han hecho presencia, se evidencia una situación que se presenta tanto en contextos urbanos como rurales, y que genera vulnerabilidades para los niños: “los grupos delincuenciales lo que han logrado es infiltrar la cotidianidad siempre de la gente del territorio y se va generando una gobernanza donde ya no se distingue lo legal y lo ilegal”, afirma AKA.
Por eso, un elemento fundamental para los menores de edad es contar con entornos protectores, pues en estos casos se generan condiciones distintas que disminuyen las posibilidades de vinculación con estructuras criminales, afirma la Coalico.
El reclutamiento nunca es voluntario
Los grupos armados y bandas criminales aprovechan los contextos de vulnerabilidades de los menores de edad para vincularlos a sus estructuras. “No hay un grupo armado, ya sea del conflicto o ya sea del crimen organizado que no reclute, use y utilice a niños, niñas y adolescentes”, afirma Hilda Molano, de la Coalico. En algunos casos, como lo señala la Unicef, los menores son secuestrados, pero en otros se encuentran situaciones como amenazas a las familias, falsas promesas u ofrecimiento de bienes materiales.
Según Leonardo Gónzalez, director de Indepaz, se identifica un cambio en las estrategias de los grupos armados, que antes utilizaban un discurso político como forma de convencimiento. Ahora la oferta se basa especialmente en dinero y poder. Además, se utilizan métodos como el convencimiento personal, en sitios que frecuentan los menores como espacios deportivos y en la salida de los colegios.
Pero también, en los últimos años, los grupos armados han comenzado a reclutar a través de redes sociales, especialmente Tik Tok e Instagram, en cuentas en las que se muestra la guerra como una alternativa de vida.
“La gran mayoría de los muertos en combate son menores de edad”, afirma González.
A pesar de la prohibición del uso de menores en la guerra, los grupos armados continúan con esta práctica porque, como afirma Leonardo González, se han dado cuenta de que es más fácil que reclutar personas mayores. “Hay escuelas de entrenamiento de menores, hay escuelas de sicariato, en algunas zonas como el norte del Cauca y el sur del Valle del Cauca. De ahí son reclutados y los trasladan a otros frentes o otros bloques”, afirma.
Esto, según la Unicef, lo hacen con el fin de ampliar sus capacidades militares y operaciones, para extender su dominio sobre el territorio, aumentar sus fuentes de ingresos ilegales y combatir a otros grupos armados. Además de los roles de combate, los niños son usados también en labores de inteligencia, como mensajeros, entre otras tareas que les asignan grupos armados y bandas criminales. “ En estos casos, a veces, los niños siguen viviendo en su comunidad, en su familia. Muchas veces es el primer paso para que entren de manera definitiva en el grupo armado”, afirma Julien Hayois.
¿La responsabilidad es de los menores? Los dilemas del sistema penal
La vinculación de niñas, niños y adolescentes en la guerra es una decisión estratégica, no solo por los roles que cumplen sino también por las normas que buscan la protección de la niñez y que terminan siendo aprovechadas por los actores armados, como el Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes, que es aplicado para delitos cometidos por personas entre los 14 y los 18 años y se diferencia del sistema de adultos por su carácter pedagógico.
Esto quiere decir que los delitos que cometen los menores son juzgados de manera diferente, “y esto lo sabe el grupo armado y la delincuencia común, que muchas veces utiliza a los menores”, afirma Leonardo González.
En este sentido, como lo señala, lo primero que se debe tener en cuenta es que un menor de edad reclutado o vinculado a la violencia es una víctima y en ese sentido el Estado debe atenderlo.
Así también lo indica Hilda Molano de la Coalico, quien afirma que en estos escenarios “siempre hay una estructura, un adulto detrás que está determinando las acciones. Esto no aparece de manera aislada. De por sí los niños y las niñas no son malos, son el resultado de nuestra historia, de nuestra cultura, de las fallas en el principio de corresponsabilidad”, dice.
En los últimos días, frente al caso del senador Miguel Uribe, las opiniones están divididas en relación con la responsabilidad del menor que ejecutó el atentado, pero como afirma Molano, lo primero es entender la razón de un sistema punitivo diferenciado, que busca la protección de la niñez.
“Esto está pensado para la sociedad en su conjunto. Si logramos recuperar a quien ha fallado, a quien ha cometido un delito cuando es menor de 18 años, vamos a tener una oportunidad de lograr una resocialización. Si las cosas funcionaran como están pensadas en la ley, lo que nos da es una oportunidad también como nación”, dice.
Por otro lado, considera que la criminalización de los menores no es el camino porque son sujetos de protección por parte del Estado y el hecho de que hayan llegado a los grupos o bandas significa que hay una falla en el deber de protección. “Aquí la cadena de protección falló. Y entonces lo que hacemos es que además le caemos a él. Tenemos la oportunidad de restablecer los derechos que finalmente fueron vulnerados y que efectivamente tuviéramos una oportunidad de que fuera uno menos en la cadena criminal”.
Como lo ha señalado la Defensoría del Pueblo, grupos armados ilegales como el Eln, los paramilitares o las disidencias, funcionan en muchas ciudades y municipios del país a través de una figura de tercerización de bandas criminales, esto con el fin de ampliar su control territorial.
Estas bandas, según Leonardo Gónzalez de Indepaz, están conformadas en gran medida por menores de edad. “La utilización de estos jóvenes se da en ciudades como Cali, Jamundí, norte del Cauca, Buenaventura, Bogotá, Medellín, Barranquilla, Cúcuta; es decir, se ha ampliado el margen de presencia de estos grupos hacia las ciudades determinado especialmente por la economía ilegal, el microtráfico”, afirma.
Esto quiere decir que el conflicto armado que ha escalado de manera especial en las zonas rurales del país tiene una relación directa con la violencia que se concentra en las ciudades y que se moviliza por el uso de menores de edad que tienen diferentes roles y que, como dice González, son más baratos y fáciles de controlar.
Para Julien Hayois de la Unicef, estas conexiones entre grupos armados y bandas criminales son evidentes, “a veces es difícil distinguir el uno del otro. Y ambos, utilizan y usan niños, niñas y adolescentes en las actividades”, dice.
De acuerdo con cifras del Ministerio de Defensa, durante el período del actual gobierno, se han recuperado 704 menores de edad reclutados por grupos armados, el 81 por ciento estaban en estructuras de disidencias de las Farc. A pesar de los esfuerzos por restablecer los derechos de los menores, el fenómeno del reclutamiento, uso y utilización continúa tomando fuerza desde 2016, como lo reconocen organizaciones como la Coalico, lo que implica retos para el Estado frente a las garantías para proteger a la niñez.
En una casa de madera, a orillas del río Inírida, una abuela puinave le canta a su nieta una melodía antigua. La niña escucha en silencio. Entiende cada palabra, pero no responde. Ni siquiera cuando su abuela le pregunta en lengua qué quiere desayunar. La niña solo sonríe y contesta en español: “pan con chocolate”. Ese momento, aparentemente trivial, encierra una de las heridas más profundas que hoy atraviesa la cultura en el Guainía: la pérdida de la lengua materna.
En las comunidades puinave cercanas a Inírida, cada vez más niños y niñas entienden su lengua ancestral, pero no la hablan. Y lo que no se habla, se pierde.
La urbanización, la migración interna, la influencia de iglesias evangélicas, un sistema educativo que prioriza el castellano y la ausencia de políticas públicas con enfoque cultural están acelerando este desarraigo silencioso.
En el aula, el español es la lengua dominante. En casa, muchos padres, al provenir de distintas etnias, optan por el español como lengua común. Y en la calle, hablar en lengua puede ser motivo de burla. “Les da pena que los compañeros los escuchen”, dice un docente. “En la casa ya no se conversa en lengua”, repite otro. El resultado es un corte generacional: los abuelos hablan; los padres mezclan; los niños callan.
Fotografía: Sirley Muñoz
“Negar la lengua es como negar a la mamá”
Alfonso Díaz lo dice sin rodeos. Maestro bilingüe desde 1980, jubilado, líder del pueblo puinave y referente moral en su comunidad, Díaz ha sido testigo de cómo su lengua se va silenciando poco a poco.
“Nuestros paisanos están equivocados”, afirma con voz firme. “Creen que el castellano es lo más importante y les dicen a sus hijos que no hablen la lengua. Nuestra identidad está amenazada porque ya no se comparte el mingao, ya no se come en el mismo plato. Negar la lengua es como negar a la mamá, la sangre”.
Díaz recuerda que cuando era joven, estaba prohibido hablar lengua en la escuela. Solo el español era considerado válido. Luego vinieron los misioneros evangélicos. “Sofía Müller decía que era mejor que se murieran las costumbres”, recuerda. Aún hoy, muchas prácticas culturales han sido estigmatizadas como “atrasadas” o “paganismo”.
Sin embargo, su mensaje no es de resignación, sino de resistencia: “Saquemos nuestros hijos adelante con estudio, pero sin perder nuestros usos y costumbres. Que los padres aconsejen, que los hijos tengan horario, proyección de vida, que no busquen pareja a temprana edad”.
La pérdida de la lengua no es un fenómeno espontáneo. Tiene raíces estructurales. Así lo explica Elkin Arcesio Granda Pérez, rector del colegio Francisco de Miranda, con más de tres décadas de experiencia en etnoeducación: “Hay casos donde los padres hablan lenguas diferentes, entonces el niño opta por hablar solo español. Además, muchos lo entienden pero no lo escriben. El docente tiene que investigar más: ¿de dónde viene el niño? ¿Qué vive fuera del aula?”
El problema, agrega, no es sólo lingüístico. También influye el conflicto armado, la ausencia de figuras paternas, el desplazamiento forzado, la pobreza. “Necesitamos docentes del territorio, con enfoque cultural, preparados no solo por plata, sino por convicción.”
Fortunato Meregildo, rector de seis sedes rurales a orillas del río Inírida y miembro del pueblo curripaco, lo resume con una frase lapidaria: “El problema está en casa”. Aunque las escuelas rurales intentan usar tanto lengua como castellano, la falta de continuidad en el hogar debilita el aprendizaje. A esto se suma otro obstáculo: la falta de una grafía unificada para las lenguas del Guainía, lo que dificulta la producción de materiales escolares. “Y la tecnología también nos está alejando de lo esencial: hay que salir del aula, caminar el conocimiento.”
Esa desconexión entre escuela y territorio es una de las preocupaciones de Yulitza Lasso Ipia, docente indígena de la Institución Educativa Rural Internado de La Ceiba. Como mujer puinave, madre, licenciada en etnoeducación y cultura, y estudiante de maestría en pedagogías comunitarias, Lasso conoce bien los desafíos que enfrentan sus estudiantes y sus propias hijas.
“La mayoría de nuestros niños y jóvenes entienden la lengua, pero no la hablan. Tienen miedo a equivocarse o a que los demás se burlen. A veces incluso los padres no dominan bien el idioma y prefieren no hablarlo”, explica.
Desde su experiencia como docente, también ha visto cómo el sistema escolar muchas veces falla en adaptar los procesos educativos al contexto cultural. “Las estrategias de enseñanza de la lengua no están unificadas. Falta formación para los docentes, pero también falta reconocimiento y apoyo institucional”, dice.
Aún así, apuesta por la transformación desde adentro. Ha desarrollado proyectos pedagógicos en los que involucra a sabedores, utiliza cuentos tradicionales, grabaciones orales y ejercicios de traducción para conectar a los estudiantes con su herencia lingüística. “El niño debe entender que la lengua no es algo del pasado, es algo que vive en él. Y para eso hay que vincularla con la vida diaria, no dejarla solo en el aula”.
Fotografía: Sirley Muñoz
No es solo una lengua: es una forma de estar en el mundo
La pérdida de una lengua no es solo un asunto lingüístico. Es también una pérdida cultural, espiritual, ecológica. Cada palabra que desaparece arrastra con ella una forma única de entender el mundo. Los nombres de los árboles, de los ríos, de los animales. Las formas de saludar, de contar el tiempo, de rezar o de sanar. Las lenguas indígenas no son solo medios de comunicación: son estructuras de pensamiento, cosmovisiones completas.
El Guainía no solo es biodiverso, también es profundamente pluricultural. Pero esa riqueza está amenazada si no se protege el principal vehículo de transmisión intergeneracional: la lengua.
En discursos públicos, documentos oficiales y reuniones institucionales, se habla de “educación propia”, de formar maestros en lengua, de producir cuentos y cartillas en idiomas originarios. Pero en la práctica, el currículo sigue siendo homogéneo. El aula rural sigue desprovista de herramientas pedagógicas con enfoque cultural. Los niños siguen aprendiendo en un sistema ajeno a su mundo.
El olvido de la lengua puinave también deja grietas en la relación con la naturaleza. Lo explica un líder comunitario mientras camina por un caño contaminado: “Los abuelos nos enseñaban que el bosque tiene dueño, que no se tumba por gusto, que si uno entra a cazar debe pedir permiso con el pensamiento”. Pero ya casi no hay niños que escuchen esos consejos. Ni en lengua, ni en español.
La lengua no solo nombra el mundo: lo regula. A través de ella se establecen normas ancestrales para respetar el monte, el río, los animales. “Cuando el niño no habla lengua, tampoco entiende por qué no debe matar una danta preñada o dañar una ceiba”, dice un docente indígena en una escuela rural. Sin lengua, los códigos culturales que protegían la selva empiezan a diluirse.
Además, muchas de las palabras puinave no tienen traducción exacta al español. Son conceptos complejos que combinan el cuidado, el respeto y la reciprocidad. En lengua, por ejemplo, se puede nombrar el tipo de silencio que hay antes de la lluvia o la forma en que un pez se deja atrapar por respeto a quien lo invoca con canto. Ese conocimiento ecológico profundo, transmitido oralmente, también está en riesgo.
Mientras tanto, los sabedores mueren, los cuentos se olvidan, los cantos se apagan.
¿Qué se puede hacer?
Desde las comunidades, las propuestas son claras y nacen de la experiencia y la urgencia. Es necesario crear proyectos comunitarios de revitalización lingüística que involucren a todas las generaciones y no se limiten al aula. También se deben diseñar y distribuir materiales escolares en lengua originaria, adaptados a los contextos locales, para que los niños puedan aprender a leer y escribir su idioma desde pequeños.
Formar jóvenes como aprendices de sabedores —no solo como estudiantes, sino como futuros portadores del conocimiento ancestral— es clave para garantizar la continuidad cultural.
Además, fortalecer la educación propia implica exigir que los docentes tengan perfiles culturales adecuados, con conocimiento del territorio, la lengua y las dinámicas comunitarias. Finalmente, los medios comunitarios deben ser aliados en esta tarea: contar historias, emitir cantos, compartir consejos en lengua, para que el idioma no solo se escuche en la escuela, sino también en la radio, en los celulares, en los altavoces del resguardo.
Solo así, con acciones concretas y sostenidas, se podrá evitar que el puinave y las lenguas indígenas amazónicas en general, se conviertan en un eco sin respuesta.
También es necesario que el Estado reconozca que revitalizar una lengua no es una tarea folclórica, sino una responsabilidad constitucional. Y que los pueblos indígenas no necesitan “salvarse”, sino ser escuchados, respetados y acompañados en su lucha por no desaparecer culturalmente.
Una esperanza en voz baja
En la misma casa donde empezó esta historia, la abuela sigue cantando. A veces, la nieta tararea. Otras veces, repite una palabra. ‘Abusic’, dice, cuando tiene hambre.
Esa chispa, aunque pequeña, es una esperanza. Porque mientras haya quien escuche, quien entienda, quien intente decir —aunque sea una palabra—, hay una lengua que aún respira.
Por generaciones, la arena ha sentido el temblor de los pies danzantes de hombres y mujeres Wayuu. En círculos perfectos, como las fases de la luna o el halo del sol, ellos repiten una coreografía milenaria que nació del viento. La Yonna, más que un baile, es una manifestación espiritual que conecta a los Wayuu con Mma —la tierra—, con Maleiwa —el dios supremo—, y con sus ancestros. En sus pasos y en su ritmo vive la herencia de Joutai, el viento que les enseñó a danzar.
Este ritual sagrado ha sido transmitido oralmente por sabios y sabias, ejecutado en momentos clave de la vida comunitaria: para agradecer por la lluvia y la abundancia, para despedir a los muertos en su camino a Jepira, para celebrar la salida de una joven de su encierro o para presentar públicamente a nuevos piaches, los líderes espirituales.
La Yonna no es una simple danza. Es un lenguaje de símbolos. Cada gesto, cada movimiento, cada instrumento tiene un valor espiritual.
La kasha, tambor ceremonial, resuena como un anuncio a los cuatro vientos: el ritual ha comenzado. En la pioi, la pista circular que representa el ciclo de la vida, los cuerpos se desplazan como nubes, zamuros, olas o tortolitas, imitando la naturaleza que los rodea y con la que viven en equilibrio.
“El Yonna representa la ritualidad, lo sagrado y una relación espiritual estrecha entre mma-tierra-naturaleza y sus hijos-Wayuu”, explica Frank Solano, antropólogo Wayuu del resguardo Mayabangloma. “Mediante las tecnologías, en el caso de la globalización, se ve más la Yonna como una muestra cultural y no espiritual”, lamenta.
Fotografía: Gabriel Linares
Un regalo del viento
Para Herminia Mengual, sabia del pueblo Wayuu, la Yonna fue un don de las antiguas deidades. “El Yonna fue un regalo del viento, nos lo dio para comunicarnos con Maleiwa. El viento nos enseñó a bailar, así decía mi mamá”. Ella recuerda que cada detalle del ritual tiene una carga espiritual: el pioi, hecho en la arena, permite que el danzante se conecte con la tierra, con la vida y con la muerte. “El Yonna se hace en la tierra porque sobre ella ocurren todas las cosas”, dice Herminia.
Además de representar la Tierra, el pioi también es identificado con Kashi, la luna, símbolo femenino de fertilidad, seducción y poder espiritual. Algunos relatos míticos describen el pioi como el halo de Kashi, una corona lunar donde las parejas Wayuu se desplazan formando círculos para presentar un nuevo piache, festejar la sanación de un enfermo o celebrar la pubertad de una joven.
La conexión entre Kashi y la Yonna es tan fuerte que muchos creen que la danza debe realizarse de noche, bajo la luna llena, momento en que los sueños cobran fuerza y los espíritus, los aseyuu, se comunican con el mundo de los vivos. Según la tradición, son estos espíritus quienes exigen, a través del sueño, la celebración de una Yonna para restablecer el equilibrio espiritual de una persona o de la comunidad.
El círculo del pioi evoca el halo de Kashi, la luna, y de Kai, el sol. Allí se ofrenda, se despide, se agradece. Las parejas giran en espiral, guiadas por el redoble de la kasha. El hombre entra primero y reta a las mujeres. Una de ellas acepta el desafío y lo persigue con gracia y fuerza, hasta que el hombre cae de cansancio.
“El hombre representa al Wayuu, y la mujer, a Mma, la tierra. Es una metáfora de respeto y equilibrio entre hombre, mujer y naturaleza”, explica Frank Solano. “Y en esa relación, es la mujer quien persigue, recordando que la naturaleza siempre está por encima del hombre”.
“La Yonna, en suma, es un ritual polisémico que conecta al pueblo Wayuu con sus orígenes míticos, con su territorio y con su futuro”, afirma la antropóloga Ángela Carrasquero. A través del cuerpo, el ritmo, el sueño y la memoria colectiva, se narran historias de transformación, castigo, fertilidad y sanación. “El tamborero permanece firme, con el kásha terciado al hombro, marcando el pulso sagrado de la ceremonia. A su alrededor, invitados, familiares y ancestros invisibles observan cómo, una vez más, la danza reintegra el cuerpo y el espíritu en el centro del universo Wayuu”, finaliza.
Con el paso del tiempo, la Yonna también ha cambiado. La globalización, el turismo y la presión de mostrar la cultura Wayuu en eventos públicos han transformado el ritual en una puesta en escena, muchas veces despojada de su carácter espiritual. Ya no siempre se danza en el territorio sagrado, sino en tarimas urbanas, festivales o ferias departamentales.
“El problema —señala Solano— es que en esos escenarios ya no se honra a los espíritus, sino que se entretiene al espectador”. Las innovaciones en los pasos, como el trote de caballo —un animal ajeno al territorio Wayuu—, se han incorporado para llamar la atención del público. Aunque visualmente impactantes, para algunos mayores estas variaciones diluyen el mensaje sagrado de la danza.
Sin embargo, para jóvenes como Ediht Paola Uriana, del resguardo de Mayabangloma, esta evolución también ha significado orgullo. “Pertenecí a un grupo de danza. Me gustó mucho aprender nuevos pasos, porque eso me permitió representar nuestra cultura y a nuestras mujeres. Me llena de orgullo”, dice.
El equilibrio entre tradición y modernidad es frágil. Mientras para algunos jóvenes la Yonna es una herramienta para visibilizar su identidad, para muchos mayores es un ritual que no debe despojarse de su espiritualidad.
Herminia Mengual lo expresa con preocupación: “Es malo lo que está pasando con la Yonna. No se debe presentar como algo a la ligera. Los espíritus se confunden, se molestan y se van. Si se van, ya no creerán en nosotros los Wayuu”.
El pioi ha sido testigo de generaciones de danzantes que han dejado allí su energía y carisma como tributo a la tierra. En cada redoble de kasha retumba el eco de los ancestros. Cada paso, cada caída, cada espiral cuenta una historia de resistencia.
En la actualidad, la Yonna vive en la tensión entre la tradición y el espectáculo, entre el ritual y la vitrina. Pero sigue siendo, para los Wayuu, una forma de volver al origen. De hablar con el viento. De rendir homenaje a la naturaleza que los sostiene. Y de recordar, danzando, que siguen siendo hijos de Joutai.
¿Podrá la Yonna seguir hablándole al viento si se olvida su lenguaje espiritual? Mientras el tambor siga sonando en la arena, los Wayuu seguirán buscando, en cada giro, el camino de regreso a Joutai.
Inírida es un rincón remoto de la selva amazónica en donde los ríos oscuros dibujan caminos en medio del verde espeso de la vegetación. Es también la casa de una fauna biodiversa con una belleza difícil de describir. Quizás por esas razones, el municipio se convirtió el pasado 10 de mayo en la sede nacional del Global Big Day 2025. Por primera vez, un departamento de la Amazonía fue seleccionado para recibir a sus connacionales en este evento de ciencia ciudadana que se realiza paralelamente en muchos lugares del mundo, cada año convoca a miles de observadores de aves para registrar las especies de sus territorios.
La jornada no solo marcó un hito en la visibilidad del Guainía como destino de aviturismo, sino que reunió a más de 350 personas entre capacitaciones y recorridos, e incluyó la participación activa de comunidades indígenas, instituciones locales y nacionales, expertos en ornitología y aficionados a las aves.
Colombia, líder mundial en avistamiento de aves
Mientras en Inírida se sumaban cantos y plumajes a los registros locales, Colombia volvía a posicionarse como el país más biodiverso en aves del mundo.
Según informó Parques Nacionales Naturales, el país registró 1.560 especies de aves, consolidándose nuevamente como el líder mundial en biodiversidad de avifauna durante el Global Big Day 2025.
Con más de 12 mil listas enviadas a la plataforma eBird, Colombia superó a Perú que registró 1.398 especies y a Brasil con 1.245. Más de 30 áreas protegidas del país, desde la Serranía de Manacacías, Meta, hasta los bosques del Amacayacu, Amazonas, participaron activamente con el respaldo de guardaparques, comunidades, visitantes y científicos. Este resultado no solo confirma a Colombia como epicentro de la avifauna mundial, sino que refleja el compromiso colectivo con la conservación y la ciencia ciudadana.
Cotinga Pompadour / Fotografía: Mike Goad,Jacamar bronceado / Foto: Anthony Kaduck
Un esfuerzo colectivo desde la selva
“El rol que tuvimos con mis compañeros fue el de organizar el evento del Global Big Day 2025, teniendo en cuenta los compromisos que ya habíamos adquirido con la nación”, explicó Andrés Bernal, funcionario de la Secretaría de Agricultura, Medioambiente y Desarrollo Económico del Guainía.
“Es la primera vez que un departamento de la Amazonía es sede nacional. Eso implica una mayor visibilidad del territorio y nos posiciona como un destino para el turismo de naturaleza”.
Gracias a ese reconocimiento, el evento fue posible con el apoyo de entidades como el Ministerio de Comercio, Fontur, Aerocivil, SEPA y la Gobernación. “Antes lo organizábamos sólo con recursos locales. Ahora, cada entidad aportó para financiar capacitaciones, logística, rutas y kits con dotación para los participantes”, agregó.
El registro en Caño Vitina: 70 especies y mucho aprendizaje
Una de las rutas más destacadas fue la del Caño Vitina, donde se identificaron 70 especies locales, ya que las aves migratorias del norte ya habían partido y las del sur aún no habían llegado. Para Sergio León, ornitólogo participante, estas jornadas son esenciales: “El Global Big Day nos permite compartir con personas con experiencia, aprender a diferenciar especies y descubrir la riqueza local. Nos abre el interés por explorar otras zonas y administrar nuevos puntos de observación. Es el inicio de procesos de aprendizaje y conservación”.
Entre las especies avistadas estuvieron: Colibrí ermitaño pico grande (Phaethornis malaris), Manaquín de corona amarilla (Heterocercus flavivertex), Vencejillo tijereta (Tachornis squamata), Aguililla blanca (Pseudastur albicollis), Jacamar bronceado (Galbula leucogastra), Cotinga Pompadour (Xipholena punicea) Mike Goad, Carpinterito telegrafista (Picumnus exilis), el más llamativo del recorrido.
Colibrí ermitaño pico grande (Phaethornis malaris)/ Fotografía: Hector Bottai Manaquín de corona amarilla (Heterocercus flavivertex)/ Fotografía: Hector Bottai
León subrayó: “Identificamos especies muy locales de la Amazonía oriental. Eso reafirma la importancia de conservar estos ecosistemas”.
“El Global Big Day es una herramienta para visibilizar al Guainía y posicionarlo como un destino turístico nacional”, sostuvo Bernal. “Queremos una conversión productiva: pasar de economías como la minería ilegal a actividades sostenibles como el turismo de naturaleza”.
Las comunidades indígenas de Paujil, Sabanitas, Remanso, Concordia y Caño Cunuven acogieron las rutas de observación en sus territorios. “Desde un inicio se tuvo en cuenta que los guías fueran locales y que las comunidades estuvieran involucradas en toda la logística. Incluso, hicimos una capacitación exclusiva para los guías turísticos con un experto nacional”, afirmó.
Se habilitaron once rutas (seis terrestres y cinco fluviales), incluyendo sitios como Coco Viejo, Tierra Alta, Kenke, Laguna Matraca y La Rompida. Según Bernal, “los recorridos fluviales y terrestres tenían cupos limitados para no espantar a las aves. Pero las capacitaciones fueron abiertas al público y asistieron más de 200 personas por día”.
Aguililla blanca (Pseudastur albicollis)
Más que pajarear: construir paz con la naturaleza
“El avistamiento de aves es mucho más que ‘pajarear’ —dijo Bernal—. Es una herramienta de conservación y de transformación del territorio. Estamos tan apartados del centro del país que eso ha permitido conservar nuestra riqueza cultural y natural. Ahora queremos mostrarla, pero con respeto”.
Para Parques Nacionales, cada lista, cada especie registrada, no solo aporta a la ciencia, sino también a la construcción de un país más consciente. “El Global Big Day fortalece la conexión con el territorio, los saberes que lo construyen y promueve la paz con la naturaleza”, expresó la entidad en su comunicado nacional.
Y si alguna duda quedaba sobre el impacto del evento en Inírida, los números hablan por sí solos: más de 200 personas estaban listas a las 4:30 a.m. para embarcarse en las rutas; más de 350 en total participaron activamente entre recorridos y capacitaciones.
“Nosotros teníamos planeado algo más pequeño y se nos creció. Pero eso es lo bueno: vimos que lo que hemos venido trabajando está dando resultado”, concluyó Bernal con entusiasmo.