Ilustración: Camila Bolívar
Todo el país Entrevista

Los indígenas fueron despojados hasta de ‘la jaguaridad’

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El jaguar pasó de ser una deidad a convertirse en el principal enemigo en los territorios rurales de Colombia. Consonante entrevistó al antropólogo ambiental Carlos Castaño-Uribe, quien hace cuatro décadas propone métodos para preservar al felino bajo la ‘la ética del cuidado y la conservación’.

Del Caribe surgen noticias con cadáveres de jaguares, como las de Tadó, entre unas 25 y 30 veces por año. Después de los Andes, en donde se produjo un éxodo por la transformación de la tierra, esta es la zona donde más confrontación y muertes de jaguares hay, por unidad superficial, en todo Colombia. 

Carlos Castaño-Uribe, antropólogo ambiental y quien durante 40 años ha investigado ese conflicto latente entre especies, comparte el censo de riesgo, y dice con plena certeza que el caso de los ataques a muerte de dos jaguares en Chocó es uno de tantos sustratos de un conflicto que lleva muchos siglos: “a lo largo de estos últimos 500 años, desde la Conquista hasta nuestros días, es evidente que el jaguar se ha llevado la peor parte”, anticipa.

En este panorama, según el experto, hay mucho por analizar como lo es la pérdida del carácter sagrado del jaguar; la radiografía violenta que la situación imprime del país y las consecuencias de la extinción del felino como primer animal de la cadena trófica (o alimenticia), entre otros matices que, en cualquier caso y según el académico, tienen lamentables consecuencias. 

“Si este animal se extingue, como ya lo hemos podido comprobar desde el punto de vista ontológico, ecológico y sistémico, entra en deterioro sucesivo la composición natural que nos rodea”, dice Castaño-Uribe, quien también dirige la Fundación Herencia Caribe y durante una década estuvo al frente de los Parques Nacional Naturales de Colombia.

Los constantes ataques que recibe el jaguar corresponden a un contexto más amplio en términos de la problemática ambiental que representa. Aunque esta no es la única especie atacada por humanos o por los efectos que estos producen en el entorno; sí es, según el antropólogo, uno de los pocos felinos que se reviste de una connotación divina percibida durante siglos y con orígenes amerindios.

Además, el jaguar es un animal sostén dentro de su comunidad biológica, lo que quiere decir que de él depende que la energía y los nutrientes fluyan de un lado a otro. Con esto en riesgo, todas las especies de la cadena alimenticia lo están y, en consecuencia, los sistemas neotropicales que el felino habita: en América, desde México hasta Argentina.

“Más del 50 por ciento del territorio del jaguar ha desaparecido en el continente ―aclara Castaño-Uribe―. En gran parte de América se logró su extinción, como en Uruguay y en países centroamericanos. Y en otros tantos, como Colombia, estamos en una carrera desbocada por la transformación de todo el territorio a tal suerte que las oportunidades de supervivencia del jaguar son cada vez más restringidas”.

La Fundación Herencia Caribe, encargada de proponer un Plan de Conservación de Felinos, PCFC, desde 2007, ha hecho presencia en las serranías del Darién, Perijá, San Lucas y en la Sierra Nevada de Santa Marta, también en el Nudo del Paramillo y otros territorios cercanos a grandes humedales como La Mojana, la Depresión Momposina u otros ribereños del Bajo Magdalena. 

De su experiencia, Castaño-Uribe tiene mucho para aportar ahora que, con el caso de los jaguares atacados por indígenas, surgió la idea de una posible creación de un corredor ecológico a 905 km de distancia del Caribe, por la Ruta del Sol, en Chocó. 

Consonante entrevistó al experto.

Consonante: Es usual recibir noticias de jaguares atacados por humanos en todo el país, ¿de estudiar con esmero el conflicto entre especies, específicamente felinas, qué cree que es apremiante decir?

Carlos Castaño-Uribe: Es un conflicto tan complejo como lo es nuestro país: cargado por una secuencia secular de violencia que nos ha agobiado en medio de una serie de ofertas maravillosas de la naturaleza. 

Nuestro país ha sido diagnosticado muchas veces: es un sistema de cosas interrelacionadas que no interactúa; aquí se exhiben por separado una gran cantidad de comportamientos que no logran sumar y, por el contrario, tienden a antagonizarse. Aunque tenemos numerosas regiones naturales e idiosincrasias, no se articulan en un proceso de interés nacional e identitario. En lugar de rescatar las fortalezas enormes de eso, seguimos en la dicotomía del conflicto desde lo social, cultural, ambiental y político que nos convierte en uno de los países con mayor riqueza natural pero, a la vez, con el rótulo de hot spot. Es decir, somos un área caliente que cuenta con una gran oferta de biodiversidad y con una enorme destreza y rapidez para destruir y atentar contra ella.

C.: Usted dice que el jaguar está revestido de un enorme poder, ¿lo ha perdido? 

C.C.U.: Hemos logrado antagonizar de tal forma nuestra propia naturaleza que vemos un cambio muy dramático entre, haber considerado durante siglos al jaguar como una deidad, a ser hoy el principal enemigo en los territorios rurales del país.

C.: ¿Qué lo produjo?

C.C.U.: Con las sociedades prehispánicas, antes de la conquista, había un concepto de integración enorme con el medio natural, mucho más próspero y profundo que en la actualidad. Dentro de todo ello, el jaguar era un factor fundamental de arraigo, pervivencia, reunía una gran cantidad de valores y elementos estructurales del pensamiento. De modo que el concepto de ‘la jaguaridad’ se volvió transversal en la forma filosófica de todos o de la gran mayoría de los pueblos indígenas, tanto como para llevar al jaguar al lugar más distintivo dentro de un pensamiento cosmogónico y hasta entender el flujo de la propia existencia con esta especie. 

La gran mayoría de pueblos no sólo tenían una relación estrechísima con la idea de ‘la jaguaridad’; también emulaban al felino permanentemente como una de sus figuras más icónicas desde lo simbólico y desde un perspectiva de la organización social y cultural. Eso fue, entre otras cosas, lo que causó una precaución enorme por parte de las huestes españolas: darse cuenta, por ejemplo, de que los indígenas salían con el jaguar a repeler la invasión europea después de que se demostró ese interés totalmente extractivo.

Venir a apropiarse de la seguridad y sobrevivencia de esos pueblos, lo sabemos todos, fue un estímulo más por exfoliar el territorio que por conservarlo. 

C.: ¿Cómo se desvanece la noción de ‘la jaguaridad’?

C.C.U.: La gran mayoría de las comunidades, independiente de su familia lingüística, de su nivel de desarrollo sociocultural y sus proyecciones en los modelos económicos, parecían tener una muy clara preferencia por utilizar al jaguar como un elemento estructurante del conocimiento. Lo llegaron a imitar, incluso, desde cualquier perspectiva: chamanes, cazadores, guerreros, entre otros, tomaron atributos felinos que admiraron. Eso pasó desde la penetración del hombre a este continente y prevaleció durante siglos. Pero se acaba rápidamente con un cambio de visión profunda: el jaguar se vuelve indeseable porque es vendido, por parte de los españoles, de una forma fuerte y secular. Lo entronizan y lo estimulan ―desde una perspectiva de la religión católica― como la representación diabólica, lo que tiene consecuencias dramáticas en todo el fluir del pensamiento aborigen, que empieza a hacer estigmatizado desde entonces hasta nuestros días. 

C.: ¿Pierde el jaguar el lugar de animal tótem, de poder o sagrado?

C.C.U.: En todo el territorio de conquista. El jaguar, que fue llamado por los españoles como tigre, se convierte en el símbolo de lo salvaje, el otro enemigo profundo. Eso costó vidas enteras en medio del proceso de los indígenas que aprendieron a tratar el tema, que los obligaba a separarse de todas sus creencias y a no seguir demostrando ningún tipo de culto a este felino. Los conquistadores, y todos su séquito, se encargaron de torcer la relación hasta cortar el vínculo espiritual tan fuerte que existía. 

Uno de los factores a través de los cuales la Corona permitió durante mucho más tiempo la esclavitud de las comunidades indígenas, de hecho, dependía fundamentalmente del relacionamiento que demostraba tener una población con el jaguar. La cultura de la conquista seguía ritos "nefandos" ―que era como los españoles entendían lo del jaguar―, y se volvió un arma muy contundente para perseguir poblaciones que, por demás, recibían la valentía y la sapiencia del felino justo antes de los ataques, algo que los indígenas programaban para repeler a los conquistadores.

El catolicismo, rápidamente, también se sirvió mucho de poder satanizar al jaguar y proponer analogías con éste y el demonio y el culto de los indígenas, por lo tanto, “satánico”. Estos comían carne humana como los jaguares: parte del gran mito que se propagó y que fue peligroso. Y lo fue no porque no hubiera indígenas que emplearan la antropofagia como un instrumento ceremonial y religioso (particularmente para entronizar en el poder de sus muertos), sino porque se utilizó para hacer propaganda de salvajismo contra los indígenas, como si los españoles no lo hubieran sido con toda nuestra geografía.

Cuando los chamanes morían, cuenta el antropólogo, una de las prácticas era quemar el cuerpo y consumir comúnmente sus cenizas, con bebidas hechas con maíz, y encarnar en el cuerpo todas las virtudes del recién fallecido.

C.: Hay quienes atribuyen el desplazamiento de estos felinos cerca a caseríos por la deforestación u otras actividades que han generado movimientos entre especies, como históricamente con los cambios en el ambiente. ¿Es normal o asistimos a una disputa territorial sin precedentes?

C.C.U.: Detrás de la gran vulnerabilidad que tiene esta especie silvestre, está que los hemos ido arrinconando de una forma superlativa: llevamos muchos siglos transformando nuestro territorio. Tratando de replicar, además, una forma de desarrollo territorial que es lo más inconveniente que pueda haber para nuestro país ―tropical biodiverso―, pero, esa realidad absolutamente nadie la ha entendido y, por el contrario, eso que es nuestro gran capital a futuro, cada vez más evidente se ha venido destruyendo.

Desde hace mucho tiempo estamos remedando la visión eurocéntrica de desarrollo que nos dejaron con la Conquista. Estamos tratando de revelar la forma de apropiación de territorios a través de actividades económicas que nada tienen que ver con nuestra realidad ecuatorial. A este patrimonio, exquisito y sorprendente que nos permite tener recursos a granel, lo estamos cambiando para aplicar el modelo de países tórridos y templados. Lo que hay de por medio es una subvaloración de lo que tenemos.

C.: ¿Qué recomienda para el Chocó después de aplicar el plan de conservación de felinos en el Caribe?

C.C.U.: Lo que hemos visto, tratando de aplicar diferentes modelos, es que matar a un jaguar tiene un valor: se vuelve un trofeo por haber sometido a la naturaleza y a esta figura asociada con “lo perverso”, con lo “no deseable”. Eso es algo que no hemos logrado contrastar con un requerimiento indispensable ―y uno de los aspectos donde falla profundamente la política del marco legal―: los instrumentos estatales para poder abordar adecuadamente el tema de la identidad territorial. Esto quiere decir que no se puede abordar este conflicto sin tener en cuenta cómo rescatar los valores de la tradición, de la cultura, el arraigo junto al jaguar como lo que ha sido siempre, el dueño de la selva.

C.: ¿Es un conflicto cultural?

C.C.U.: Lo que pasó en Tadó, Chocó, claramente es una cosa que ocurre en cientos de localidades en Colombia, desde hace mucho tiempo. En el Canal del Dique ―que separaba las aguas del río Magdalena de las ciénagas―, a 20 minutos de Cartagena, se veían jaguares en 2005. Durante nuestro trabajo de observación, notamos que este era un camino pasacaballos y, a lo largo de muchos puntos de la cuenca, se veían jaguares. Pero sus cabezas tenían precio por parte de los ganaderos. En este sitio había un club de casa extraoficial que llevó, incluso, a expresidentes de la República a ir de cacería en esta región también conocida como los Montes de María. La implementación de un corredor ecológico, en este sitio, implicó abordar todos los problemas secundarios: violencia, lucha armada, desplazamientos, que es lo que ocurre en el resto de Colombia. Esto tiene enfrentadas tres grandes columnas: la ambiental, la social y la cultural.

C.: Mencionó una grieta del marco legal, ¿la normatividad que existe es suficiente?

C.C.U.: No me desvela mucho ese aspecto, pero sí me preocupa mucho más que la normatividad no logre aterrizar en lo práctico, en el día a día de las comunidades locales, que son las que tienen que vivir esta dificultad. Y el ordenamiento territorial es transversal a todo esto. El problema más complicado que tiene que resolver Colombia, desde mi perspectiva, es cómo frenar la deforestación. En los últimos cinco años se disparó de una forma aterradora y no ha habido ningún instrumento idóneo para atenuar progresivamente los efectos del deterioro  ―como el tránsito del jaguar a centros poblados―, que es la raíz de muchos de nuestros males. Para la creación de un corredor ecológico se requiere algo más que un interés biológico, se requiere un interés espiritual.

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