“Aquí estoy, nojoñe, en esta revolución. Esto es lo que a mí me gusta y me vo’ a morí en la revolución”, le promete 'La Mocha' a su hijo menor mientras atiza el fogón para la sopa de costilla que venderá en el Festival de Los Laureles en el municipio de Distracción, al sur de La Guajira. “Vamo a pelá yuca, ponela a cociná”, le ordena.
Es el primer día de las fiestas que celebran la música vallenata y las bandas marciales. Son las 11:30 de la mañana. Todo lo que escucha 'La Mocha' es el sonido de los calderos y las voces de sus clientes. Muy al fondo, una canción de Poncho Zuleta. “Mocha”, dame una sopa ahí. “Mocha”, echale bastante presa. Así le dicen a Ermelinda Cecilia Daza Arias, una de las cocineras con mejor sazón de la región. 'La Mocha' sonríe y responde a gritos, casi siempre con algún chiste vulgar. Es alta y tiene unas manos grandes con las que manipula un cuchillo filoso para despresar la costilla y cortar las verduras. 'La Mocha' agarra unos plátanos con su mano izquierda y con la derecha empuña la cacha del cuchillo. La maniobra deja ver su dedo índice, al que le hacen falta dos falanges.
—¿Por qué todos te dicen 'La Mocha'? —le pregunto.
—Me lo mocharon cuando pequeña. El deo, no otra cosa. Tenía tres años cuando sucedió en un sitio que se llama San Luis, que pertenece al caserío de Los Hornitos en el balneario El Silencio, cuando Distra pertenecía a Fonseca. Bueno, allá me lo mocharon y desde entonces soy alias 'La Mocha' —cuenta en medio de una carcajada.
Está al mando de una de las diez carpas de gastronomía local del festival. La estructura metálica la protege del sol y de las lluvias que suelen caer en esta temporada. Su puesto de comida está en uno de los puntos más estratégicos, en toda la plaza principal, diagonal a la Casa Cural. Allí, entre mesas, sillas, ollas, platos y cucharas, termina de cocinar el menú del día.
—“Mocha”, ¿y qué tienes para hoy? —le pregunto sin poder terminar la frase.
—Tengo de todo pa todos esos muérganos: carne asada, pechuga a la plancha, cerdo guisado, chivo guisado, iguana en coco y sopa de costilla y de mondongo levanta muerto. Menos el muerto de abajo, a ese tienen que comprarle es una lápida y de esa vaina yo no vendo —dice en medio de una risotada.
Son 40 años los que esta mujer ha dedicado a la venta de comida ambulante en La Guajira. 'La Mocha' empezó ofreciendo sus platos en un restaurante en Fonseca, pero luego le apostó a cocinar para cada uno de los festivales del sur del departamento. Su tour comienza en febrero en las fiestas del Carnaval de Fonseca y termina en diciembre en el Festival Nacional de Compositores de Música Vallenata en San Juan del Cesar.
Sin embargo, 'La Mocha' y los más de 50 vendedores ambulantes de los festivales se enfrentan constantemente a varios obstáculos que afectan su rentabilidad y su seguridad: la persecución de los organizadores, los cortes de energía, las riñas, los robos y las lluvias, ya que cuando llueve baja la asistencia de personas a la plaza y, con ello, también las ventas.
“Últimamente esto está fregado, los organizadores no nos quieren dejar trabajar a nosotros, los vendedores, salchipaperos, chuzeros y caveros. Y un festival sin vendedores no es festival”, dice 'La Mocha'. Antes, recuerda, eran varias las mujeres que se dedicaban a este oficio: “estaban las Peñaranda, las Pitre, las Idalide y una señora de Distracción que no recuerdo el nombre”. Ahora ella es la única representante de la culinaria en los festivales del sur.
“Recuerdo que a mí no me daban ni carpa para trabajar porque no me conocían. Estos bellacos, los que organizan, no nos dan importancia. Ahora es que más o menos me paran bolas porque yo peleo y peleo con ellos. Les digo sus cuatro y al final me atienden, y después se ríen cuando vienen a comer. Me dicen que yo soy tesa y les respondo: ‘Pendeja es que no soy, huevo muerto, ¿qué queréis?’. Y hasta ahí llega la pelea, muerto de la risa todo el mundo”, cuenta.
'La Mocha' defiende lo suyo porque es gracias a esas ventas en los puestos de comida itinerante que ha podido sacar adelante a ‘El Mono’ y ‘El Indio’, sus dos hijos. También apoya económicamente a sus 15 nietos y 10 bisnietos. Según ella, “todos han comido de este trabajo, hasta las yernas y los hijos adoptivos”.
A unos 20 metros de la carpa de 'La Mocha', exactamente frente a la Casa Cural, hay tres comisarios de la organización del festival cobrando el impuesto de $100.000 a cada uno de los vendedores. Luego del pago, los comisarios entregan una escarapela que los oficializa como vendedores en las fiestas. Una vendedora de comida rápida les dice que no puede pagar el impuesto en ese momento.
—Entiendan que nosotros tenemos que organizar esto y el que no esté a paz y salvo lo sacamos de la plaza; esa es la orden —les explican los comisarios.
—¿Cuál orden? Ya yo hablé con el presidente del festival y acordamos que más tarde le pagaría y me dijo que sí —responde la mujer con calma.
—Nosotros no sabemos nada de esa orden, y aquí la ley es para todos.
—Oye, pero escúchame. Cálmense. Mira a la señora de allá de la esquina; se colocó ahí y nadie le dice nada, y se supone que ahí está prohibido colocar venta. Yo, que estoy en el sitio que me asignaron, ¿a mí es que me la van a montar? —les reprocha.
—Comadre, pague para darle la escarapela. Pilas, que nos está haciendo perder el tiempo. A esa señora ya la vamos a quitar de ahí con la policía; de eso nos encargamos nosotros.
—Pero hijo, entiende que yo vine a trabajar y todo lo tengo invertido aquí. Deja que venda algo y pasa en la tardecita y te pago.
La vendedora es Ingrid Mercado, una mujer procedente de San Juan del Cesar. Al igual que 'La Mocha', viaja de pueblo en pueblo buscando el sustento para ella y su familia en las diferentes fiestas guajiras. Pasan por el Festival Francisco el Hombre, en Riohacha; el Festival de la Cultura Wayuu, en Uribia; el Festival de la Integración Minera, en Albania; el Festival de la Amistad Leandro Diaz, en Hatonuevo; el Festival del Carbón, en Barrancas; el Festival del Retorno, en Fonseca; el Festival de los Laureles, en Distracción; el Festival Nacional de Compositores de Música Vallenata, en San Juan y el Festival Cuna de Acordeones, en Villanueva, entre otros.
Ingrid Mercado atraviesa todo el sur del departamento vendiendo salchipapas, perros calientes, pollo frito, arepas rellenas y orejita de puerco. Es una mujer morena de 40 años y 1.75 metros de estatura. Viste una blusa de tiritas y una licra ajustada, con una pañoleta en la cabeza.
Para trabajar durante las celebraciones, Mercado debe pasar la noche en la calle y buscar algún lugar donde hacer sus necesidades básicas: “Me tocó buscar un baño alquilado en una casa y me cobran $3.000 por cada vez que lo usemos [...] Cuando traemos a los niños es más difícil, porque aunque tenemos familia no nos gusta dejarlos al cuidado de otras personas. Dormimos aquí mismo en el sitio de trabajo, encerramos esto con polisombra y nos acomodamos”, cuenta.
Mercado cuenta que quería ser enfermera, pero dejó sus estudios para dedicarse a cuidar a su primera hija. Hoy tiene tres hijos, la mayor terminó el colegio y quiere ingresar a la Policía, el hijo del medio tiene ocho años y está en tercer grado, y la menor tiene cinco años y está en primero de primaria.
“La verdad me gustaría cambiar de vida. A veces lo tratan mal a uno en los pueblos, la gente cree que uno no tiene casa, que uno anda así en esta vida y que no tiene ni familia y están equivocados. Toca aguantar de todo un poco porque no hay oportunidades de trabajo, esto es lo que hay y tocó enfrentarlo con berraquera”, dice Mercado. Mientras tanto, su compañero lava los utensilios de cocina y empieza a acomodar todo para la llegada de la noche.
Cuando oscurece, Mercado acomoda una colchoneta debajo de la mesa donde se exhiben los alimentos. Unos canastos de cervezas vacíos hacen las veces de cama. Sobre ellos, una colchoneta pequeña cubierta con una sábana y una almohada. Ahí dormirán dos de sus hijos mientras ambos atienden a los clientes.
En esa misma carpa, Julia*, una niña de 14 años, trabaja pelando cientos de papas. Ella es una de los tantos menores de edad que aprovechan las fiestas para llevar dinero a sus hogares. “Esto lo hago para poder comprar mis cosas personales y ayudar a mi mamá, me tuve que salir del colegio porque es muy difícil para mí estudiar y trabajar. Si estudio, no como y si trabajo, no estudio. Preferí trabajar y ahorrar para volver el otro año”, cuenta la joven, que cursaba séptimo grado.
En sus primeros festivales, Julia sentía pena porque la vieran trabajar, pero ahora, dice, “ya no, no estoy haciendo nada malo. Estoy trabajando para salir adelante, yo quiero regresar a estudiar”, cuenta la joven mientras pela las papas sentada sobre una silla plástica con los codos apoyados en sus piernas.
Hay otro grupo de vendedores que reportan el mayor movimiento en ventas. Se trata de los vendedores de bebidas alcohólicas, principalmente de cervezas, a los que se le conoce como ‘caveros’. Estos resultan afectados cuando los derechos a espectáculos nocturnos o conciertos musicales se negocian con terceros y se establecen tarifas muy altas en impuestos por las ventas.
“¿Cómo va a ser que aquí, en el Festival del Retorno en Fonseca, va a venir alguien de afuera a apoderarse del festival y hacer lo que le da la gana? Tenemos cuatro días de estar aquí apartando un puesto y ahora nos quieren cobrar $150.000 por cavero. Nunca se había visto esto y, para rematar, nos quieren obligar a venderles el producto a ellos. O sea, no nos lo pueden poner las empresas que los distribuyen, sino venderles a ellos y darnos a ganar $500 por producto. Vamos a trabajar para ellos”, dice Gladis Torres, vendedora de cerveza.
Así como 'La Mocha', Ingrid Mercado y Gladis Torres, son más de 50 personas entre hombres, mujeres, adultos mayores, adolescentes y hasta niños y niñas que trabajan en ventas durante el jolgorio propio de las fiestas en La Guajira.
A las 10 de la mañana del lunes, los vendedores empiezan a abandonar la plaza principal. El Festival de Los Laureles ya acabó, pero 'La Mocha' aún está sirviendo comida en los platos, porque sus comensales son los mismos vendedores y trabajadores de las fiestas. Mientras tanto, su hijo ‘El Mono’ recoge y organiza los chécheres que ya no utilizarán.
—Vengan a comer, nojoda, que ya me voy de esta jodía —grita 'La Mocha' frente a su carpa. Cuando venda todo, regresará a su casa en el barrio San Agustín de Fonseca y, dentro de unos días, comenzará su trajín de nuevo. Se irá para el Festival Nacional del Carbón en el municipio de Barrancas. Allí se volverá a escuchar la frase que grita con alegría cada vez que llega a una nueva fiesta: “¡Llegué yo, 'La Mocha', así que atesense nomejoñe!”.