Al día de hoy Jesús Eduardo Oñate trata de no hacer amigos. Va de su casa, ubicada entre La Junta y Potrerito, en San Juan del Cesar, a visitar a sus hermanos, o a hacer los mandados y se devuelve; no se desvía, no habla con nadie. Sabe que todavía, entre murmullos, algunos los vecinos tildan a su familia de guerrilleros o de paracos.
Los asesinatos de sus hermanos —Luis Eduardo Oñate en 2004 y Yajaira Nieves Oñate en 2006— no solo lo aisló de su comunidad, sino también de su familia. Los siete hermanos que quedaron del núcleo Nieves Oñate viven cada uno por su lado. Aunque en el pueblo Wiwa, al que pertenecen, se acostumbra a que cada familia construya su casa una al lado de la otra, para ellos esa no es una posibilidad. El miedo a que lleguen hasta allí y los maten a todos juntos los persigue desde hace 20 años. Los sobrinos de Jesús Eduardo, hijos de Yajaira Nieves Oñate, viven una situación parecida.
En 2002, la familia Nieves Oñate se desplazó de Potrerito, su lugar de origen. Cinco integrantes de la familia tuvieron que salir corriendo de su casa en medio de un enfrentamiento entre el Ejército y la guerrilla. Para salvarse, su madre y su hermana se escondieron en una cueva, y Jesús Eduardo y su hermano Juan Carlos, se plantaron debajo de un helicóptero que no dejaba de “dar plomo”. Allí, se pusieron una bata blanca, la vestimenta tradicional del pueblo wiwa, y batieron en el aire un Poporo para que supieran que eran civiles. Así sobrevivieron. Del susto solo quedó una herida superficial en la pierna de uno de los hermanos Nieves Oñate.
Asustados, los miembros de la familia llegaron al centro poblado de Curazao, a solo unos minutos del corregimiento de La Junta, pero horas antes los paramilitares les habían ordenado a todos los habitantes salir de allí. Por eso, tuvieron que seguir hasta San Juan del Cesar. Allí, en una sola habitación, vivieron Yajaira con su hijo Alison, Luis Eduardo, Osmayra, Cheli, Jacqueline, Jesús Eduardo, y su madre, Ana Julia, durante dos años.
En 2004 la situación volvió a agravarse. Juan Carlos Oñate estaba en la Sierra Nevada trabajando como profesor y, cuenta Jesús Eduardo, que allí estaban rumoreando que era guerrillero. Tenía los días contados. En un intento por salvarle la vida, Jesús se fue con su mamá para traerlo de vuelta a San Juan del Cesar. Mientras estaban ausentes se enteraron de que militares bajo el mando del sargento (r) José de Jesús Rueda, quien se desempeñaba como comandante de pelotón, bajaron a Luis Eduardo de un bus en “la ye” de San Juan del Cesar, donde se dividen los caminos que van para Badillo, corregimiento de Valledupar; y Corral de Piedras, zona rural de San Juan, lo asesinaron y posteriormente lo presentaron como miembro de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) abatido en combate con el Ejército.
Después del asesinato de Luis Eduardo, Jesús y su madre volvieron a Curazao, y Yajaira, junto a tres de sus cuatro hijos, se fueron para Villanueva. Pensaron que lo peor había pasado, pero dos años después —en marzo de 2006— Ana Julia recibió la noticia de que Yajaira, quien estaba embarazada, había sido asesinada por miembros del Batallón Rondón en frente de sus tres hijos. Betsy Cristina Nieves, la hija menor de Yajaira, había resultado herida por un disparo en su pie derecho.
“Mis hermanos y yo estábamos sentados esperando el desayuno cuando de repente sonaron disparos, balas de aquí para allá, sin ningún enfrentamiento. Solamente pararon cuando mi mamá cayó al suelo. No hubo más nada, sólo silencio. Sacaron a mi hermana herida y se la llevaron. Todo fue un falso positivo”, recuerda Alison, el hijo de Yajaira.
Hoy, 17 años después, la familia Nieves Oñate todavía no sabe por qué fueron víctimas de tantos hechos violentos. “Mi mamá no fue guerrillera, fue una madre luchadora, trabajadora, del campo, con ganas de salir adelante con sus hijos, con ganas de encontrarnos profesionales. Quién sabe qué fuera de nosotros hoy en día si mi mamá estuviera viva, todos esos sueños se fueron al piso”, dijo Alison durante la segunda audiencia con víctimas del Grupo de Caballería Mecanizado No. 2 'Cr. Juan José Rondón', conocido en la región como el Batallón Rondón, y la Fuerza de Reacción Divisionaria (Fured) ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) que tuvo lugar el 23 de marzo en San Juan del Cesar.
Durante la audiencia, las víctimas hicieron observaciones a 36 versiones voluntarias que han brindado integrantes y exintegrantes del Batallón Rondón y la Fured ante esta justicia especial. Además de Allison, Betsy y Jesús Eduardo tomaron la palabra para exigir la verdad: “¿Cuándo se había visto que una madre embarazada con tres hijos se hubiera metido en un combate?. Quiero que aquí ellos digan que eso fue un falso positivo. Quiero que se limpie el nombre de mi mamá para que la sociedad se dé cuenta de quiénes eran los verdaderos criminales en esos momentos”, sentenció Betsy.
La violencia contra los wiwa
El pueblo wiwa ha sido una de las comunidades indígenas más golpeadas por el conflicto armado en el país. La violencia contra este grupo ha sido tal que la Corte Constitucional advirtió en 2009 que estaba a punto de extinguirse.
Según cifras de la organización indígena, al menos 2.000 personas fueron desplazadas, 68 asesinadas y 45 desaparecidas. Además, hubo dos masacres que cobraron la vida de 13 indígenas y varios bombardeos. Por parte de la fuerza pública, este pueblo tiene registro de 23 ejecuciones extrajudiciales.
Frente a las motivaciones de los militares para cometer estos asesinatos, las autoridades tradicionales y abogados de las víctimas wiwa tienen al menos tres posibles razones que permitieron y propiciaron las ejecuciones y otros crímenes que, para ellos, buscaron desaparecer al pueblo wiwa. La primera tiene que ver con el estigma que pesaba sobre los indígenas.
A esto se suma que, parte de la aplicación de la doctrina militar rezaba que había que “quitarle el agua al pez, aludiendo al supuesto soporte o base social que tendrían las insurgencias en el territorio, pues se justificaba por ejemplo el exterminio personas que pertenecían a estas a estas comunidades y que pues que además se han venido organizando activamente”.
Además, según Pedro Loperena, comisionado de derechos humanos y autoridad tradicional del pueblo wiwa, los jóvenes fueron los más señalados. “Los asesinaron para engendrar miedo entre los jóvenes, pero posiblemente también para que no se transmitiera la cultura, para atacar lo más preciado que tiene un pueblo, para que los viejos más rápidamente los maté una gripa y los jóvenes lo mate el plomo”, explica. Así, anulando el futuro de un pueblo indígena, “el camino es más fácil para poder extraer toda la riqueza que hay dentro de los territorios de los pueblos indígenas”.
Esto último se conecta con la segunda razón que han identificado, que es la importancia del territorio. Y es que precisamente en la época en la que estaban asesinando a los jóvenes wiwa (2002-2008), se empezaba a construir la represa El Cercado, es decir, la hidroeléctrica que represó el río Ranchería.
“A nosotros nos construyeron la represa del río Ranchería sin un proceso de consulta previa en el corazón del territorio ancestral del pueblo wiwa, y con esta serie de asesinatos que venía cometiendo el Batallón con los paramilitares ¿qué tipo de organización social o indígena o joven iba a tener fuerza para levantarse y exigir el derecho a la consulta?”, afirma Loperena.
Para Sebastián Escobar, además, en estos casos quedó clara una tendencia que continúa hasta hoy: calificar a las comunidades que se oponen a grandes proyectos como obstáculos para el desarrollo. Esto termina por justificar “su desplazamiento o eliminación y se les etiqueta como cercanos a grupos armados”.
A todo esto se sumó la situación de vulnerabilidad material e histórica en la que se encontraba el pueblo wiwa. Esta vulnerabilidad también fue reconocida por la Corte Constitucional como un factor dentro de la posibilidad de pérdida cultural por cuenta del conflicto. Para Pedro Loperena, era claro que los militares pensaban que los jóvenes wiwa no eran importantes. “Posiblemente ellos pensaban que jóvenes sin documentos no tenían quienes los reclamaran y los podían hacer pasar por ‘N.N’ (ningún nombre)”, afirma.
Estas violencias impactaron las formas tradicionales de vida del pueblo indígena. “A medida que iban asesinando a los jóvenes y los iban estigmatizando, pues no había concentración, no había momento para estar en armonización con la madre tierra debido al temor”, explica Loperena. Y agrega, “no estar consolidado en lo físico con el pueblo va debilitando la comunidad poco a poco”.
El proceso ante la JEP
El asesinato de Yajaira Nieves Oñate fue reconocido ante la Jurisdicción Especial para la Paz por parte de un antiguo integrante de la Fuerza de Reacción Divisionaria (Fured). El comandante del pelotón, Nelson Pavón, contó que a Yajaira la encontraron y asesinaron en un lugar cerca a la frontera con Venezuela y que posteriormente, en los informes de la operación, informaron falsamente que la operación había sido en Montecristo, La Guajira. Hoy no hay coordenadas exactas de dónde sucedió el asesinato.
Según el Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo”, quien defiende a varias de las víctimas del pueblo wiwa, esta era una práctica frecuente en los casos de ejecuciones extrajudiciales que han sido reconocidos ante la JEP. Es decir, los antiguos integrantes del Ejército solían presentar información falsa sobre las operaciones para darle la apariencia de legalidad necesaria en ese momento.
El caso de la ejecución extrajudicial de Yajaira es uno de los 538 asesinatos que la JEP busca esclarecer en la costa Caribe. Estos hacen parte del subcaso que esta justicia adelante sobre los mal llamados “falsos positivos”. La primera fase de esta investigación se inició en el 2021 y se concentró en revisar 135 ejecuciones cometidas por el Batallón La Popa. Esta parte del subcaso, que constituye el número 03 en la JEP, ahora está en manos del Tribunal para la Paz de la JEP, que deberá emitir condenas contra 12 militares de La Popa.
Durante la revisión del material del caso 03 los magistrados recibieron por lo menos cinco informes de las víctimas y organizaciones que documentaban decenas de ejecuciones que decidieron abrir un subcaso dedicado exclusivamente a investigar lo sucedido durante las ejecuciones extrajudiciales en este territorio. Es decir, esclarecer cómo se cometieron estos crímenes y quiénes son los máximos responsables. Entre las pruebas conocidas por la JEP está un informe titulado “La historia cierta del pueblo wiwa”, que detalla asesinatos, bombardeos, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, entre otros hechos violentos.
A partir de esta información, desde 2021 la JEP llamó a más de cien militares que operaron en el Caribe y, tras escucharlos, abrió una segunda fase para investigar los crímenes cometidos por el Grupo de Caballería Mecanizado No. 2 'Cr. Juan José Rondón', conocido en la región como el Batallón Rondón, y la Fuerza de Reacción Divisionaria (Fured) y otras unidades militares.
Luego, trasladó las versiones de estos militares a las víctimas acreditadas para que hicieran sus observaciones a través de tres audiencias en Valledupar, San Juan del Cesar y Barranquilla. En la segunda audiencia con víctimas, realizada en San Juan del Cesar, cerca de 80 militares miembros y exmiembros de estas unidades militares estuvieron conectados a través de internet. Durante las casi ocho horas que tardó la diligencia se escucharon preguntas de las víctimas. “¿Por qué no los investigó? Tenía el deber de investigar y tuvieron tiempo de investigar al muchacho. ¿Por qué tomaron la decisión de matar a los muchachos? ¿Los muchachos qué les habían hecho a ellos?”, dijo Manuel Salvador Daza, familiar de Robinson Daza, Pedro Daza y Manuel Enrique Flores Daza, asesinados en El Molino el 25 de julio de 2004. “¿Por qué se lo llevan de su casa para matarlo?”, preguntó Gabriel Montaño Loperena, hermano de Laudelino Montaño, también ejecutado extrajudicialmente.
Al final, la petición fue la misma: que los militares digan la verdad. Esto, según los abogados de las víctimas, no está pasando. Sebastián Escobar califica el aporte como “deficiente”, pues algunos incluso negaron su participación o responsabilidad en los hechos. “Casi que el reconocimiento se da en los casos en los que hay una sentencia judicial o un procedimiento avanzando, pero en aquellos casos en los que la jurisdicción ordinaria sólo avanzó hasta las fases más preliminares de la investigación, ahí el reconocimiento se reduce sustancialmente, a veces hasta llegar a cero”, explica el abogado.
Es eso lo que sienten los hijos y familiares de Yajaira. Durante su intervención, Allison le pidió al comandante de la unidad operativa que asesinó a su madre que le contara por qué la mataron. “No está diciendo la verdad. Solamente ha mentido. En el momento en que mataron a mi mamá, no había uniforme ni nada. Solo tenía una bata blanca. No es como dice él, que tenía una camisa negra y una pantaloneta de las que usan los guerrilleros. Solo tenía una bata porque estaba embarazada. Quiero que diga la verdad para que se limpie el nombre de mi mamá. Que se ponga la mano en el corazón y acepte que eso fue un falso positivo”.
Las autoridades del pueblo wiwa le pidieron a la JEP que les “ponga un poco de mano dura a los comparecientes para que en lo posible digan la verdad, porque sino se podría convertir este espacio en un falso positivo de argumentos”. Puntualmente, los abogados de las víctimas le pidieron a la magistratura que ascienda en las investigaciones de la cadena de mando de cada unidad operativa, así como en las investigaciones de los hechos cometidos por los miembros de la Fured.
Además, le pidieron a Óscar Parra, magistrado de la JEP y correlator de este caso, que tenga en cuenta una doble calificación jurídica a la hora de imputar los crímenes a los militares: crímenes de lesa humanidad (homicidios y desapariciones) y crímenes de guerra (asesinato en persona protegida). Para esto, pidieron tener como punto de partida el enfoque étnico y diferencial frente a crímenes cometidos contra mujeres.
En respuesta a estos llamados, Óscar Parra afirma que en las siguientes etapas de la investigación los militares aún pueden aportar la verdad. Sin embargo, aclara que es responsabilidad de la JEP evaluar el nivel de verdad de los aportes hechos por los comparecientes y cuál fue el rol de cada uno en los crímenes. A esto se le llama la determinación de responsabilidad e imputación. Según Parra, esta imputación se debería dar en el segundo semestre de este año.
“Lo que nosotros hemos dicho es: estamos abiertos a que cualquier compareciente como consecuencia de esta audiencia precise y profundice en cualquier otra idea adicional que estime pertinente. Esperamos que los comparecientes abran una ruta para complementar su voz. Sin embargo, la JEP se rige por el principio de estricta temporalidad y esto debe entenderse como una oportunidad adicional”, dice el magistrado.
El peligro que sigue latente
A pesar de que algunos de los hechos que están siendo investigados por la JEP sucedieron hace más de 20 años, la situación actual en los territorios cercanos a la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá sigue siendo parecida en algunos sentidos. A inicios de año, Lerber Dimas, director de la Plataforma de Defensores de Derechos Humanos, Líderes y Activistas de la Sierra Nevada, lanzó una alerta por la presencia de actores armados y sus dinámicas en el territorio. De acuerdo con Dimas, los miembros de los pueblos wiwa y wayuú enfrentan principalmente tres riesgos: reclutamiento forzado, violencia sexual e invasión de sus territorios sagrados.
En la franja de la frontera de la Serranía del Perijá hasta La Guajira, hay presencia de las AGC, los Pranes, la segunda Marquetalia y del Eln. Estos grupos han aumentado los casos de reclutamiento forzado, violencia sexual y la invasión de territorios sagrados en los últimos meses.
Además, según los líderes indígenas, la presencia de los militares activos continúa generando temores entre las nueve comunidades aledañas al cerro del oso, uno de los lugares sagrados del pueblo wiwa. Tras la visita de la Jurisdicción Especial para la Paz a San Juan del Cesar en marzo, las autoridades wiwa pidieron “bajar las tropas del cerro del oso, que está en medio del corazón del territorio ancestral del pueblo wiwa y desarticular la represa del río Ranchería”, explica Pedro Loperena, comisionado de derechos humanos de este pueblo.
Por eso, el pueblo wiwa espera que se implemente una política para el adecuado relacionamiento entre la Fuerza Pública y los pueblos indígenas, una política “que reafirme la neutralidad de los pueblos indígenas frente a los actores armados y su postura como pueblos de paz. Lo anterior, con la finalidad de evitar la repetición de la fuerte estigmatización de las que han sido víctimas los integrantes del Pueblo Wiwa y que les causó graves violaciones a sus derechos humanos”, afirma Loperena.
Mientras tanto, Jesús Eduardo, Ana Julia, Betsy Cristina, Allison y toda la familia Nieves Oñate espera que así como en el caso de Luis Eduardo, para Yajaira la verdad también salga a la luz y que la justicia reconozca las afectaciones diferenciadas a su pueblo: familias rotas, miedo de caminar por las montañas y caminos, lugares sagrados manchados de sangre u ocupados por militares y el dolor de crecer sin madre.