Entre pupitres de madera astillada y techos que hierven bajo el sol del sur de La Guajira, por años maestros y maestras vieron pasar frente a ellos el mismo misterio: estudiantes que se quedaban atrás sin una explicación clara. En los boletines aparecían bajas notas; en las reuniones con padres se hablaba de falta de disciplina o de poco interés. Pero casi nunca se miraba más hondo. Nadie decía que, a veces, ese silencio en clase o esa letra torpe en el cuaderno tenían otra raíz: un trastorno de aprendizaje no diagnosticado, una discapacidad que nadie había sabido nombrar.
Y así, mientras el calor seguía colándose por las rendijas y la vida escolar avanzaba con su ritmo implacable, muchos niños, niñas y jóvenes fueron quedando al margen. No porque no pudieran aprender, sino porque el sistema no supo verlos. Excluidos sin decirlo, arrinconados sin quererlo, terminaron abandonando el colegio antes de que alguien les ofreciera una oportunidad distinta.
Aún muchos estudiantes no han sido diagnosticados o reportados, por lo que siguen entre las aulas sin recibir la atención que necesitan. En otros casos, como la discapacidad física o visual, aunque es posible reconocer las dificultades de los estudiantes, atenderlas integralmente es otro asunto.
Pese a los esfuerzos de varios colegios por abrir espacios inclusivos y permitir que más jóvenes aprendan en aulas regulares, todavía persisten brechas profundas. Muchos docentes siguen trabajando sin las herramientas pedagógicas necesarias para enfrentar, con seguridad y sin frustración, situaciones tan comunes como el déficit de atención, las dificultades de lectura o los desafíos conductuales. Esa falta de formación y acompañamiento termina convirtiéndose en estrés, agotamiento y, a veces, en la sensación de que están enseñando a ciegas.
Las cifras muestran la magnitud del reto. Con corte a julio de 2025, La Guajira reporta 2.803 estudiantes con discapacidad y 34.050 con trastornos específicos del aprendizaje —aún en verificación—, de acuerdo con el Ministerio de Educación. En los 12 municipios no certificados, la Secretaría de Educación departamental es la encargada de administrar los recursos y definir la ruta de atención. Para 2025, esa entidad dispuso de $1.135.616.239 para garantizar el servicio a 1.405 estudiantes con discapacidad. Solo en San Juan del Cesar, 183 de ellos están matriculados en 15 instituciones educativas, según precisó la entidad a Consonante.
El municipio cuenta con dos instituciones que atienden específicamente esa población: la Normal Superior —para personas sordas— y el Instituto El Carmelo —para estudiantes con discapacidad visual—, pero incluso en estos planteles se evidencia la necesidad de fortalecer la capacitación docente y los apoyos técnicos para garantizar una inclusión verdaderamente integral.
En su respuesta escrita a este medio, Rosa Ena Soto, secretaria de Educación departamental, explicó que la entidad ha concentrado sus esfuerzos en robustecer la educación inclusiva desde varios frentes. Han impulsado ferias de sensibilización, espacios para compartir buenas prácticas y jornadas de capacitación dirigidas tanto a docentes como a familias, con el fin de transformar de manera gradual las dinámicas dentro de las aulas.
Ese trabajo incluye también la asesoría para la construcción del Plan Individual de Ajustes Razonables (Piar), la herramienta que permite adaptar el currículo y la metodología a las necesidades de cada estudiante con discapacidad. Además, la Secretaría ha promovido estrategias pedagógicas específicas, como la enseñanza del braille y la oferta bilingüe bicultural con intérpretes para personas sordas. A eso se suma la socialización de las rutas de atención en salud y educación, un paso clave para que las familias sepan a dónde acudir y los docentes no queden solos en la tarea de acompañar a estos estudiantes.
El bienestar de los estudiantes debe fortalecerse en las aulas, pero compromete a la familias, las autoridades departamentales y el sistema de salud. Si bien el departamento cumple con los dispuesto en el Decreto 1421 —sobre inclusión de niños con discapacidad) y la Ley 2216 —sobre inclusión de los niños con trastornos específicos de aprendizaje— los estudiantes siguen asumiendo retos para disfrutar de un servicio inclusivo. Hoy, en el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, repasamos deudas en el servicio que se presta en este municipio.
Aulas, con deudas de inclusión
Durante años, para muchas familias de bajos recursos que tenían un hijo o hija con discapacidad, la escuela no era un derecho sino un dilema: elegir entre comer o pagar el transporte hasta una institución que pudiera atender sus necesidades. Esa realidad empezó a cambiar con la normativa de educación inclusiva vigente desde 2017, que estableció que los estudiantes con discapacidad o trastornos del aprendizaje deben ser recibidos en el colegio más cercano a su lugar de residencia.
Pero la inclusión en el papel no siempre se traduce en inclusión en el aula. Consonante visitó cuatro colegios del municipio y encontró que, aunque directivos y docentes hacen verdaderos malabares para garantizar el derecho a la educación de estudiantes con discapacidad o neurodivergencia, siguen enfrentando limitaciones que los desbordan: infraestructura insuficiente, falta de recursos y un sistema que avanza más lento que sus urgencias.
Luis Sebastián es un niño con déficit de atención y su maestra, en el colegio María Auxiliadora, ha intentado por todos los medios que avance en el aprendizaje, pero se frustra al no ver resultados y no sabe qué hacer. Actualmente, la escuela cuenta con 25 niños con diagnósticos que incluyen trastornos de atención, lesiones neuromusculares, trastornos psicosociales, deficiencias cognitivas y deficiencias auditivas.

Los docentes de esa institución han empezado a implementar planes individualizados y ajustes curriculares, pero el esfuerzo no alcanza sin un acompañamiento más constante de equipos interdisciplinarios. A esto se suma un reto que crece cada año: atender a niños y niñas en “sospecha” de discapacidad, sin diagnósticos formales que permitan orientar adecuadamente el proceso educativo. Por esa razón, el colegio ha solicitado al Ministerio de Educación y la Gobernación un acompañamiento profesional más robusto y capacitaciones periódicas que les permitan actuar con mayor certeza.
La apuesta por la inclusión no es nueva. Desde hace años, las directivas del colegio han venido aplicando el programa de educación inclusiva, y así lo confirma Osmari Patricia Millán Oñate, coordinadora de la institución. Cuenta que cuando asumió el cargo en 2020, la Gobernación enviaba un equipo interdisciplinario para orientar a los maestros y verificar la documentación de los estudiantes. Sin embargo, este año ese equipo no ha vuelto, dejando a la institución navegando sola entre necesidades que se acumulan y respuestas que no llegan.
Por cada estudiante reportado con discapacidad en el Sistema Integrado de Matrícula, el Estado paga 20 por ciento más respecto a lo que giran a través del Sistema General de Participaciones por la atención a cada estudiante, según la disponibilidad presupuestal que haya en cada vigencia, y que por nivel y zona defina anualmente . Con ese dinero —que para el caso del departamento llega a la Secretaría de Educación departamental— se nombran los equipos para cada uno de los 12 municipios no certificados en educación de La Guajira. Por eso es clave identificar y reportar a los alumnos con algún tipo de discapacidad.
"La palabra inclusión es una hermosura y nosotros tenemos las puertas abiertas, pero el hecho es que a pesar de que hacemos lo humanamente posible, necesitamos apoyo profesional para lograr una atención total. Los niños, niñas, adolescentes se lo merecen para su formación integral", señala Millán. Explica que con algunos recursos han construido rampas y con donaciones ha adecuado equipo y salas de interactivas para el aprendizaje de esta población.
Otro de los colegios más importantes del municipio es la Institución Educativa José Eduardo Guerra, que hace unos años se trasladó a las instalaciones del megacolegio en el barrio Alto de la Prosperidad, donde hoy atiende a 570 estudiantes. La nueva sede cumple con la mayoría de requisitos para recibir a población con discapacidad: una ruta accesible, aulas amplias, baños adecuados, buena iluminación y ventilación. Pero hay un punto en el que siguen en deuda: la atención a estudiantes con discapacidad visual.
Este tipo de apoyo requiere señalización táctil, materiales en braille y rutas seguras de desplazamiento dentro del colegio, herramientas que beneficiarían al menos a cuatro estudiantes. Carolina Gaibao, trabajadora social y orientadora de la institución, reconoce que los docentes no cuentan aún con el material necesario, aunque ya iniciaron gestiones ante el Instituto Nacional para Ciegos (Inci) para que les brinden esa dotación. “Creo que necesitamos mejorar la articulación con instituciones, la administración, la gobernación, los colegios, incluso fundaciones y oenegés que puedan llegar y sumarse”, afirma. Añade que, desde la institución, intentan avanzar en diagnósticos tempranos sobre las condiciones de aprendizaje de otros estudiantes, con el fin de orientar mejor sus procesos y evitar que las dificultades se conviertan en barreras.
De igual forma, varias de estas deudas persisten en instituciones especializadas en la atención a esta población. Años atrás, el colegio Rafael Lacoutere Mendoza, sede de primaria de la Normal Superior, ofertó al Ministerio de Educación atender a la población con discapacidad auditiva —antes la institución era un centro especial que llegó a atender 327 estudiantes sordos—; y la Institución Educativa El Carmelo propuso brindar énfasis en discapacidad visual. En ambos colegios hay deudas para trabajar con la población neurodiversa y con discapacidad motora.
“Cualquier estudiante que tenga discapacidad visual debe preferiblemente dirigirse al Carmelo para que sea atendido ahí, porque está el intérprete de braille y les han dado más recursos en cuanto al ábaco. Mientras que la Normal cuenta con todo lo del intérprete, los libros, el modelo lingüístico, el profesor bilingüe en lengua de señas”, indica María Teresa Carrascal, psicóloga de profesión y docente de apoyo pedagógico de la Normal Superior. La demás población con otras discapacidades, como la cognitiva o los diferentes trastornos como el autismo, se encuentra en casi todas las escuelas.
Carmen Suárez, madre de Génesis Paola Contreras, una joven de 15 años con discapacidad visual y talentosa pianista, inscribió a su hija en El Carmelo desde los 7 años de edad. Si bien ha visto avances en el aprendizaje de su hija, hay cosas por mejorar, como la falta de un docente de apoyo con horario completo, ya que solo presta el servicio por dos horas, tres veces a la semana, poco tiempo para que un alumno desarrolle habilidades para leer braille. Además faltan materiales y ayuda para el avance de su lectoescritura.
A pesar de eso, reconoce que “la institución siempre ha tenido la disposición, tanto cuerpo docente como administrativo, para contribuir con la educación de mi hija”.
Además de usuarios con discapacidad visual, la Institución Educativa El Carmelo tiene 57 estudiantes con enfermedades huérfanas, con déficit cognitivo y con tratamiento psiquiátricos por depresión o por ansiedad. Según Margaret Figueroa, terapeuta ocupacional y maestra en psicopedagogía de la institución, el colegio tiene una política de inclusión y diversidad definida, pero reconoce que algunos docentes se sienten limitados al no saber cómo abordarlos y reprochan falta de capacitaciones.
“No nos enseñan cómo abordar este tipo de población, cómo se debe facilitar el aprendizaje de ellos, cuáles son las estrategias que uno debe utilizar”, explica Figueroa.
En riesgo un refugio neurodiverso
A raíz de las deudas en la prestación del servicio oficial, otras organizaciones han tenido que izar la bandera de la inclusión en el municipio. Una de las más importantes es la Fundación Minicol, que desde hace años complementa el trabajo de las instituciones educativas en la atención a niños y jóvenes con discapacidad intelectual y neurodivergencia. Pero sostener esa labor se ha vuelto una carrera cuesta arriba.
El pasado 8 de octubre, los vientos huracanados de una tormenta derribaron 65 metros de la pared trasera de sus instalaciones, dejando el lugar expuesto a una calle muy transitada por vehículos. Para evitar un accidente, las maestras improvisaron un alambre que delimita la zona, aunque saben que es apenas un gesto de contención frente a un riesgo evidente, sobre todo para los niños con mayor hiperactividad. Desde entonces, el recreo dejó de extenderse hacia ese espacio: ya no es seguro.

La fundación está en aprietos. No cuenta con los recursos para reparar la pared y, en ocasiones, ni siquiera para garantizar su funcionamiento diario. Mientras tratan de sostener su misión, cada día sienten más de cerca la fragilidad de una tarea que, aunque esencial para cientos de familias, depende de una estructura que hoy está literalmente resquebrajada.
Hace 31 años Maribel Arrieta, actual representante legal y directora de Minicol Guajira, y su amiga Julia Calderón, ya fallecida, decidieron crear la fundación. Era un tiempo en que no se hablaba de inclusión educativa en el municipio y no había forma de atender a una población con dificultades específicas del aprendizaje. Inicialmente tuvieron el apoyo de Minicol, una fundación de Estados Unidos que regalaba juguetes, medicinas, libros y útiles escolares.
“Aquí en San Juan había un instituto que se llamaba INSOR que atendía solamente las condiciones sensoriales y en vista de que había otras condiciones y que los niños no podían ir al centro de audición, nos dimos a la tarea de crear una institución para esta población”, indica Arrieta. Empezaron con siete niños y para sostenerse ampliaron el programa de estudio.
La labor que realizaban llegó a oídos de una pareja española quienes decidieron financiarlas por 10 años. Así que se mudaron a una casa más grande y con más estudiantes, donde ofrecían atención educativa integral gratuita, desde preescolar hasta quinto de primaria. La fundación llegó a ser muy reconocida en el municipio y se convirtió en un faro de esperanza para una población que hasta entonces no había sido atendida.
“Tenemos niños con síndrome de Down, niños autistas, con trastornos del comportamiento desafiante, con trastornos del lenguaje, niños en extraedad que tienen dificultades específicas del aprendizaje, y también niños con dislexia”, indica la directora. Cada niño recibe atención personalizada y acompañamiento del equipo interdisciplinario, formado por una psicóloga, un trabajador social, una educadora especial, una fonoaudióloga, y una persona que hace la rehabilitación educativa.
Varias familias de los municipios del sur de La Guajira como Barrancas, Urumita, Fonseca, Villanueva y El Molino, han encontrado en este modelo de educación una oportunidad para desarrollar las habilidades de sus hijos y mejorar su calidad de vida, por eso los traen a San Juan. “Samuel viene de Fonseca, tiene como 12 años. Presenta un nivel de autismo severo y sin embargo su mamá lo manda porque sabe que a su hijo lo vamos ayudar a pararse, a sentarse, a jugar con él, a caminar, a mover las piernas”, señala Arrieta.
Aunque la ley de inclusión busca garantizar el acceso a la educación para todos los niños y niñas, en la práctica muchas familias con hijos neurodivergentes siguen enfrentando un sistema que no siempre está preparado para recibirlos. Estefany Sarmiento Martínez lo sabe bien. Su hijo Emiliano, de 7 años, fue diagnosticado con autismo solo después de ingresar a un colegio público, cuando los docentes empezaron a notar que su aprendizaje avanzaba con más lentitud. Allí, entre actividades que lo rebasaban y un aula que no lograba adaptarse a su ritmo, Emiliano comenzó a quedarse atrás. Todo cambió cuando entró a Minicol: por primera vez, encontraron un espacio donde él podía aprender sin sentirse desplazado.
Pero la estabilidad de ese refugio educativo pende de un hilo. Desde 2020, la pandemia golpeó duramente a la fundación en lo económico: se redujeron donaciones, patrocinios y apoyos institucionales. Ante esa crisis, la organización empezó a pedir una cuota mínima a las familias. Muchas no tienen cómo pagarla, pero aun así hacen esfuerzos extraordinarios para que sus hijos no pierdan los servicios especializados que allí reciben.
La situación ha llevado a decisiones difíciles. El año pasado Minicol atendía a 106 estudiantes; hoy sólo recibe a 96. La directora reconoce que hay más niños esperando ingresar, pero la fundación no puede contratar más profesionales ni ampliar los cupos: cada salón admite un máximo de 15 estudiantes para garantizar una atención adecuada. Entre las paredes dañadas, los recursos limitados y la demanda creciente, Minicol continúa haciendo lo que puede para sostener un servicio que, para decenas de familias, es la diferencia entre la exclusión y una oportunidad real de aprendizaje.
“Minicol no tiene recursos. Tiene sillas en buen estado para sentar a sus niños, escritorio para las maestras, tenemos paredes limpias, tenemos sanitarios suficientes para atender a la población, pero no tiene dinero para pagarles a sus profesionales”, expresa Arrieta.
La pared que cayó durante el huracán no solo dejó al descubierto un tramo de las instalaciones de Minicol: también expuso la fragilidad económica y estructural que enfrenta el municipio en su compromiso con la educación inclusiva. Hoy, la fundación y las familias esperan que el gobierno nacional, el departamento y la Alcaldía se articulen para gestionar recursos que permitan superar la emergencia y garantizar la continuidad del servicio.
Aunque Minicol es un referente en la atención a niños neurodiversos y con discapacidad intelectual, sus instalaciones aún tienen limitaciones para otros tipos de discapacidad. No cuentan con rampas ni adecuaciones para estudiantes con movilidad reducida en algunas partes de la sede, y los servicios para población con discapacidad visual y auditiva están lejos de cubrirse por completo. La razón es simple y contundente: no hay recursos suficientes para contratar docentes de apoyo especializados.
En un contexto donde la demanda crece y las instituciones oficiales no alcanzan a responder, la caída de una pared terminó revelando una realidad más profunda: la inclusión todavía depende, demasiado, de la resistencia de quienes intentan sostenerla con lo poco que tienen.
Baches en la ruta de inclusión
Para lograr la inclusión “hay que quitar las barreras, que nunca las tiene el estudiante, las tiene el entorno”, señala María Teresa Carrascal, orientadora de la Normal Superior. “Alguna de las mayores barreras es la actitud del docente hacia la discapacidad”, señala Carrascal.
El Ministerio de Educación le precisó a este medio resalta que el proceso debe involucrar a equipos interdisciplinarios, familias y docentes, lo cual implica coordinación territorial, pero Carrascar reprocha que la articulación interinstitucional podría darse mejor, pues no debe confundirse que unas son las labores que deben realizarse en el aula —de enseñanza— y otras las que deben realizarse en el sector salud —como tratamiento terapéutico—.
La docente explica que los equipos interdisciplinares dispuestos por el Estado son un apoyo valioso para el trabajo terapéutico que realizan en los colegios, pero considera que no es un modelo conveniente porque saca a los niños de las aulas a hacer terapia clínica en espacios no son los adecuados. “El colegio es para la convivencia, para aprender del otro, para aprender de los logros académicos, de socializar; no para hacer terapia. Cuando van los equipos los profesionales lo sacan del salón de clases y ahí ya están interfiriendo la salud con educación”, dice.

En cuanto a la formación en educación especial y atención a la diversidad, el Ministerio de Educación le precisó a Consonante que trabaja por esto, pero “aún es necesario formar más y mejor a los docentes, especialmente para implementar ajustes razonables y educación inclusiva”. La Secretaría de Educación departamental precisó que este año ha capacitado 119 docentes.
“El objetivo es promover la inclusión y la atención a la diversidad en las aulas de clase, y garantizar que los docentes y personal educativo tengan las herramientas necesarias para atender a los estudiantes con discapacidad de manera efectiva”, señaló la entidad en su respuesta.
Carrascal reconoce que, en los últimos años, la institucionalidad sí ha ofrecido oportunidades de formación para los docentes, especialmente durante la pandemia. Sin embargo, considera que muchos de esos espacios no se aprovecharon como se esperaba. “Tal vez porque los maestros estaban saturados del uso del computador”, señala, recordando las jornadas interminables y el cansancio acumulado que dejó la educación virtual.
Aun así, la capacitación continúa. La Secretaría de Educación de la Gobernación mantiene un convenio con una fundación de Valledupar, Cesar, para formar a los profesores en el Diseño Universal de Aprendizaje (DUA), una herramienta obligatoria para construir currículos y planes pedagógicos dirigidos a estudiantes con discapacidad. Son cursos certificados de 40 horas dirigidos tanto a docentes de zonas rurales como urbanas. Este año, los municipios priorizados fueron San Juan del Cesar y Villanueva, donde el desafío de la inclusión exige pasos más firmes y sostenidos.
En instituciones como Rafael Lacoutere Mendoza la mayoría de los docentes ya estaban calificados para atender la discapacidad —porque para eso fueron profesionales—, sin embargo, la orientadora siente que todavía hay muchas deficiencias y debilidades porque aunque los docentes asisten a las capacitaciones, cuestiona el grado de receptividad que tengan acerca de los contenidos de inclusión.
“A la hora de implementar el Piar —Plan Individual de Ajustes Razonables— que es de obligatorio cumplimiento, en el primer trimestre, se empieza a ver una serie de falencias y no se entiende la razón o falta mucha preparación porque al docente le da ansiedad el manejo del documento, el manejo del plan”, dice Carrascal.
Para mejorar esa situación, Carrascal insiste en que la clave está en seguir sensibilizando al cuerpo docente. “Si tengo lo que se necesita para ayudar a otro, me cualifico. Cada quien debe volver a experimentar por qué estudió para ser docente”, afirma. Recuerda que, aunque la ley no obliga a los maestros de las instituciones públicas a ofrecer acompañamiento especializado, su papel es determinante para los estudiantes neurodiversos, quienes dependen en gran medida de la disposición y la creatividad pedagógica de quienes los guían en el aula.
La mayoría de niños, niñas y jóvenes que asisten a colegios públicos no pueden costear un profesional particular que acompañe sus procesos. Por eso —explica— las instituciones deben elaborar un plan individualizado que parta de las características personales de cada estudiante, sus intereses y sus dificultades. Ese plan debe construirse en diálogo con las familias y el cuerpo docente, como un acuerdo conjunto que permita que el aprendizaje avance sin que las diferencias se conviertan en barreras.
“En algunas ocasiones los estudiantes con algún tipo de autismo necesitan llevar cancelador de sonido para que en el momento que haya sonidos fuertes no se perturben, y caso se han visto que el docente no comprende esto. Ahí es donde es importante ser empático y conocer la discapacidad”, dice Boris Eduardo Garzón, el único intérprete tiflólogo —especializado en ceguera y ceguera y baja visión— que maneja el sistema braille y lengua de señas colombianas en el departamento.
El docente llama la atención en que los programas de inclusión se centran en la parte urbana antes que en la rural, sin embargo, reconoce que la mayor parte de las veces el profesional no tiene transporte adecuado para llegar a corregimientos como Tunales o a Mayabangloma, un resguardo indígena del municipio de Fonseca.
Como enlace para la Inclusión de las Personas con Discapacidad de la Alcaldía municipal, Leonardo Gámez resalta que hay dos problemática recurrente en la contratación para cumplir con la educación inclusiva en el municipio. De un lado, se está empleando a intérpretes de lengua de señas que no son docentes titulados, lo cual no cumple con lo exigido por la ley o el decreto. Esta situación se debe a la escasez de profesionales calificados y a la falta de capacitación docente por parte del gobierno nacional en lengua de señas.
Por otro lado, se suelen presentar demoras en la firma de los contratos. El Decreto 1421 del 2017 —sobre educación inclusiva— precisa que las entidades territoriales e instituciones educativas deben garantizar la presencia del intérprete de lengua de señas para atender a los estudiantes sordos, pero a veces con el cambio de administración puede tardar hasta el mes de abril. Otras veces no hay sustento para los retrasos.
La Gobernación de La Guajira le precisó a Consonante que este año destinó $98.600.000 para la contratación de cinco docentes de apoyo pedagógico en San Juan del Cesar cuenta con algunos apoyos específicos —como tres intérpretes, una profesional en tiflología y un modelo lingüístico—, pero cada año enfrenta demoras para contratar estos servicios. “Los retrasos se deben a que los contratistas deben cumplir con todo el proceso precontractual y contractual, lo que incluye la verificación de requisitos, la evaluación de propuestas y la firma de contratos”, explica Carrascal. Mientras ese engranaje avanza, los estudiantes suelen pasar semanas sin los apoyos que necesitan desde el primer día de clase.
A esto se suma un presupuesto insuficiente para realizar la asistencia técnica que requieren las instituciones, especialmente la asesoría para elaborar el Piar —el Plan Individual de Ajustes Razonables— en colegios rurales y urbanos. La falta de estos acompañamientos deja a muchos docentes improvisando soluciones sin la guía profesional necesaria.
La situación ya llegó al Comité Municipal de Discapacidad, que trasladó la preocupación al departamento. Tras varias conversaciones, recibieron la promesa de que, a partir del próximo año escolar, los estudiantes con discapacidad auditiva contarán con un intérprete desde el inicio de clases.
Pero los desafíos no son sólo financieros o administrativos. Carrascal también señala actitudes excluyentes en algunas instituciones del municipio. Según la Secretaría de Gobierno y Educación, han recibido quejas de familias a las que se les ha negado el ingreso de niños con trastornos o dificultades de aprendizaje, o donde los procesos de inclusión no se implementan de manera adecuada. En un territorio donde la norma exige abrir las puertas, todavía hay escuelas que, en la práctica, las mantienen entreabiertas.
Con respecto a la accesibilidad en la planta física de la institución, la Alcaldía segura que no ha recibido ninguna queja en el momento, pero sí ha hecho inspección ocular y explica que los establecimientos educativos del municipio de San Juan del Cesar, por lo menos en su área urbana, están garantizado la accesibilidad para usuarios de silla de rueda o movilidad reducida, sin embargo, la zona urbana hay algunas deficiencias que se deben corregir de manera oportuna.




