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El país del gallo heredado

Desde los patios polvorientos de La Guajira hasta los archivos coloniales donde las primeras riñas quedaron registradas, la gallística ha sido un pulso entre mito, linaje y apuestas. Hoy, mientras criadores como Armando Baquero defienden un legado que sienten propio, la Corte Constitucional sentencia su ocaso. Entre espuelas, memoria y jurisprudencia, Colombia debate qué se salva y qué se pierde cuando una tradición es llamada a desaparecer.

Al amanecer, cuando el sol apenas enciende las montañas del sur de La Guajira, el quiquiriquí atraviesa la finca como un hilo tenso. Entre corrales de madera y hojas de trupillo que crujen con el viento, Armando Baquero —piel morena, manos de obrero antiguo, alegría de parranda y dominó— camina como quien pisa un territorio heredado. Levanta un gallo joven, lo observa contra la luz, le alisa una pluma como si activara un recuerdo. “En mi casa siempre hubo gallos. Mi abuelo era gallero, mi papá también”, dice. Los carga a donde va. Habla de ellos como otros hablan de hijos. Cada gallo es una especie de reliquia.

Pero la herencia que Baquero defiende está entrando en una zona de sombra. Lo que para él es un oficio que mezcla linaje, paciencia y orgullo, para otros es un negocio turbio: apuestas que crecen como una fiebre, dopaje clandestino, trampas viejas disfrazadas de tradición. Una batalla entre quienes claman cultura y quienes piden prohibición definitiva.

La historia de Baquero empezó entre el polvo de las calles y el murmullo de las apuestas. De niño, se escondía detrás de las piernas de su padre para mirar las riñas del pueblo: el estruendo de los golpes, el brillo metálico de las espuelas, ese silencio brutal que precede a la caída. Con el tiempo aprendió a leer a los gallos como quien descifra un libro antiguo: distingue temperamentos, mide el coraje, reconoce la rabia y la prudencia. “El gallo es como la gente —dice—. Hay gallos tranquilos y gallos rabiosos. Hay gallos que pelean porque sí, y otros que esperan”. Lo que a él lo satisface no es la apuesta: es que alguien señale un animal y diga con certeza: “Ese gallo lo crió Armando Baquero”.

“El gallo es como la gente —dice—. Hay gallos tranquilos y gallos rabiosos. Hay gallos que pelean porque sí, y otros que esperan”. Lo que a él lo satisface no es la apuesta: es que alguien señale un animal y diga con certeza: “Ese gallo lo crió Armando Baquero”.

En la literatura latinoamericana, esta pasión ocupa un lugar que va del mito a la tragedia. Manuel Zapata Olivella narró en Tierra Mojada la caída del Gavilán de Huelva, derrotado por el cenizo de Jesús Espitia con espuelas adulteradas, en una apuesta tan descabellada —tierras contra tierras— que solo en las galleras podía parecer justa. David Sánchez Juliao dejó registro de aquellas transmisiones radiales en las que las riñas tenían la misma solemnidad que un partido de béisbol. García Márquez lo convirtió en símbolo: el coronel de El coronel no tiene quien le escriba aferrado a un gallo heredado como si se aferrara a la vida; José Arcadio Buendía manchado para siempre por la sangre de Prudencio Aguilar tras una disputa gallera.

Las peleas de gallos son una tradición que llegó con los españoles, recorrió continentes, se mezcló con ritos africanos y se incrustó en la vida popular al punto de que en Córdoba —como escribió Rafael Ramón Camargo— no hay caserío de cincuenta casas sin una gallera y su séquito de cuidadores. De aquel pasado nacieron concentraciones monumentales, galleras gigantes como La Zenufana en Montería, torneos con reglas estrictas y un ecosistema económico que sostiene familias enteras.

Hoy, en La Guajira, donde Armando Baquero levanta a sus gallos como si levantara un legado, esa tradición se enfrenta a su mayor contradicción: ¿es un patrimonio cultural o un ritual de violencia? ¿Una herencia o una deuda ética?

La historia de las peleas de gallos: un viaje entre imperios, supersticiones y archivos que aún respiran

La historia de las peleas de gallos no empieza en una gallera ni en una finca perdida: empieza mucho antes, en un territorio que huele a polvo antiguo y a dioses que ya nadie recuerda. María Fernanda G. de los Arcos lo dice sin rodeos: es una práctica capaz de generar “tanta repulsa como pasión”, un oficio que siempre camina con un pie en la fiesta y otro en la condena. Su origen no es una línea recta: es un mapa roto, una sucesión de ecos.

Los arqueólogos y las crónicas viejas —las que revisa María Justina Sarabia Viejo con la paciencia de quien limpia un vidrio enterrado— muestran combates de gallos miles de años antes de nuestra era en Asia Menor, en Asiria, en Mesopotamia, en India, en China, en Japón, en ese sudeste asiático donde las leyendas nacen rápido y mueren lento. Es como si distintas civilizaciones hubieran tenido la misma idea al mismo tiempo: poner dos gallos frente a frente para que se midieran sin testigos divinos, solo frente al público.

De ahí, la tradición saltó a Europa y después cruzó el océano. Su llegada a América —advierte G. de los Arcos— es un acertijo más que un puerto concreto. Tal vez vino desde Filipinas, empujada por el galeón que unía Acapulco, Sevilla y Manila; tal vez llegó directamente de España. Lo cierto es que cuando Tomás Suria dibujó, a finales del siglo XVIII, escenas de la expedición Malaspina, los gallos de pelea ya estaban en Nueva España. Ya eran parte del paisaje.

En los archivos coloniales, que guardan el polvo con disciplina militar, las peleas aparecen pronto: siglo XVI, anotan Sarabia Viejo y los documentos del Archivo General de Indias. Tan rápido crecieron que la Corona decidió administrarlas como si fueran una baraja: las metió bajo el ramo de los naipes, otro negocio jugoso. Había intentos de prohibirlas por “crueldad evidente”, pero la rentabilidad siempre abría de nuevo la puerta. Era un péndulo: prohibir, tolerar, multar, regular. Hasta que con los Borbones, ya en el siglo XVIII, el péndulo se detuvo del lado de la legalización. Más impuestos, más control, más público.

La escena se repetía en todo el mapa colonial. En Perú y Puerto Rico, las peleas se registran desde el siglo XVI. En Cuba, las primeras menciones oficiales aparecen en la década de 1740. En cada territorio, lo mismo: prohibiciones parciales, explosión de aficionados, galleras que crecían como si fueran plazas públicas.

Pero la historia no solo se escribe en archivos: también se escribe en la literatura, que a veces es más precisa que la ley. Borges, que sabía mirar lo esencial, describió al gallo como un torbellino de “acero y aletazo, grito y sangre”. Marilé Ruiz Prado rastrea esa genealogía y encuentra al gallo en Neruda, en Palés Matos, en Guillén, en David Sánchez Juliao. El gallo como símbolo: de fuerza, de destino, de un continente que celebra la vida mientras la desafía.

La mitología también dejó su huella. Para James George Frazer, el gallo es encarnación del espíritu del grano y de la virilidad, un animal que pertenece tanto al templo como al campo. En la Europa medieval, su canto alejaba a los demonios. En Grecia custodiaba a Atenea y a Deméter. Y en el diccionario griego de Pabón y Echauri, esa palabra —álektros— aparece como la sombra de un hombre que transgrede el lecho matrimonial: un eco del gallo como macho desafiante, insomne, vigilante.

Luego vino América Latina, donde todas estas supersticiones, símbolos y archivos se mezclaron como si hubieran estado esperando encontrarse. Lo colonial, lo ritual y lo cotidiano se fusionaron en un solo escenario: la gallera. Allí el gallo dejó de ser solamente un animal. Se volvió tótem y mercancía, prestigio y herencia, apuesta y rito.

Hoy, vista desde atrás, la tradición se parece a un palimpsesto: capas sobre capas. Barcos que cruzan océanos. Reglamentos borbónicos. Manuscritos que crujen. Poetas que encuentran en el aleteo una metáfora de honor, violencia o deseo. Y hombres que, en cualquier pueblo de América, siguen esperando que el gallo propio —ese gallo que criaron desde el huevo— dé la pelea de su vida.

Una práctica que, desde hace siglos, se mueve —como escribió G. de los Arcos— entre “repulsa y pasión”. Un legado tan antiguo como los restos que descansan en Asia y tan vivo como los reñideros que aún resuenan hoy, en cualquier tarde caliente de este continente.

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La Corte Constitucional y el fin anunciado de una tradición

En Bogotá, lejos del polvo de las galleras y de los patios donde un gallo canta antes del amanecer, la Corte Constitucional escribió una frase que cayó como una piedra en el agua: “existe un consenso pacífico sobre el deber de no provocar dolor, sufrimiento o muerte de forma deliberada a otro ser sintiente, so pretexto de placer o diversión”. La Sala Plena la dejó fija en el comunicado del 4 de septiembre, como quien cierra una puerta con llave.
Esa frase —pulida, fría, casi quirúrgica— fue suficiente para extender la prohibición no solo a los toros, sino también al coleo, las corralejas, las novilladas y las peleas de gallos.

En su sentencia contra la ley No más olé, los nueve magistrados no se quedaron en la literalidad del Congreso. Decidieron empujar la frontera de la protección animal hasta tocar todas las prácticas donde un animal muere para entretener a una comunidad. Para la Corte, el argumento era simple: cuando un gallo, un caballo o un toro entran al ruedo, entra también el Estado. Y el Estado —dijo el tribunal— tiene un deber constitucional de proteger a los seres sintientes incluso cuando la cultura pide lo contrario.

Las demandas alegaban libertad: de expresión, de identidad, de desarrollo de la personalidad. Pero la Corte vio otra cosa: un choque de principios donde la balanza debía inclinarse hacia el bienestar animal.
La palabra “transformación” apareció repetida en la sentencia. Transformación cultural. Transformación social. Transformación de un país que —según los magistrados— debe caminar hacia una ética distinta, aunque duela, aunque rompa costumbres que se heredan antes que se aprendan.

Transformación cultural. Transformación social. Transformación de un país que —según los magistrados— debe caminar hacia una ética distinta, aunque duela, aunque rompa costumbres que se heredan antes que se aprendan.

La Corte también habló de límites. Que la autonomía personal no es un salvoconducto para cualquier conducta. Que estas prácticas no ocurren en la intimidad, sino en plazas públicas, en recintos donde la violencia se convierte en espectáculo y donde la comunidad entera participa, celebra, apuesta.
Los jueces fueron tajantes: esas actividades, pese a su historia y a sus instituciones, “perpetúan una cultura violenta contra los animales y la convivencia en sociedad”. Con esa frase, los magistrados tocaron un nervio antiguo.

En los pueblos de La Guajira, donde Armando Baquero recuerda las riñas como parte del paisaje emocional de la infancia, la sentencia se sintió como un giro brusco del país hacia otro lado. Él lo cuenta así: antes bastaba un primo, un compadre, un vecino, un gallo. Antes era la risa y el rato, el honor que se jugaba sin pensar en el dinero. Hoy, en cambio, hay que entrar con cinco millones de pesos bajo el brazo. Y aun así —dice— “esto es más que plata: es memoria”. 

Detrás de esa cifra no está solo el dinero de un torneo: está la maquinaria completa de un oficio que, según sus propios representantes, sostiene a cientos de miles de hogares en Colombia. Hoy la gallística se presenta, además, como industria. Según cifras que repiten dirigentes del sector, en Colombia existirían entre 7.700 y 10.900 galleras activas y entre 6 y 8 millones de aves de combate en circulación; el gremio también afirma que cerca de 125.000 empleos directos y 165.000 indirectos dependen del circuito (cuidadores, entrenadores, transportadores, veterinarios, fabricantes de espuelas y vendedores de insumos). En conjunto, los representantes del sector advierten que unas 290.000 familias tendrían su sustento ligado a la actividad. Estas cifras ayudan a entender por qué, para muchos, la prohibición no es solo un asunto cultural sino un golpe económico de gran alcance.

Mientras la Corte habla de ética universal, Armando habla de identidad. Mientras el tribunal construye doctrina, él calcula cuánto cuesta poner un gallo en la arena. La distancia no es solo geográfica: es un choque de mundos.

Lo mismo ocurre con Magali Molina, que se mueve entre galleras con una seguridad que desmonta décadas de dominio masculino. Para ella, las riñas no son un acto de violencia, sino un lenguaje heredado. Un orden social que aprendió desde niña. Un entramado donde mujeres como ella —empresarias, juezas, criadoras— encontraron un lugar que nadie les había ofrecido.

La sentencia de la Corte convierte ese universo en una especie de territorio en extinción. Un país legal que avanza en una dirección, y un país real que se aferra a lo que considera suyo.
Magali lo dice sin levantar la voz: “Nos dejarían muy tristes si acaban las riñas; esto lo llevamos en la sangre”.

Mientras tanto, en las ciudades, colectivos animalistas aplauden la decisión y editan videos donde muestran gallos dopados, espuelas afiladas, apuestas clandestinas. En los pueblos, por el contrario, ya se hacen cuentas sobre el golpe económico: cuidadores sin trabajo, artesanos sin clientes, criadores endeudados; torneos que desaparecerían de un día para otro; una cadena de oficios que sostiene a veredas enteras.

La Corte sabe esto. Lo escribió, incluso: reconoció que estas prácticas son parte de la vida cultural y económica de miles. Pero decidió que ese peso no es suficiente para justificar el sufrimiento animal. O, como dijo la Sala Plena, que ese tipo de diversión es “contrario al mandato constitucional de protección y bienestar”.

Cuando una tradición entra en guerra consigo misma

En las galleras de La Guajira, donde durante décadas solo mandaron las voces de los hombres, empezó a abrirse paso la figura firme de Magalí Molina: pasos seguros, mirada frontal, una presencia que impone respeto sin necesidad de elevar la voz. Hija de un gallero empedernido, administradora, empresaria, organizadora de torneos, Magalí representa una transformación silenciosa pero poderosa: la de las mujeres que no solo entraron a las galleras, sino que se quedaron, que aprendieron a leer un gallo, a juzgarlo, a dominar el espacio. “Mi papá fue gallero… yo le debo este legado tan bonito”, dice, y lo dice sin pedir permiso, como quien está nombrando una herencia que no está dispuesta a que le arrebaten.

Y cuando habla de ese legado vivo, menciona a quien abrió el camino antes que todas: Ezequiela Sánchez, la Cacica de la gallística nacional. Su nombre todavía se pronuncia con respeto en Villanueva. Magalí recuerda el día en que la Cacica le tomó la mano y le dijo: “Magamolina, usted es la caciquita. Mientras yo esté viva, yo soy la Cacica”. Tras su muerte, esas palabras se volvieron destino: la heredera simbólica de una tradición que, para muchos, se esculpió a punta de carácter, gallos finos y liderazgo en un mundo que nunca pensó que una mujer pudiera gobernarlo.

En Villanueva, cuando cae la tarde y el calor empieza a retirarse con la misma lentitud con la que se cierran las galleras, todavía hay quienes juran haber escuchado a la Cacica dar instrucciones desde algún rincón del patio: la voz seria, la risa corta, un gallo que canta distinto como si ella estuviera pasando revista. Como si cuidara que nada se pierda del todo.

Pero el país ya cambió. En Bogotá, una frase escrita en tinta fina dice que estas prácticas deben desaparecer. Que la cultura no puede justificar el dolor. Que los gallos —esos animales que aquí se crían con devoción que parece fe— ya no deberán pelear. Hugo García repite cifras, jurisprudencias, economía. Magalí habla de memoria.  Y en Villanueva, cada quien entiende el golpe como puede.

Hay quienes insisten en que prohibir las riñas es arrancar de tajo una parte del alma. Hay quienes celebran que el país avance hacia otro lugar. Y están quienes, en medio, sienten que algo se deshilacha, que una pieza del paisaje emocional se desprende como una pluma suelta que cae sin remedio.

En noches así, cuando la conversación se alarga y el tema vuelve una y otra vez —porque la tradición, cuando está por desaparecer, se vuelve obsesiva— alguien recuerda el cuento del gallo capón. Y empieza el juego:
que si quieren que les cuente el cuento del gallo capón,
que sí,
que no,
que no dije que dijeran que sí,
que no dije que dijeran que no,
que no dije que se quedaran callados,
que todavía no he pedido que se vayan.

Y nadie se va.
No porque no puedan irse, sino porque quedarse —insistir en el cuento, repetirlo hasta el cansancio, aferrarse al bucle— es una forma de resistir al olvido. De que la tradición siga viva aunque sea en la pura repetición, en el gesto mínimo de no soltarla del todo.

Al final, el narrador vuelve a empezar:
que si quieren que les cuente el cuento del gallo capón.

Y tal vez ese sea ahora el país:
uno que no sabe si quiere que le cuenten el cuento de nuevo,
o si ya es hora de callarlo,
o si, en el fondo, lo que teme es lo inevitable:
que cuando nadie pregunte más por el gallo capón,
la tradición —como tantas otras—
haya terminado de apagarse.

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  • Yanexis Patricia Cerpa Bolaños
    Dic 2, 2025
    Bueno yo pienso que es respetable las culturas las tradiciones se respetan Se comprende Pero es verdad que los tiempos han cambiado y creo que se ha despertado más conciencia en cuanto al cuidado de los de los animales Aunque ir a las galleras para algunos es divertido personalmente me parece terrible porque los animalitos los gallos están es lastimándose uno al otro y solo termina cuando alguno de los dos muere y creo que eso endurece más el corazón de las personas cuando no les importa ver ellos mismos la muerte de un animalito que también siente

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