Todos los días, a las cinco de la tarde, el cielo de Leticia es atravesado por miles de puntos verdes que pasan a toda velocidad para llegar hasta el centro del municipio. El bullicio de la vida cotidiana es silenciado de golpe por el canto de las aves que vienen de todos los lugares de la selva hasta el Parque Santander.
Con el pasar de los minutos, los árboles se llenan de periquitos aliblancos. Son tantos que su canto se convierte en un ruido continuo, casi ensordecedor, que se prolonga por un par de horas, mientras todos terminan de acomodarse en las ramas para pasar la noche. Cuando el sol se esconde, llega el silencio. En la oscuridad apenas se perciben las siluetas de estas aves, que hallan en el parque un último refugio. Alguna vez fue selva espesa, su hogar ancestral, antes de que el cemento y el ruido de la ciudad lo envolvieran por completo.
El comportamiento de estas aves es uno de los grandes atractivos para las personas que llegan de otras ciudades y países. Pero más allá de la belleza de un hecho tan inusual, surge una pregunta: ¿por qué, con miles de kilómetros de selva alrededor, esta especie llega a dormir todos los días al centro del municipio? La respuesta no está solo en el comportamiento del periquito, sino en la zona en la que se ubica el parque, en su historia y en el ecosistema que persiste en el lugar.
Un recorrido por la vida del Parque Santander
Lina Bolívar, etnobotánica y estudiante de la maestría en Estudios Amazónicos de la Universidad Nacional, recorre el parque con una mirada distinta a la de transeúntes y turistas. Observa con detenimiento a cada ser que lo habita. Para ella, las plantas narran historias, y las que crecen aquí permiten leer, como en un libro abierto, el proceso de poblamiento y transformación del territorio.
Las primeras plantas en las que se detiene Bolívar son las “abuelas”: los cananguchos (Mauritia flexuosa), conocidos por ser al mismo tiempo fuente y guardianes de agua. Su presencia revela cómo era este lugar en el pasado: una zona rodeada de cuerpos de agua y estrechamente conectada con el río Amazonas.
Al seguir su recorrido, identifica otras especies de palma como la bacaba (Oenocarpus bacaba), comestible y con diferentes usos medicinales. Un árbol de gran importancia para los pueblos ancestrales de la región. Muy cerca de esta palma aparece el açaí, que carga una historia fronteriza porque se ven diferentes especies como lo es la Euterpe oleraceae, que es traída del Brasil, y la Euterpe precatoria, que es más común en Colombia.
Encima de estas plantas, en sus copas, Lina Bolívar alcanza a ver el periquito aliblanco, o pigüicho para el pueblo Ticuna (Brotogeris versicolurus). Esta especie es una de las que más frecuenta el parque. Tiene una particularidad y es que solo habita en lugares a las orillas de los ríos; en este caso, el periquito es atraído por la cercanía del parque con el río Amazonas. Esta ave comparte el espacio con otras especies como la golondrina pechigrís (Progne chalybea), que habita el lugar durante todo el año, y la golondrina sureña (Progne elegans), que llega desde el sur del continente desde marzo.

El recorrido en medio de plantas nativas es interrumpido de repente cuando Bolívar identifica varias palmas de aceite (Elaeis guineensis). Esta especie es proveniente de África, llegó al país con fines industriales, pero en el Parque Santander se encuentra con fines ornamentales; es una planta bella y de fácil crecimiento, pero que no hace parte de este contexto y que se ha priorizado sobre la flora nativa. Otras plantas ajenas aparecen en el parque, como el samán (Samanea saman) y la palma areca (Dypsis lutescens), además de varias especies del género Ficus y Clitoria, entre muchas otras.
En medio de todas estas plantas que han llegado de otros continentes, se impone una palmera nativa (Manicaria saccifera), árbol que suele encontrarse selva adentro y que se erige como una forma de resistencia frente a las transformaciones del lugar. Además, en el centro del parque, muchas veces desapercibida a los ojos de los foráneos, aparece la Victoria amazónica, comúnmente conocida como Victoria Regia. Esta planta, insigne del Amazonas, es acuática y solo se encuentra en esta región.

Entre la algarabía de los juegos infantiles y las voces de los vendedores, el parque guarda una historia en cada ser que lo habita. Es la memoria de lo que alguna vez fue un lugar sagrado y que, con el crecimiento de la ciudad, ha cambiado. Como explica Bolívar: “Al comprender que las plantas son testimonios que cuentan historias de nosotros mismos, de los gustos, de las formas de vida y del transcurrir del tiempo, entendemos que son testigos del origen de este lugar”.
La memoria de un lugar sagrado
La zona en donde hoy se encuentra el Parque Santander era un sitio natural, poco intervenido. Luego de un tiempo y debido al crecimiento demográfico, empezó a reconfigurarse el territorio. Como lo menciona Jorge Picón, especialista e investigador de las dinámicas de la ciudad, “se empezó a imponer de manera forzada la ciudad en la selva”.
En la década de los 40 se crearon dos plazas en Leticia, que tomaron los nombres de Parque Orellana, frente al hotel Anaconda y Parque Santander frente a la iglesia Nuestra Señora de la Paz. Los cambios continuaron en los años posteriores de manera rápida y sin planificación. El Parque Santander se impuso de forma desordenada, fruto de un proceso de deforestación que, según Jorge Picón, buscó darle una frondosidad y un aire “natural” que no respondían a su contexto, sino a una visión ajena.
Afirma Picón que los pobladores más antiguos de Leticia reconocen que este lugar estuvo rodeado de varias fuentes hídricas y vestigios que lo catalogan como un salado, es decir, un sitio con gran riqueza mineral, de gran importancia para la alimentación de diferentes especies, lo que hacía que allí llegara una gran cantidad y variedad de animales, por esta razón es considerado como un sitio sagrado.
La urbanización se impuso sobre la selva: casas, iglesia y cemento intentaron instaurar nuevas dinámicas. Sin embargo, la esencia selvática permanece. Las aves y su relación con las plantas son prueba viva de la memoria del lugar; siguen durmiendo en sus ramas y habitando los árboles nativos, tal como lo hacían antes de que llegara la idea de la “modernización”. Comprender un salado, explica Juan Pablo Forero, gerente de la Fundación FATA, “es ver que este es un lugar espiritual, rico en minerales y de una neutralidad donde cualquier especie puede confluir en tranquilidad, pues se constituye como un lugar armónico en medio de la selva”.
Conservar el parque para cuidar el pasado y el futuro
Este lugar, con sus dinámicas ecológicas, es un sistema de interrelaciones donde la vida gira en armonía a pesar de las intervenciones y modificaciones que se realizan a su alrededor. Según Luis Miguel Murcia, biólogo y especialista en aves, allí “se guarda mucha historia, pues se dice que donde hay agua, hay guardianes, como la boa. Por eso, este lugar es de mucho respeto y se encuentra cargado de mucho poder”.
Añade que la diversidad de aves que se observa en el parque es prueba de ello. Él y otros ornitólogos han registrado la presencia de la cotorra ojiblanca (Psittacara leucophthalmus), un loro de amplia distribución que migra, recorre varios kilómetros para llegar hasta aquí y luego continúa su desplazamiento.
“La variedad de aves que confluyen en este espacio no deja de evidenciar su conexión de origen como lugar sagrado y de importancia para la diversidad de organismos que lo habitan”, señala Murcia.
Aunque este sitio tiene un alto valor ecológico y cultural, los expertos han identificado cambios preocupantes: el poco cuidado del ecosistema está alterando las interacciones que lo sostienen. Uno de los problemas, según Forero, es la falta de cultura ciudadana. La Fundación FATA, a cargo del parque desde 2015 por delegación de la Alcaldía de Leticia, se encarga de su mantenimiento. Sin embargo, Forero advierte que “a los ciudadanos les falta sentido de pertenencia por el lugar que habitan, pues, aunque existen varios puntos para la disposición de basuras, muchos no los utilizan”.
“También se está haciendo el aseo, sembríos y aprovechamiento de la materia orgánica del parque por medio de abono, pero esto con nuestros propios medios, pues ahora no tenemos ningún contrato”, señala Forero. La falta de recursos limita las intervenciones, pero la relevancia de este espacio exige un mantenimiento constante. Para Lina Bolívar, al ser este un lugar de memoria de Leticia, “deberíamos mirarnos a nosotros mismos en el parque y pensarlo en su estado original, para convertirlo en un museo vivo, abierto al aire libre, que exalte su diversidad y, sobre todo, la urgencia de su conservación”.