Cuando el agua lleva más de tres días sin bajar por la tubería, Nailin Molina, de 39 años, duerme con la llave de la ducha abierta. El sonido del agua que cae sobre el piso le avisa que ya puede empezar a recogerla. En la casa de Molina; ubicada en El Hatico, un corregimiento a 10 minutos del casco urbano de Fonseca; eso puede pasar a la una de la madrugada, a las dos de la tarde o a casi cualquier hora del día.
Lo más común es que el agua llegue alrededor de las cuatro de la mañana, hora en la que empieza el día de Molina. Además de alistar a sus dos hijos para el colegio, despachar a su hermana y dejar la casa aseada antes de salir a trabajar, Molina debe estar pendiente y aprovechar el hilo de agua que le llega porque no sabe por cuánto tiempo la tendrá ni cuándo regresará.
Primero llena los baldes que usa para cocinar, lavar los alimentos, los trastes y todo lo relacionado con la cocina. Luego, el tanque de afuera que suele usar para bañarse, asear la casa, vaciar los baños y lavar la ropa. Aunque esta última prefiere hacerla cuando el agua aún sale de la manguera, así no corre el riesgo de gastarse el agua que a futuro le pueda servir para otras actividades.
Si el agua llega en la madrugada y por al menos cuatro días consecutivos a la semana, Molina puede gastar un total de ocho horas — el equivalente a una jornada de trabajo— llenando baldes de agua para surtir su casa y prever una escasez de al menos dos días. Pero si el agua llega en la tarde, mientras Molina está trabajando en el hogar en el que realiza oficios varios en Fonseca, sabe que no podrá recogerla y que en los próximos días no tendrá agua. La opción que le queda es sacar 3500 pesos diarios para comprar una paca de agua, de 30 bolsas pequeñas, que le durarán casi un día, hasta que logre surtirse de nuevo.
Nailin Molina no paga servicio de agua, no tiene contador ni le llega recibo, pero dice que estaría dispuesta a pagarlo con tal de tenerlo: “Si uno quiere una comodidad sabe que la comodidad tiene un precio”. Hasta el momento, ese es un sueño lejano. Molina dice que lo que ha escuchado hasta el momento es que el agua que les llega viene del casco urbano y sólo a esa hora, a la madrugada, suele alcanzar una presión suficiente para llegar hasta el punto de El Hatico en el que vive.
En respuesta a un derecho de petición a Veolia Aguas de la Guajira, el operador de la infraestructura que presta servicios de acueducto y alcantarillado en el departamental, la empresa aseguró: “la comunidad del Hatico toma el agua de manera no autorizada dada la facilidad de acceso a la red de conducción, lo que genera altas pérdidas por consumos sin control, así como unos costos importantes” que asume Veolia. La empresa sólo presta servicios en el área urbana del municipio, pero dice que lo que sucede en El Hatico es una de las varias razones por las cuales en el casco urbano de Fonseca el servicio de agua tiene un promedio de 11.2 horas al día, es decir la mitad del día los fonsequeros no tienen acceso al agua.
La escasez de agua para los habitantes contrasta con el reconocimiento que tiene El Hatico como despensa agrícola de Fonseca y como un tierra arrocera, un cultivo que requiere de grandes volúmenes de agua para su cosecha. Según la Federación Nacional de Arroceros (Fedearroz), para producir una tonelada de arroz se requiere un promedio de 2.650 metros cúbicos de agua, el equivalente a lo que contiene una piscina olímpica.
El Estudio Nacional del Agua (ENA) de 2022 dice que el cultivo de arroz representa el 6,8% de la demanda hídrica de todos los cultivos. En el caso de El Hatico, gran parte de los cultivos de arroz toman las aguas del río Ranchería, el más importante de la región. En 2011, Corpoguajira, la autoridad ambiental del departamento, decía en una resolución que en la cuenca del Ranchería, cerca de 3500 usuarios se beneficiaban de las corrientes hídricas y, hasta 2021, había otorgado 129 concesiones de agua del río para cultivos de arroz.
En El Hatico lo saben. “Esa agua de los arroceros viene del (río) Ranchería”, dice Carmen Pinto, habitante del corregimiento. Ella, además de vivir durante décadas en El Hatico, hizo parte de la Junta de Acción Comunal de su barrio, y sabe de memoria los manantiales y acequias del río Ranchería que atraviesan el corregimiento. Las tiene claras porque de estas se llegó a surtir, y en momento de sequía, lo sigue haciendo.
A Carmen Pinto no le preocupan los cultivos de arroz, pero sí la represa del río Ranchería y lo que podría significar para las comunidades. “Esos miles de litros de agua que caen ahí y no salen son una bomba de tiempo. Eso era para que hubiera agua para reventar las plumas (llaves) de la casa”, comenta. Rodeada de agua por donde se le mire, ya sea por vivir en una península, por tener un río represado o por los cultivos de arroz que no se secan, a Pinto le toca hacer de tripas corazón y rebuscarse el agua para su diario vivir.
Hace tres años, Pinto tenía que caminar todos los días unos 20 minutos hasta el manantial más cercano para surtirse de agua. Pero cuando los políticos vieron que cavar pozos para surtir de agua a algunas comunidades podría traducirse en votos, empezaron a prometerlos y, en ocasiones, a hacerlos una realidad. Carmen Pinto y sus vecinos tuvieron suerte y les dieron un pozo profundo que, impulsado por una turbina que conectan a redes eléctricas de barrios que cuentan con energía, logran halar agua subterránea.
Recurrir a aguas subterráneas, que son la mayor reserva de agua del mundo, es una práctica común en El Hatico y en toda La Guajira para poder tener el líquido. El Estudio Nacional del Agua (ENA) de 2022 mostró que el departamento es el tercero más susceptible de desabastecimiento y a la vez, junto con Cauca y Quindío, el que tiene a todos sus municipios con una alto potencial de aprovechamiento de aguas subterráneas.
Con los pozos, Pinto se ahorró las caminatas y ahora cuenta con esa agua para hacer aseo, lavar la ropa y cocinar. Al menos cuando no hay cortes de energía en los barrios vecinos. Cuando estos son constantes y se quedan sin agua por días, termina yendo junto con sus vecinos a bañarse a El Paso de la Iguana, un balneario propiedad del alcalde Micher Pérez, por el que cruza un riachuelo que, según Pinto, es una acequia del Ranchería.
Para el agua que consume cada día, Carmen Pinto tiene que meterse la mano al bolsillo. “Hace unos días pagué 5 mil pesos por cinco canecas de agua, cada una es de cinco galones de agua. Esas me toca pedirlas cada semana”, asegura. Pero cuando el dinero no alcanza, le toca beber de la del pozo. “Toca picarle hielo porque heladita pasa mejor y le quita lo salado”, dice entre risas. A pesar de eso reconoce que el consumo de ese tipo de agua, aunque es poco, ya le ha pasado factura a sus hermanos que han sufrido de cálculos renales “porque llevamos ya tantos años tomando esa agua”.
“Así sea malo o lo que sea, aquí tenemos agua, no importa cómo la consigamos. En la alta Guajira es peor. Hay personas con más problemas para conseguirla”, dice Pinto. Aún con lo mucho que le agradece a Dios por tenerla, guarda la esperanza de que un día abra la llave y salga agua: “Eso sería bonito — dice con la mirada perdida, como si imaginara las posibilidades —. Un anhelo que tenemos los hatiqueros antes de que nos muramos es que tengamos agua en la plumilla (llave), no importa que sea comprada, no importa que toque pagarla. Que haya agüita”.