Cuidadoras anónimas capítulo 5 | Quién nos cuidará cuando seamos viejos

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Ilustración: Tatiana del Toro
En Colombia el 76.2 por ciento del cuidado no remunerado en el hogar lo realizan mujeres. Estas son las historias de Ana Brito y las hermanas Cristina y Tania Mendoza, quienes dedican su vida a cuidar a adultos mayores en San Juan del Cesar, La Guajira. ¿Qué implicaciones tiene para ellas sostener las vidas de sus familiares?
Ilustración: Tatiana del Toro

Ana Elisa Brito siente que ya ha atravesado la vejez a través de Ana Elena Brito, su madre. Ana, la hija, conoce cada cicatriz, peca, várice, arruga en el cuerpo de esa mujer con quien comparte nombre y apellido. Ha pasado estos últimos años bañándola cada día con agua, vinagre y jabón Johnson's. Los lunes le lava el cabello, algo que hace únicamente con jabón Rey. Al terminar la ayuda a secarse, le aplica crema humectante y le hace masajes. Es su forma de cuidar a su madre del roce con el mundo.

Ana, la hija, sabe que con la edad cualquier golpe puede convertirse en una lesión dolorosa. Como cuando a su madre se le reventó una vena varicosa y la pierna se le puso de otro color. Un morado muy oscuro, casi negro, que le subía desde el tobillo hasta la mitad de la pierna. Al principio pensó que era una infección producto de la picadura de un insecto. “Pero la piel se le fue abriendo”, recuerda.

“Cuando la vi sentí una tristeza en mi corazón, porque estaba abandonada. Peleé con mi hermano que la cuidaba antes, le dije: ¿cómo pudiste dejar que mi madre llegara a ese estado? Me monté con ella en un carro y la llevé a un hospital. Estuvo internada nueve días, casi le amputan la pierna, pero tú sabes que a uno nunca le falta un ángel. Un médico nos mandó un tratamiento y mi mamá empezó a mejorar”, cuenta Ana, de 67 años. Entonces decidió que era más seguro que su madre, de 98 años, abandonara la casa de su hermano en la vereda Los Tunales, para mudarse con ella al casco urbano en San Juan del Cesar.

La casa de Ana Brito tiene un árbol incrustado en la terraza. Muchas plantas afuera, muchos adornos —santos y vírgenes y portarretratos— dentro. En ese hogar ha acogido a otros miembros de la familia: sobrinos y sobrinas, primas, hijas de amigos, a quienes ha alimentado y cuidado por años sin ningún tipo de retribución más allá de la satisfacción de ayudar.

Ana Brito dice que cuidar a otros ha sido su gran vocación, su forma de servir. “Yo nunca me casé ni tuve hijos, así que veo en ellos [sus familiares] los hijos que no tuve”, dice. Sobre ella, como muchas mujeres, recaen los trabajos del cuidado del propio núcleo familiar, que no suelen ser remunerados económicamente y que representan un incremento en las cargas laborales. Brito, por ejemplo, divide su tiempo entre vender productos cosméticos, ropa y accesorios, con las labores domésticas y el cuidado de su madre, que requiere de compañía y atención permanentes. “A veces es poco el tiempo que me queda para mí misma y aunque amo a mi madre, esto cansa”, reconoce. 

—¿Entonces no quieres llegar a la vejez?

—No, no quiero llegar a vieja. En este camino con mi mamá he visto que sufre mucho. A veces se queja por los dolores, dice que llegar a vieja es lo peor que le ha pasado. A veces amanece llorando, deprimida, porque extraña su casa y sus demás hijos. Me dice: mira cómo se me pone la piel, las canas, uno no se vale por sí mismo. Y yo le digo mami sí, eso viene con la vejez. Dios nos regala eso y tenemos que vivirlo.

En Colombia, 8.6 millones de personas realizan labores de cuidados de otros integrantes de sus hogares que no son remunerados. La participación femenina en estas actividades es el triple en todas las regiones: 76.2 por ciento ante un 23.8 por ciento de los hombres. Esa distribución desigual también se evidencia en el tiempo invertido. Sin importar la zona geográfica, las mujeres dedican al menos dos horas cada día, mientras los hombres solo una hora, según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo (ENUT).

“Esa desigualdad en los trabajos de cuidados representa un círculo vicioso para las mujeres cuidadoras, porque tienen menos tiempo libre y recursos para desarrollar otras actividades como estudiar o buscar trabajos remunerados. Las labores de cuidado no remuneradas se suelen ver como una obligación y son poco valoradas, cuando en realidad son la base innegable de nuestras sociedades”, explica Melissa Monroy, politóloga y especialista en género. 

Las manos de Ana Elisa Brito cuidan a su madre Ana Elena Brito, de 98 años. | Foto: Ivonne Arroyo

Cuidar la vejez en la ruralidad

Antes de llegar a la casa de Cristina Mendoza, en el corregimiento de Guayacanal, hay que tomar un atajo para evitar que los zapatos se hundan en el barro que deja la lluvia en la vía destapada. Desde una esquina, “Consi”, un vecino que cuida el corral de vacas de donde proviene el olor a estiércol, nos señala una trocha rodeada de árboles: jobito, corazón fino, trupillo, mamón y espinito. A lo lejos se ve una casa de bahareque hecha de barro y palos. 

La casa de la familia Mendoza no tiene ventanas, solo dos puertas, una que da a la calle y otra a la huerta. Son cuatro paredes que encierran un único espacio, dividido en dos por una cortina. De un lado están las camas y, del otro, una pequeña estufa ecológica y algunos enseres. Allí vive Cristina con tres de sus siete hijos y su padre Laureano José Mendoza, de 90 años, conocido como “Boche”. Todos pertenecen al pueblo indígena wiwa. 

Cristina Mendoza, de 42 años, cuida a su padre Laureano Mendoza, de 90 años. | Foto: Ivonne Arroyo

A las seis de la mañana, Cristina Mendoza, de 42 años, ya preparó el desayuno, despertó a su padre, le dio la pastilla para la hipertensión y ayudó a sus hijos a prepararse para la escuela. A esa hora comienza a barrer las hojas del suelo, regar las plantas, limpiar la casa, tender las camas y lavar la ropa. Luego debe limpiar las siembras de malanga, yuca, frijol, ahuyama y guandú que crecen en el patio.

Además de hacer las labores domésticas y de cuidar a su papá y a sus hijos, Cristina Mendoza trabaja como empleada del servicio en casa de sus vecinos. Va donde Pancho, Bolivia, Yeni, Ana Elvira y continúa su ruta en otras casas para seguir lavando ropa, cocinar, barrer y limpiar huertas. Por estas tareas, recibe pagos desde 5 mil hasta 10 mil pesos diarios que representan el sustento económico de su hogar. 

Mientras Cristina Mendoza trabaja, su hermana Tania, de 38 años, la ayuda con el cuidado de su padre Laureano. Tania vive del otro lado del pueblo, casi a la salida de Guayacanal, así que sale todas las mañanas temprano para acompañar a su padre y preparar el almuerzo. 

En las calles de Guayacanal, así como en todo San Juan del Cesar, es común ver a adultos mayores deambulando solos por las calles y en condiciones de precariedad. Cuando las hermanas Mendoza los ven, no pueden contener la tristeza y la rabia. “Si uno los trata con amor, ellos están agradecidos, pero cuando los tratan mal viven resentidos y eso los enferma más”, dice Tania. 

Laureano dice sentirse muy agradecido. Y ese sentimiento hacia sus hijas hace que valga la pena todo su sacrificio, dicen ellas. Como el que hizo Tania con su bebé de cuatro meses de nacido, a quien dejó a cargo de su marido mientras ella cuidaba a su mamá, diagnosticada con cáncer. “Yo decidí estar con mi mamá y dejar al bebé, cosa que me dolió mucho. Cada vez que se me cargaban los senos recordaba que mi bebé no estaba conmigo y lloraba”, recuerda. Cristina, por su parte, abandonó su hogar y su pareja en la Sierra Nevada de Santa Marta para bajar a cuidar a su papá, quien se quedó solo luego de la muerte de su madre. En su caso, fue también una forma de cuidarse a sí misma y alejarse de su marido, un hombre que la maltrataba física y verbalmente. 

Estos años al cuidado de su padre las han hecho pensar en su propia vejez, una etapa en la que se imaginan que volverán a nacer para ser, de nuevo, como niñas. Lo ven así por todos los cuidados que requieren adultos mayores como su padre: darles de comer, bañarlos, ayudarles a caminar, darles los medicamentos, acompañarlos a las citas médicas y evitar dejarlos solos. Cuidados que tienen con sus niños. 

A Laureano Mendoza le gusta caminar y dar vueltas por el pueblo, pero eso es algo que hace siempre en compañía de sus hijas. Cada día, Cristina y Tania lo toman de la mano, mientras él se apoya en sus brazos y en un bastón improvisado de madera. Juntos caminan por el patio o recorren algunos callejones para saludar a los vecinos más cercanos. Luego regresan lentamente cuidando cada paso. Como los niños más pequeños.

Laureano Mendoza junto con sus hijas Cristina y Tania Mendoza en su casa en Guayacanal. | Foto: Ivonne Arroyo.

Un hogar para los adultos mayores

En San Juan del Cesar hay 5.165 personas mayores de 60 años registradas en el Sistema de Identificación de Potenciales Beneficiarios de Programas Sociales (Sisbén), según cifras del Departamento Nacional de Planeación de este año. Sin embargo, solo 1.887 reciben beneficios del programa Colombia Mayor, que da subsidios económicos a aquellos que están desamparados, sin pensión o que viven en extrema pobreza.

En San Juan del Cesar hay 4.806 personas mayores de 60 años registradas en el Sistema de Identificación de Potenciales Beneficiarios de Programas Sociales (Sisbén), según cifras del Departamento Nacional de Planeación de este año. Sin embargo, solo 1.887 reciben beneficios del programa Colombia Mayor.

Para este grupo también existe un hogar conocido como la Casa de los Abuelos, donde viven 11 adultos mayores. El lugar está a cargo de la Alcaldía, que brinda la alimentación y el servicio de vigilancia, y del hospital San Rafael, que proporciona el personal de enfermería que los cuida. "Aquí se les da paquetes alimenticios nutricionales y se realizan actividades integrales. Una vez al mes, o a veces semanalmente, reciben visitas de practicantes de la Universidad de La Guajira que estudian psicología o trabajo social, quienes les brindan sus servicios", cuenta Leidy Daza, enlace de la oficina del adulto mayor del municipio. 

Diana Guerra, de 41 años, es una de las cuatro auxiliares de enfermería de la Casa de los Abuelos. En su memoria caben todos los horarios, nombres de pastillas,  dolencias, gustos y manías de los adultos mayores que habitan en la casa, ahora en remodelación. “El señor Manuel tiene un problemita en el pulmón, así que cada mañana hay que hacerle tratamiento. Rafael tiene una hernia ventral, Eddie una fractura en el fémur y el señor Luis tiene alzheimer, casi siempre está desorientado y en la noche se quita toda la ropa y empieza a caminar por los pasillos”, recita mientras recorre el lugar. Un pabellón con ocho habitaciones individuales, bordeado por cultivos de pancoger que siembran los adultos mayores. Al final hay un segundo pabellón que alberga una cocina, un comedor y un salón de eventos.

Desde hace 15 años, Guerra se la pasa de lado a lado en la casa, en turnos diurnos y nocturnos de ocho horas. En ese tiempo ha creado un vínculo emocional e incluso un lenguaje propio con los adultos mayores residentes.

—¿Cómo amaneciste hoy, Manuel? Cuéntale a ella, ve.

—Como todos los días: dolérico, dolérico, dolérico —responde el hombre mientras suelta una risa cómplice. Guerra explica que, como Manuel Rodríguez, muchos se quejan constantemente por los dolores y los achaques de salud. Y esa palabra, dolérico, es una forma de burlarse del dolor.  

No todo gira alrededor de la enfermedad, aclara. Guerra juega, bromea y baila con los adultos mayores, especialmente con Consuelo Amín, de 76 años, a quien solo le basta escuchar el tarareo de una champeta para empezar a contornear las caderas, subiendo y bajando con ayuda de su bastón. Por esos pequeños momentos, Guerra cree que “este trabajo, más que hacerlo por ganarme un sueldo, lo hago por puro corazón”. “A mí me podrían trasladar al hospital o a un puesto de salud, pero lo mío es estar con ellos y cuidarlos. A pesar de que no todos sean un alma de Dios, porque algunos se portan terrible, yo los amo”, dice. Solo no quiere pensar ni estar el día en que alguno de los adultos mayores muera. 

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