Lidia se despierta antes que el sol. Pone el agua para el café, acaricia a sus gallinas, saluda a sus gatos que ronronean pidiendo comida y a sus dos perros, Tigrillo y Pinchulín, que menean la cola a su paso. Mientras, el abuelo Francisco prepara su atarraya, su flecha y su remo. Después de un desayuno con casabe, café y pescado asado, cruza el río Atacuari para revisar las mallas que dejó el día anterior, caza un par de sábalos y trae un racimo de plátanos de su segunda chagra.
Una chagra queda junto a la casa: caña, camu camu, bananos, papayas, cilantro, ají charapita. La otra está ubicada cruzando el río y en ella tiene yuca, plátano, piña y capirona, una madera fina que sirve tanto para leña como para construcciones. El trabajo de la tierra no se detiene.
Mientras el abuelo se interna en el río, la abuela barre el frente de su casa. Limpia con esmero el hito, el mismo que ha cuidado por décadas. A su alrededor crecen frondosos los arbustos de camu camu, cuyas bayas se comercializan en las comunidades vecinas. Escucha a lo lejos el sonido gutural que anuncia la llegada del abuelo, quien aparece con una sarta de sábalos, palometas y cuchas: “Esto es lo que me mantiene vital y fértil”, bromea con picardía.
Francisco Dávila Sánchez, de 86 años, es Cocama y nació en una comunidad peruana llamada Isla del Tigre, a orillas del río. Allí vivió hasta que conoció a la abuela, Lidia Pereira Ipuchima, una mujer Ticuna nacida en San Juan de Atacuari. Juntos decidieron quedarse en la frontera, no solo para vivir, sino para protegerla.
Durante años se dedicaron a trabajar la tierra y a construir su primera casa del lado colombiano. Pero el clima les jugó en contra: las lluvias intensas y el aumento del nivel del agua arrasaron con la vivienda. Nadie del gobierno colombiano acudió a ayudarlos. Entonces, cruzaron la frontera y se instalaron en territorio peruano. Allí, con apoyo estatal, levantaron una casa más resistente, con buenos cimientos y adaptada a las crecidas del río.
Sus manos sembraron cada planta de sus chagras. Sus cuerpos, aunque envejecidos, aún recorren cada rincón del terreno. Sus días giran en torno a la cosecha, el río y el hito: ese pequeño obelisco de concreto que marca el límite entre dos países desde que se firmó el Tratado Salomón‑Lozano en 1922. El hito está justo en su patio, en el vértice occidental del Trapecio Amazónico, y lo mantienen limpio como un altar.
La comunidad donde viven, San Juan de Atacuari, está ubicada sobre el río del mismo nombre, a unos cincuenta kilómetros del casco urbano de Puerto Nariño. Para llegar hasta allí hay que navegar durante tres horas y media en peque‑peque o 45 minutos en bote rápido. Es un lugar remoto y simbólico: la última comunidad de Colombia antes de cruzar hacia el Perú, donde apenas comienza un pequeño caserío llamado El Tigre. Pero también es una de las más antiguas del municipio. Allí habitan unas 350 personas pertenecientes a las etnias Ticuna, Cocama y Yagua. Su economía gira en torno al cultivo de la chagra, la recolección de frutas, la venta ocasional de gallinas y productos agrícolas en Puerto Nariño y la pesca, que no solo alimenta a las familias, sino que también se comercializa dentro de la comunidad o en la cercana población peruana de Caballococha.
En particular, el pueblo Cocama, al que pertenece Francisco, ha habitado históricamente las zonas ribereñas del Amazonas. Son reconocidos por su conocimiento en navegación, pesca y manejo de cultivos tradicionales. Su lengua, cocama-cocamilla, hoy en peligro de desaparición, es parte de su lucha por la supervivencia cultural. Para los Cocama, el territorio está cargado de espiritualidad y memorias vivas. De allí que Francisco, al cuidar el hito, también esté honrando una geografía sagrada donde se entrelazan la historia familiar, los saberes ancestrales y los vínculos con los espíritus protectores del río.
Lidia es Ticuna, el pueblo indígena más numeroso del Amazonas colombiano. Los Ticuna han resistido siglos de desplazamiento, presión misionera y violencia fronteriza. Su cosmovisión gira en torno al equilibrio con la naturaleza y los ciclos cósmicos. De acuerdo con investigaciones antropológicas, los Ticuna consideran que el mundo fue creado a partir de una canoa celeste, y que los árboles, ríos y animales son descendientes de los primeros seres míticos.
Uno de sus principios centrales es el respeto a los lugares sagrados del territorio, como lagunas, colinas y remansos del río, considerados portales de vida y centros de energía. Lidia guarda este conocimiento en sus gestos cotidianos: al barrer con respeto el hito, al sembrar con cuidado su chagra o al preparar una infusión de plantas medicinales para algún visitante.
Además, las mujeres Ticuna —como Lidia— son portadoras esenciales del conocimiento ritual y del tejido social comunitario. A través de cantos, relatos y prácticas de cuidado, transmiten los valores de la autodeterminación, el respeto a los mayores, la reciprocidad y la defensa del territorio. En muchas comunidades Ticuna, las abuelas son vistas como autoridades espirituales, y sus palabras tienen el peso de la historia.
De sus 15 hijos, solo uno vive con ellos, a pesar de que trabaja en Puerto Nariño y solo regresa los fines de semana. Los demás viven dispersos, aunque los llaman cuando pueden. “Nos visitan poco, pero siempre tratan de estar pendientes”, dice Lidia sin reprochar.
A media mañana, como es costumbre, llega Joaquín Vásquez Tenazoa, dueño de la operadora turística Coya Amazonas Tours, de la comunidad 7 de Agosto. Trae a turistas interesados en conocer la historia de los abuelos. Escuchan sus relatos de amor y resistencia, beben jugo de caña recién exprimido y posan para una foto junto al hito, símbolo de una frontera que han convertido en espacio de encuentro. Joaquín les entrega una merienda y un reconocimiento económico por su hospitalidad.
“Con lo que han trabajado en la agricultura han sacado a sus hijos adelante. Apoyan mucho a las operadoras contando sus historias y vivencias. Transmiten sabiduría ancestral y protegen el medio ambiente”, dice Joaquín.
Pero más allá de lo simbólico, su labor tiene una dimensión estratégica. El curaca de San Juan de Atacuari, Jesús Ahuanari Sangama, lo expresa con orgullo: “Los abuelos hacen patria. Colaboran en la limpieza de la frontera, cuidan el hito, trabajan la tierra. Su labor voluntaria es admirable, aunque no siempre reconocida por el gobierno colombiano”. Jesús aprovecha para hacer un llamado concreto: renovar las banderas del hito y brindar algún tipo de ayuda institucional para los guardianes.
En efecto, Francisco y Lidia fueron reconocidos oficialmente en una ceremonia realizada en Iquitos, donde fueron juramentados como Guardianes de la Frontera. Aunque los detalles de ese acto se han perdido en la memoria de la comunidad, su rol es evidente: sostener una presencia viva en un punto clave para la seguridad y el control territorial.

El sur del Trapecio Amazónico —donde se levanta la casa de Lidia y Francisco— está inmerso en una de las regiones más complejas y disputadas de la Amazonía. Según una investigación conjunta de Sumaúma, La Silla Vacía, OjoPúblico y otros medios, el 72 por ciento de las 54 localidades fronterizas de esta zona están bajo el control de redes criminales vinculadas al narcotráfico, la minería ilegal, el tráfico de madera y otros delitos transnacionales.
Grupos como el Comando Vermelho y los Comandos de la Frontera dominan rutas fluviales y territorios entre Perú, Colombia, Brasil y Ecuador, desplazando comunidades y acorralando los esfuerzos de conservación.
En este contexto, la presencia silenciosa pero firme de personas como Lidia y Francisco no solo representa un acto de resistencia cultural y ambiental, sino también una de las últimas líneas de defensa ante el avance de estas economías ilegales.
Pero no están solos. A lo largo de esa misma frontera se han formado más de 400 guardias socioambientales pertenecientes a 40 comunidades indígenas del Trapecio Amazónico, según documentó Mongabay. Mientras patrullan y monitorean sus territorios, han logrado sembrar más de 430 mil plántulas de especies maderables y 650 mil de frutales en los últimos 14 años.
Lo hacen sin viveros; han adaptado bancos de semillas bajo los “árboles madre” de la selva. Así han reforestado 500 hectáreas y alcanzado una efectividad del 75 por ciento en el crecimiento de esas plantas, gracias a un seguimiento paciente, árbol por árbol.
En este escenario hostil, Francisco y Lidia representan un faro. No reciben salario ni subsidios. Cada día que limpian el hito, cuidan una chagra o narran su testimonio, están diciendo: “aquí estamos, aún importamos”. Ellos sostienen esa frontera con mano firme, memoria ancestral y un amor tranquilo que se impone al ruido del narcotráfico y la tala ilegal.