Ilustración: Camila Bolívar
Chocó Reportajes

CUERPOS DE AGUA | Donde el Atrato se hace palabra: la lucha incansable de Rosmira Salas

Fanny Rosmira Salas Lenis nació en el corazón del Atrato cuando el río era cristalino y sus aguas verdes podían beberse sin temor. Creció entre la selva y los ecos de un territorio que le enseñó a resistir y a luchar. Desde sus doce años, Fanny Rosmira ha sido la voz que defiende ese río que ha sido su casa, su alimento y su arrullo. Hoy, con más de tres décadas de lucha, se enfrenta a un Atrato contaminado por mercurio y heridas que dejan el olvido estatal y la minería ilegal. En cada paso, ella recuerda: sin territorio no hay vida, y sin el Atrato, su pueblo no puede existir.

Y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron 

vientos, y combatieron aquella casa; y no cayó: 

porque estaba fundada sobre la peña…

 Mateo, El sermón del monte

 

Gente de río

Conocí el Atrato cuando era cristalino, el Atrato era el río de todos y para todos. La gente lo usaba para transportarse, para lavar la ropa, los platos, cocinar los alimentos y beber el agua sin hervir. Usted, por ejemplo, andaba embarcado y donde fuera le daba su sed, apenas metía su totumo y bebía agua, punto, seguía el mundo. Cuando el Atrato estaba seco, el agua era verde, verde de lo clarita, señor.

Soy Fanny Rosmira Salas Lenis, nací en el corregimiento de Puerto Salazar Chigorodó, Istmina, en el Medio Atrato chocoano. Crecí entre la selva con la yuca, el chontaduro, el primitivo y el maíz. Mi familia me educó al frente del Bebaramá, el río que nos alimentó, nos quitó la sed y nos arrulló en sus aguas durante años. Hoy está destruido por la minería. 

Me inicié a los doce años en el proceso organizativo, con un espacio que en su tiempo llamábamos Comunidad Eclesial de Base, donde el padre Gonzalo de la Torre, quien conformó unos grupos eclesiales de base para leer la Biblia todos los domingos. Eso fue por allá en 1982. Parece todo tan lejano. 

La lideresa Rosmira Salas lleva más de 35 años trabajando por el Chocó / Fotografía: Gabriel Linares

Tengo 54 años y lo menciono porque los cumplí el 27 de octubre pasado, cincuenta y cuatro. Antes celebraba mi cumpleaños allá en el barrio Monserrate; hacía una fiesta de varios días, eso era un desorden. Hoy ya no se puede hacer por la violencia que se está viviendo en Quibdó. 

Pero retomando el tema de la organización que conformamos con el misionero claretiano, Gonzalo de la Torre, llevamos más de treinta años trabajando. Así que Cocomacia está ‘en chonta’. ¿Sabe a qué nos referimos cuando decimos que algo ‘está en chonta’? Cuando usted corta el corazón de un palo y la madera está en buena luna y se ve jecha, quiere decir que ‘está en chonta’. ¡Eso le dura añizas!

El Consejo Mayor del Medio Atrato, Cocomacia, creció con la fortaleza del guayacán. Distintas generaciones han pisado esa casa, que yo ayudé a construir, en la que me formé como lideresa de mi pueblo, la gente negra, raizal y afrodescendiente. Ahí fue donde empecé a enseñarle a la gente a leer y escribir en medio de una década dura para el departamento del Chocó. 

A veces no sé qué digo, porque aquí todos los tiempos han sido duros. 

Fotografía: Gabriel Linares

Un despertar 

Hubo una chispa de la que brotó Cocomacia más allá de la lucha contra el analfabetismo: la defensa de la selva y los ríos chocoanos. Por esos años, una empresa llamada Triplex Pizano gestionaba permisos en Bogotá para arrasar árboles en nuestro bosque tropical, ¿se imagina usted? Gente bogotana tomando decisiones sobre nuestro territorio. Pero nosotros nos plantamos en un “no” rotundo porque los árboles son nuestra sombra, los que nos oxigenan y nos alimentan. 

Nos decían que éramos pobres por el abandono del gobierno, acá no se reconocía que había gente negra, solo indígenas. Decían que estos eran unos territorios baldíos de la Nación. Entonces, como eran baldíos, a uno solo lo tenían en cuenta cuando era tiempo de elecciones para buscar votos. ¿Puede usted creer?

Así llegó el tiempo en el que la gente fue despertando. Nos reuníamos los domingos, pero le pregunto a usted: ¿De qué género cree que era la mayoría? Sí, señor, la mayoría de quienes ahí se reunían eran del género femenino. Por cada 20 mujeres aparecían, de pronto, unos 5 o 6 hombres. Es en serio lo que le estoy diciendo, son experiencias vividas. 

Para reunirse las comunidades tenían que llevar lo que tuvieran. Si usted tenía pescado, llevaba pescado. La que tenía arroz, lo llevaba. La que tenía plátano, llevaba el plátano. Cuando se llegaba al sitio de la reunión, cada quien iba dando su aporte. Ahí se echaba todo a la olla y juntas hacíamos la comida. Una olla comunitaria para poder deliberar frente a la situación que estábamos viviendo.

Una de nuestras primeras victorias fue la Ley 70 de 1993, cuando nos reconocimos como pueblo étnico y exigimos el reconocimiento de nuestros derechos fundamentales en la Constitución Política de 1991. Cuando pienso en la década del noventa siento mucho dolor. Hubo victorias, pero también una violencia desbordada. El paramilitarismo se había tomado el departamento y, desde el Bajo Atrato, acabó con muchas vidas y arrasó con el bosque. Por ese mismo tiempo, en el 96, logramos el título colectivo de más de 800 mil hectáreas en el Medio Atrato como áreas de manejo especial a esas comunidades negras. 

Un animal gigante que vomita oro

Cuando conocí el Atrato era un río cristalino. Ya le dije, ¿no? Eso lo vi con estos ojos, vea ve, nos bañábamos y hacíamos de todo. 

También era agua para sanación porque cuando usted tenía mucha fiebre, a eso le dicen calentura, se abre la mitad del río, mete la mano en la sangraera con la vasija, la saca llena de agua y con esa agua baña el enfermo, o moja una sábana y lo envuelve en ella, y adiós la fiebre.

Pero eso se hacía cuando no estaba así de sucia y contaminada. Todo eso era el río Atrato. Después llegó el año 2001 y con él, el Código Minero que hasta hoy nos rige. El mismo fue financiado por las multinacionales mineras, especialmente las canadienses. “Allí se legisló en el artículo 37, que decía que si debajo del edificio de la Procuraduría había oro, había que tumbar el edificio. Según esa ley minera, si debajo del Capitolio Nacional o debajo de la Iglesia del 20 de julio, donde se venera al Divino Niño, hay oro, hay que tumbar esos edificios, hay que destruir la institucionalidad y la religiosidad, porque la prioridad es la destrucción, quiero decir, la minería mecanizada”, le conté una vez a Jesús Durán en el 2018, y hoy se lo repito a usted.

Así que Rosmira sigue su camino como lideresa y defensora de los derechos de los territorios, pero nunca sola. Con Dios, que me protege, y con mis compañeros y compañeras que no me dejan rendir. De tanto bregar, en 2016 salió la Sentencia T-622 en la que se reconoce "al río Atrato, su cuenca y afluentes como una entidad sujeto de derechos a la protección, conservación, mantenimiento y restauración a cargo del Estado y las comunidades étnicas". ¿Y eso con qué se come?

Pues en eso he estado durante estos años, diga que diga, cuente que cuente, porque si el río Atrato pudiera hablar, no hablaría español. Porque yo sí sé que él habla y la naturaleza le habla al hombre y el hombre se hace... Cuando hay esos desbordamientos de río, por ejemplo, la naturaleza le está hablando al hombre, le está diciendo que ella también siente, que esta tierra siente.

¿Qué es lo que hay en el mundo que no siente?

A la fecha, la minería ilegal no solo continúa en el río Atrato, sino que su alcance ha aumentado. La minería se metió en las casas, en los cuerpos llenos de mercurio de la gente, en sus cultivos y en toda la vida que conocen. He insistido en cada una de mis intervenciones en que sin territorio no hay vida, sin territorio no podemos existir. El territorio es la razón de nuestra existencia.

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