“Siempre que entro les digo: ‘Con el permiso de ustedes, vengo a recoger lo que me regalan, gracias por la comida’. Les canto que son hermosas”. Ana Lucila Cañón cruza entre los alambres que dividen su finca y la zona de cananguchales en La Patagonia, una vereda a 40 minutos de Montañita, en el Caquetá. Lleva unas botas de caucho cubiertas de barro, una caneca para recoger los frutos de canangucha y una gorra para protegerse del sol, aunque podría no ser necesaria porque las hojas de las palmas forman sombrillas y refugio de todos los que lleguen al humedal.
El crujir de las hojas secas a su paso se mezcla con el canto de algunas aves, el susurro del agua y el aleteo de las palmeras con el pasar del aire. “Allá hay un racimo”, señala Lucila y ve hacía lo alto de la palma, que puede alcanzar los 35 metros de altura . “Esa está cargadita, pero todavía no está madura”, continúa y sigue en la búsqueda. Esa tarde su caneca salió vacía, pero sabe que en ocho meses podrá volver a recoger los frutos rojizos de canangucha (con nombre científico Mauritia flexuosa), o quienes otros llaman aguaje, moriche, morete y burití.
Lucila y su esposo, Lorenzo Cuellar, recogen los frutos cuando caen para no treparse por las palmas. “Los cananguchales son magníficos, son un regalo de la naturaleza. Sus raíces tienen un colchón de musgo y son las que retienen agua”, sostiene. Su casa queda a 15 minutos a pie de la zona de cananguchales, un ecosistema propio de la Amazonía que se encarga de conservar el agua y funciona como sumidero del gas de efecto invernadero. Este espacio es a la vez refugio de diferentes especies como reptiles, aves e insectos. Es fuente de vida y alimento.
“Cuando estoy entre las palmas siento paz, armonía, siento que me comunico con ellas. Cuando las veo secas y tristes le digo: ‘¿Qué pasó mija? ¿Por qué se cae?’ Luego veo que salen plantas nuevas, que son su reemplazo. Ellas también tienen su ciclo de vida”, resalta Lucila. Su amor a esta planta la llevó a tener en la parte trasera de su finca cultivos de canangucha, son jóvenes, miden hasta ahora unos tres metros y tienen sus hojas muy verdes. “Estas palmas hacen una gran labor sin recibir nada a cambio por eso da tristeza cuando la gente las maltrata, las trepa, debemos esperar a que el fruto caiga”, agrega.
Lucila trabaja con otras 96 mujeres que hacen parte de la Asociación de Mujeres Rurales de Colombia y El Caquetá (Asmucoca), la cual cumplió 10 años de creación. María Daisy Bermeo, líder de la organización, cuenta que en el proyecto participan mujeres de Puerto Rico, Florencia y Montañita.
“Nosotras hacemos la transformación de la canangucha en yogurt, arequipe, mermeladas, tortas, cupcakes y quesillo. Buscamos que la gente lo consuma, nosotras no vendemos. Llevamos la degustación para poder mostrar lo que tenemos”, destaca María Daisy desde la planta de tratamiento del fruto. El grupo de mujeres produce el aceite cosmético Doña Canangucha. “Cuando les doy a oler el aceite me dicen que huele a bosque, sirve para las manchas, las cicatrices y las arrugas”, resalta.
María Daisy llama a los cananguchales oro verde: “Es un oro que debemos trabajarlo y cuidarlo. A nosotros nos produce agua, oxígeno y tranquilidad por eso es oro verde”.
Un estudio del Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas (Sinchi) y Corpoamazonía, publicado en 2007, identificó la presencia de la palma de canangucha en Colombia, Brasil y Perú, a lo largo de zonas inundadas y cursos de agua. En Colombia abarca las cuencas de los ríos Orinoco y Amazonas y el piedemonte de la cordillera de los Andes. Según encontraron, cada palma puede producir entre 4 y 8 racimos y cada uno puede contener entre 470 y 730 frutos de canangucha. Los investigadores además recomiendan el uso de la palma canangucha para recuperar áreas pantanosas deforestadas o para proteger suelos susceptibles a la erosión.
Palmas sagradas y resistentes
Esta palma es una planta sagrada para los pueblos indígenas y las comunidades. Diego Díaz Vargas, del pueblo Uitoto, afirma que deben cuidarse por servir de refugio y proveer alimentos: “Es la casa del protector o del jefe de los seres del agua que es la boa. Todos dependemos del agua, nosotros lo llamamos el líquido amniótico porque como humanos duramos nueve meses dentro del agua para después salir a esta superficie y seguir viviendo. Los cananguchales son un eje fundamental en nuestra cosmovisión y cosmogonía”.
“Para mí los cananguchales son como una mujer. Sus palmas son bonitas y diferentes a los demás, dan tranquilidad, son fuente de alimento y generan vida, pero también la quitan”, agrega. Pese a esta comparación, para los Uitoto solo los hombres pueden entrar a algunos cananguchales que consideran sagrados, puesto que creen que la mujer al menstruar está enferma y debe alejarse.
Igual que Diego, el ingeniero forestal Esteban Cabuya también reitera las creencias alrededor de este ecosistema: “La naturaleza tiene cristales sagrados y algunos lo interpretan como diamantes y esto le ha permitido a las palmas sobrevivir a las talas y a las quemas. Las palmas crecen en terreno húmedo, son socias, gregarias y hacen un buen equipo. La naturaleza les ha dado facultades para que se cuiden junto con las serpientes y por eso sobreviven”.
Esteban Cabuya resalta que las palmas son resistentes incluso a las intervenciones del hombre: “La carretera les empezó a reducir la entrada de agua y la posibilidad de oxigenación, pero siguen resistentes. El cananguchal hace el proceso de riñón, es capaz de filtrar el agua y lograr mantenerse (...) Para mí es el equivalente del manglar que tanto adoran en el biopacífico colombiano”.
Por su parte, la ingeniera Agrónoma Mercedes Mejía considera que los ecosistemas de canangucha deben estar en la categoría de máxima protección, igual que los humedales: “Los cananguchales son muy importantes, ellos tienen su propia vida, su propia energía y biodiversidad. Son fuentes de agua y por eso debemos propender por cuidarlos, mantenerlos y aumentarlos”.
“Cada cananguchal debería estar georeferenciado y ser intocable. Hablar de un cananguchal es hablar de agua y son clave para la humanidad”, agrega.
Un territorio por explorar en San Vicente
San Vicente del Caguán tiene un área aproximada de 21.923,7 km2, cuenta con una reserva forestal, una reserva campesina y un distrito de conservación del agua, según datos de la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Sur de la Amazonía (Corpoamazonía). Sin embargo, el Fondo Europeo para la Paz alertó este año que el departamento perdió entre 2002 y 2021, 474.000 hectáreas de bosque primario húmedo.
A lo largo del departamento predomina el ecosistema natural acuático de humedales conocidos como cananguchales o morichales. Tan solo en el casco urbano de San Vicente del Caguán hay 13 humedales, con características y dimensiones diferentes. Uno de ellos está en el balneario turístico Club Burití, con 1.000 metros cuadrados de corredores de canangucha bajo el cuidado de Elizabeth Murcia Caviedes, ingeniera Agroforestal: “Con mi familia nos hemos dedicado a conservar la naturaleza y el medio ambiente por 10 años. El calor es infernal, estamos en noviembre y ya es verano, no debería ser así, se está afectando el cananguchal porque baja su cauce. Intentamos proteger, limpiar y cuidar para que en un futuro sigan observando la fauna que hay”, menciona Elizabeth.
En San Vicente del Caguán, a diferencia de la experiencia de las mujeres de Montañita, no se ha aprovechado su fruto para la alimentación. Las palmas de aguaje tienen una buena producción de fruto, con racimos de 45 kilos aproximadamente. Varias especies habitan este ecosistema: tortugas, babillas, peces, cangrejos, guacamayas, loros, pavas, arañas, ranas, entre otros. “Ellos viven por el agua, si no hay agua ellos no tienen vida”, afirma Elizabeth y agrega que es un lugar lleno de magia donde es posible creer en muchas de las historias y mitos: “Dicen que la canangucha es una culebra que va de acuerdo con el fruto; si el fruto está verde la culebra es verde, si el fruto ya está amarillo, la culebra es amarilla y cuando ya está rojo, sale la culebra roja llamada X (Bothrops asper)”, agrega.
Antes no era necesario el manejo de este ecosistema, pero con los veranos fuertes, causados por la crisis climática, la familia de Elizabeth hace barricadas para evitar las fugas de agua y alimentan el cananguchal de otras fuentes para el funcionamiento sistémico. Otro factor de riesgo es la mano del hombre, personas externas que cazan las babillas, pescan los bocachicos o espantan a los animales.
Cristian Guerrero, biólogo y oficial de peligro aviario y de fauna en el aeropuerto Eduardo Falla Solano, se encarga de registrar las especies de animales alrededor del aeropuerto y garantizar la seguridad en el espacio aéreo. Desde su labor ha encontrando cananguchales de diferentes dimensiones debido a la tala indiscriminada para formar potreros, carreteras y hasta viviendas.
“Algunas de las causas de la disminución de las palmas es la falta de educación ambiental y apropiación por el territorio, para un campesino de a pie el cananguchal es una barrera natural que impide la movilidad del ganado y en extensiones muy grandes se asocian a otras especies como helechos y arbustos lo cual impide una movilidad”, menciona Cristian Guerrero.
La evidente reducción del cananguchal que rodea el aeropuerto se ve en islas de palmas secas y en palmas que resisten erguidas en medio de la potrerización.
La fuerza de los cananguchales es lo que más impacta a todo aquel que se acerca a este ecosistema. “Se mantiene resistente a la presión del sol, la pisada de animales y la tumba a mano del hombre”, explica Guerrero y agrega que el ciclo del cananguchal radica en la apertura de la raíz en la profundidad de la tierra: en épocas de lluvia almacena la mayor cantidad de agua generando una asociación entre especies “como una comunidad” y cuando llega el verano va expulsando agua de a poco, logrando aguantar hasta las siguientes lluvias.
En tiempos de sequía, algunos frutos secos caen logrando integrarse entre el barro y germinar, lo que permite una reproducción natural y una esperanza para su preservación.
Una palma que resiste
En los límites del municipio de San Vicente del Caguán están los barrios de invasión Yarumales y Nueva Esperanza. 130 familias construyeron varias viviendas a unos 8 metros del humedal.
Luis Alexander Acosta, fiscal del barrio Nueva Esperanza, reconoce que para construir sus casas algunos de los miembros de la comunidad tumbaron varios árboles, pero ahora están en la búsqueda de reforestar. “Estamos gestionando con Corpoamazonía y la administración municipal más árboles para sembrar y cuidar las zonas verdes. Nosotros estamos dispuestos a trabajar e inculcar el cuidado del cananguchal”, agrega.
María Parada, presidenta del asentamiento Nueva Esperanza, describe al cananguchal como una especie única. “Es majestuosa porque ocurre el nacimiento de agua que es muy importante para nuestro medio ambiente y sirve para la protección y el cuidado”.
“No queremos afectar este cananguchal, sabemos la importancia para el medio ambiente. Desde pequeña vi como mis padres los aprovechaban, y por eso tengo buenos recuerdos”, agrega por su parte Isabel Rodríguez, vicepresidenta del asentamiento Yarumales.
Quienes han trabajado por años en la Amazonía concuerdan en que la restauración ecológica debe ser una labor conjunta entre comunidades campesinas, indígenas y afro con el acompañamiento de las instituciones educativas. El ingeniero agroecólogo Cristian Camilo Bautista López resalta que las comunidades conocen las dinámicas de lluvia, de verano y las épocas de siembra: “Ellos conocen sus predios y tienen la necesidad de conservar y restaurar ciertas áreas. Si saliera un proyecto de restauración de fuentes hídricas todos lo apoyarían, porque a todos nos interesa tener agua limpia”.
Sobre la formación y capacitación a niños, adolescentes y jóvenes, Cristian Bautista precisa que se puede acompañar la elaboración de viveros escolares “donde los niños vean la importancia de germinar una semilla, el manejo de los suelos, el ciclo del agua, la importancia de un árbol en un sistema amazónico y que las nuevas generaciones tengan esa conciencia de conservación del ecosistema y no traer ideas aisladas desde los escritorios”.
En esto coincide Dailer Montoya Díaz, especialista en derecho del medio ambiente: “La restauración de los cananguchales es una estrategia clave para garantizar la resiliencia de los ecosistemas frente al cambio climático. Las iniciativas de reforestación con la palma de aguaje y otras especies nativas, combinadas con la implementación de políticas de gestión sostenible del agua, pueden ayudar a recuperar la capacidad de estos humedales para regular el ciclo hídrico”.
Para ambos el acompañamiento de la academia es fundamental para fomentar la investigación sobre los ecosistemas y recursos naturales con los que se cuenta. “En la canangucha están muchas respuestas, se pueden conservar pero hay que investigarlos y hay que también transformarlos para que la gente realmente viva del bosque, es decir una industria comunitaria”, concluye Dailer Montoya.
Las comunidades han aprendido el poder protagónico de los cananguchales como fuente de agua y refugio de muchos animales. Mientras unos promueven su cuidado, otros buscan sembrar árboles a las orillas de los cuerpos de agua para que lleguen más aves y que los cananguchales sigan vivos.