El 16 de septiembre en una clínica de Valledupar, Cesar, murió el compositor vallenato Luis Aniceto Egurrola Hinojosa. Egurrola, de 60 años, nació en San Juan del Cesar, La Guajira, lugar al que su cuerpo fue trasladado para recibir un homenaje de parte de sus familiares, de músicos vallenatos y de la población sanjuanera que lamenta la partida de uno de los compositores más importantes de este género musical.

En medio de guitarras y acordeones, con los que músicos de la región interpretaron las obras musicales de Egurrola, el Instituto Nacional de Formación Técnica Profesional de San Juan fue el escenario de un reconocimiento póstumo a ‘Luiso’, como era conocido el fallecido compositor.

‘Luiso’ es el autor de más de ciento cincuenta obras líricas vallenatas. Muchas de sus canciones se convirtieron en grandes éxitos conocidos a nivel internacional y nacional, interpretadas por artistas como Diomedes Díaz, Jorge Oñate, Silvestre Dangond, los Hermanos Zuleta, Jorge Celedón o el Binomio de Oro de América. 

Para Deimer Marín, ganador del concurso de la canción inédita en la edición 46 del Festival Nacional de Compositores de Música Vallenata 2024, “las canciones de Luiso fueron excelsas, bien elaboradas. La melodía de sus canciones las trataba como un cirujano que toma el bisturí para llevar a cabo un procedimiento quirúrgico, así era Luiso con sus canciones”.

De la misma manera, Enrique Camilo Urbina, alcalde actual de San Juan del Cesar y ganador en 2007 del Festival Nacional de Compositores, lamentó la pérdida del compositor y resaltó la importancia de Egurrola para la música vallenata en estos términos: “se ha perdido uno de los mejores hijos que ha tenido San Juan,  un grande del folclor vallenato, no solamente para su familia sino para el pueblo sanjuanero”.

Por su parte, María Teresa Egurrola, hermana del compositor y exseñorita Colombia en 1988, relató que ‘Luiso’ era el maestro de vida de la familia Egurrola Hinojosa, “era un ser excepcional, creó un estilo de vivir basado en la sencillez y la honestidad, en la indiferencia, en el fracaso y la victoria; una persona absolutamente inquieta buscando el conocimiento por todas partes, valorando el amor y enseñando a las personas a valorar el amor”.

Luis Egurrola era arquitecto de profesión, pero con un corazón enamorado y desenamorado, dedicó su vida a la música vallenata. Esa descripción de la inspiración de ‘Luiso’ hecha por su hermana, puede explicar la virtud de este artista que le permitía crear melodías todo el tiempo: bajo un palo de mango, en el transporte público e, incluso, mientras estuvo hospitalizado en sus últimos días de vida.

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¿Cuál es el futuro del vallenato?

La partida de Luis Egurrola genera incógnitas sobre el futuro del género, pues su muerte se suma a la de otros compositores tradicionales como Omar Geles, Calixto Ochoa, Máximo Movil, quienes se convirtieron en leyendas y marcaron un estilo en la composición del vallenato romántico; por eso surgen dudas sobre si existe riesgo de que desaparezca la escuela lírica para la composición de música vallenata. 

En los últimos años este género ha pasado por transformaciones. De cantar mensajes sobre la vida, la tradición, el amor y desamor, hizo tránsito a interpretar canciones sobre temas muy diversos para responder a las demandas comerciales.

De hecho, según el folclorista Álvaro Álvarez, presidente del Festival de Compositores, en la actualidad los jóvenes compositores han cambiado la manera en la que escriben para adaptarse a las lógicas comerciales y regalan sus composiciones a algunos artistas para que puedan ser grabadas y escuchadas. 

El compositor Deimer Marín comparte la preocupación sobre las transformaciones del vallenato y sobre su futuro, al señalar que “lo que puede pasar no solo es por la partida de Luis Egurrola. Va a pasar porque los que deben promoverlo, salvaguardarlo, no han hecho la tarea”. Desde su rol, Marín considera que su compromiso con la música, al igual que lo hizo ‘Luiso’, es “componer las canciones y mandarlas al mundo ya sea a través de los intérpretes en las parrandas o en un concierto”.

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Con la muerte de Egurrola nace una discusión sobre el riesgo de que el vallenato, su lírica y poesía, por lo menos como es conocido hasta el momento, pueda desaparecer, así lo hace saber también el alcalde Enrique Urbina: “ese es el temor que tenemos nosotros, de que muchas personas por no tener ese patrón presente, desvíen el camino y no sigan ese legado que dejaron estos grandes hombres”, afirma. Sin embargo, Urbina guarda esperanzas de que nuevos compositores se animen a seguir la escuela de Egurrola para que continúen con su legado.

Esta mirada sobre el futuro del género es compartida entre expertos en la música vallenata, locales y amantes del vallenato tradicional. Sin embargo, también se encuentran otras opiniones de personas como Rafael Manjarrez, presidente de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia -SAYCO-, que ve una posibilidad en las dinámicas actuales. Aunque explica que los agentes de comercio pueden ser una amenaza para la música, esta tiene herramientas de defensa lo que, según dice, ha permitido que “al día de hoy la música le está ganando, porque finalmente los estamentos comerciales se pliegan detrás”. Además, ve como una posibilidad el mundo digital en el que la música se ha convertido en un insumo determinante.

En medio de todo, la pregunta que surge es cómo salvaguardar la tradición del vallenato, para que muchas más personas puedan disfrutar a futuro del legado de los grandes compositores y de un género que en 2015 fue reconocido por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Para este fin el alcalde Urbina considera importante apoyar a la fundación del Museo de Compositores, para que los jóvenes conozcan la tradición: "queremos llegar a todas las instituciones, en donde copien esos modelos y se les pique el mosquito y se contagien de la lírica vallenata”.

Desde el mes de junio del 2023, cerca de 100 mujeres han recibido procesos de formación del Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena), en las instalaciones de la Fundación Casa de la Mujer de San Juan del Cesar. Dentro de los cursos que han recibido están: patronaje y escalado de blusa, de pantalón de dama, de camisa para caballero y de ropa infantil. 

Pese a que han culminado algunos de estos cursos, las condiciones en las que los han recibido no son las mejores. Las mujeres aseguran que el inmueble no cuenta con los implementos necesarios para las clases, no tiene máquinas de coser, sillas adecuadas, ni mesas para todas. “La seño' nos va explicando y uno quiere ir haciendo, ir dibujando y no se puede porque estos pupitres son viejos y solo hay dos mesitas que no alcanzan para 30 personas que es lo mínimo que solicita el Sena para un curso”, asegura Leoneidis Martínez de 25 años, aprendiz del Sena.

Las mujeres reciben las clases en el patio, y aunque hay un techo, el lugar está abierto a los lados, por ende, cuando llueve se mete el agua . La casa tampoco cuenta con buena electricidad, solo hay una conexión en la que ponen un foco, algunas tomas eléctricas no sirven, no tienen abanicos, y el techo con el pasar de los años se ha ido deteriorando, algunas tejas están dañadas. “Sentimos temor de que nos vaya a caer encima”, asegura Mónica López, aprendiz y modista. 

 ¿Cómo impacta esto en la vida de las mujeres?

En San Juan del Cesar este es el único espacio que tienen las mujeres para reunirse y para poder formarse de manera gratuita. Actualmente este municipio no cuenta con una sede del Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena) y mucho menos con una sede de la Universidad de La Guajira, las sedes más cercanas están en Fonseca y Villanueva a 30 minutos de este municipio. En ocasiones el Sena pide algunos lugares como la Ludoteca, colegios o salones del Infotep para dictar sus cursos. La otra opción que tienen las mujeres son corporaciones e institutos de formación, pero no son gratuitos y para quienes no cuentan con recursos es difícil acceder.

“Siempre me he preguntado por qué San Juan no tiene un espacio. Un lugar donde el Sena pueda dictar los cursos, porque hay muchas personas que no tenemos para ir a una universidad y el Sena es nuestro mejor aliado”, afirma Mónica López.

“Por la falta de condiciones mínimas para que nosotras podamos recibir las clases muchas de las personas han desertado, y se desmotivan”, agrega.

La estructura de la casa está muy deteriorada, no hay inversión, ni atención de parte de las autoridades.
Fotografía: Maira Fragozo

Historia de la Casa de la Mujer 

La fundación Casa de la Mujer es una entidad sin ánimo de lucro que fue fundada en 1995, en el mandato del ex alcalde Jairo Suárez. El inmueble está ubicado en la avenida principal de San Juan del Cesar, cerca de la alcaldía municipal y de la sede de bomberos. Sus fundadoras fueron las Damas Rosadas ( una organización de mujeres, sin ánimo de lucro al servicio de la comunidad) y la madre del ex mandatario, Senobia Orozco de Suárez, quien a sus 90 años sigue siendo la presidenta de la fundación. En ese entonces, cuando su hijo era alcalde, Orozco le pidió que le cediera ese espacio, teniendo en cuenta que esa propiedad era del municipio, él no se negó y se los dió a comodato. El objetivo principal con el que crearon la fundación, fue brindar un espacio en el que las mujeres pudieran educarse. “Yo siempre he sido defensora de la mujer, de conseguir la igualdad, los derechos y la educación, porque anteriormente éramos olvidadas”, asegura Senobia Orozco. 

Para poder abrir las puertas al público, su hijo Jairo Suárez por medio de un convenio, les donó cinco millones de pesos para un programa de formación de la mujer rural. “Fue todo un éxito, mandamos personal a Caracolí, El Totumo, el Tablazo, Cañaverales y toda la zona rural. Hasta aquí en San Juan varias mujeres recibieron nuestros cursos, hoy me encuentro con algunas de ellas y me dicen que lo que saben lo aprendieron con nosotras”, cuenta Orozco.

Además: “Metimos un proyecto a la embajada de Canadá, nos aprobaron 14 millones de pesos con los que compramos máquinas bordadoras, estantes para máquinas fileteadoras, 15 sillas y una vitrina. Con eso iniciamos”, agrega.

La casa de la mujer ha servido por mucho tiempo como lugar para que entidades como el Sena puedan dictar sus cursos de manera gratuita, de esta manera, madres cabeza de familia y mujeres jóvenes de escasos recursos acuden allí para cumplir ese sueño de tener una formación educativa, en algún arte ya sea de confección, orfebrería, tejeduría, bordado y demás.

Todo este tiempo los mandatarios que pasan por la Alcaldía han renovado el comodato, pero a pesar de esto, sostener esa casa ha sido una tarea difícil para ellas. “Nos ha tocado con las uñas” dice Senobia Orozco. No han recibido donaciones a pesar de que han tocado varias puertas. La alcaldía, que era la encargada de pagar el servicio de energía, desistió de hacerlo y hoy el lugar tiene una millonaria deuda con Air-e. 

Actualmente solo queda la sombra de lo que fue la casa de la mujer, hay pupitres viejos, salones vacíos, un tablero y dos mesas que donó el grupo de confección para poder recibir su formación. “La edificación es la misma a diferencia de que anteriormente las máquinas sí funcionaban y la luz también. Yo aprendí a coser en esas máquinas”, cuenta Dina Romero, una modista de 53 años de edad.

Fotografía: Maira Fragozo

Modisteria, el oficio tradicional de las mujeres Sanjuaneras

San Juan es un municipio que cuenta con gran cantidad de mujeres que se dedican al oficio de la modistería. Algunas de ellas aprendieron de manera empírica, es decir, sus madres y familiares les fueron enseñando, muchas de ellas han optado por esta alternativa económica porque no contaban con los recursos para ir a formarse en alguna institución técnica o tecnológica. Mónica López siente mucho agradecimiento con este arte: “Me ha permitido no solamente obtener un ingreso, sino que como persona me ha hecho sentir realizada”, cuenta.

“Soy empírica ahora es que me estoy formando con los cursos del Sena”, agrega López.

Recibir la formación del Sena en cursos de confección, de manera gratuita, les ha permitido reforzar esos conocimientos que ya habían adquirido antes. “La casa de la mujer, nos brinda mucho apoyo, sobre todo en la capacitación porque a pesar de que nosotras somos modistas siempre necesitamos estar a la vanguardia de la moda”, cuenta Dina Romero, Modista y aprendiz.

Leoneidis Martínez, de 25 años y madre cabeza de familia, es Barranquillera pero desde hace más de cuatro años vive en San Juan del Cesar. A pesar de que no terminó sus estudios de bachillerato, la Casa de La Mujer y el Sena le han permitido formarse en los cursos de confección. “No he tenido limitaciones para estudiar, solo llevo mis documentos y he contado con la suerte de quedar seleccionada”. 

Además para Martinez, quien es madre de dos niños, el oficio de modista le brinda la oportunidad de poder trabajar mientras los cuida. “ Yo aquí estoy sola, no tengo una red de apoyo que me ayude con mis niños, para trabajar tengo que buscar algo que pueda hacer desde casa, por eso me interesa lo de modistería, porque yo podría estar perfectamente en mi casa y poder estar pendiente de mis niños”, cuenta.

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¿Qué dicen las mujeres?

Mónica López, modista y actualmente aprendiz de los cursos de confección, asegura que la formación que reciben por parte del Sena es incompleta: “En estos momentos solo estamos viendo la teoría, no hemos podido poner en práctica porque no tenemos el taller de confecciones organizado”, cuenta. 

“No teníamos unas mesas necesarias para trazar y para cortar y recogimos entre todas y hoy las tenemos. Para poder presentar los trabajos, las mujeres que tenemos máquinas en casa nos ha tocado llevarlas a clase”, agrega.

López además pide “la permanencia de la Casa de la Mujer. Necesitamos urgente que se acondicione el lugar para que se pueda abrir ahí el taller de confecciones. Pero que también se abran más cursos para que puedan acceder más mujeres y jóvenes”.

Leoneidis Martínez de 25 años de edad, quien actualmente recibe formación en los cursos de confección, considera que la Casa de la Mujer les ayudaría a empoderarse: "sería bueno tener ese espacio para nosotras, así como hay clubes donde puede ir la gente en general, sería bueno tener un espacio que sea solamente de las mujeres sanjuaneras, que nos brinde conocimiento y nos ayude a emprender”. 

Además pide “que nos ayuden con la infraestructura, con la red eléctrica. Pero sobre todo que nos brinden el material para poder recibir las clases en condiciones adecuadas y dignas”. 

Así mismo Eliana Oñate, reclama “La adecuación de esta casa, necesitamos que el SENA nos siga enviando sus instructores acá, para que sigamos recibiendo más cursos".

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Para María Leticia Chita, instructora de los cursos que se dictan en la Casa de la Mujer, el Sena se encarga de aportar la educación gratuita y de mandar sus instructores a dar la formación hasta los municipios, pero son las alcaldías las que deben dar el lugar adecuado para las clases. “El Sena necesita que el ambiente de aprendizaje sea óptimo, que cuente con las condiciones mínimas, que tenga energía, seguridad, ventilación e iluminación”. 

En varias ocasiones la instructora junto con las aprendices aseguran haber pasado cartas al Infotep para que les brindarán el espacio, pero los permisos fueron negados. “El único lugar donde nos han dicho sí, es aquí en la Casa de la Mujer”.

Además de brindar la formación, el Sena está dispuesto a traer sus máquinas para que las mujeres puedan recibir la parte práctica de su formación. De no tener un lugar óptimo, no se podrán seguir dictando los cursos. “El Sena me dijo que si no hay las condiciones del ambiente como tal, no se podía brindar la formación, porque eso baja la calidad del Sena”.

Por su lado, la secretaria de Gobierno de la alcaldía municipal, Elizabeth Mendoza, asegura que a principio de este año desde la administración se hicieron visitas a la Casa de la Mujer. “Fuimos con los ingenieros de planeación para hacer una inspección de lugar y a partir de eso definir qué íbamos hacer con ese lugar. De hecho se ha proyectado colocar allí una inspección de policía”, cuenta.

Sobre el comodato que se venía realizando con la Fundación Casa de la Mujer, a cargo de Senobia Orozco, asegura que “actualmente no se ha renovado, ni con esa fundación, ni con otra”, dice. 

A la fecha no se ha formulado un proyecto de adecuación y mejoramiento en ese inmueble, la alcaldía justifica que ha sido por falta de recursos. Aún, en esas condiciones, las mujeres siguen recibiendo formación por parte del Sena. 

–¿Quién puede usar la hoja de coca? Toda la humanidad –dice con la boca llena de mambe, un cigarrillo encendido y voz pausada el abuelo Emilio Fiagama, cacique uitoto del cabildo Monaya Buinaima–. Es una medicina, no tiene por qué ser solo indígena. Lo importante es que se haga conscientemente, porque esta es la sangre de Jíibina [el nombre de la hoja de coca en murui]. 

En la parte alta de Florencia, Caquetá, saliendo del casco urbano, está ubicada la maloca del pueblo uitoto que administra Emilio. En medio de la noche, la selva se asoma tímida ante una ciudad que ha ido creciendo. En lo alto de una loma alumbra la luz del centro ceremonial. Allí comparte su sabiduría con todo el que quiera escuchar. 

–El primer hombre que mambeó fue Nuyómara+ –cuenta Emilio–. La verdadera coca estaba aún en la mano de Nuyómara+, todavía no se había transformado en planta, sino en una mujer. Nuyómara+, con una oración dada por Dios, convertía la mujer en mata de coca. Una vez hecha  mata, sacaba la hoja mencionando a todas las tribus, y sus nombres los cogía de la hoja de la coca. A su regreso volvía la mata a ser una doncella, tan linda como no la había habido jamás. 

Así arranca la narración uitoto sobre el origen de la hoja de coca, con cambios entre una historia y otra, pero con un conflicto que se repite: la hoja le fue dada a la humanidad, pero no todos la respetaron.

–Yo no mambeo por mambear –dice Diego Díaz, yerno del cacique Emilio–. Hay que saber por qué lo hacemos. De lo contrario, ocurre lo que le pasó a Egoruema, que por querer abusar de la coca se inventó el incesto y con él llegó el cáncer. Egoruema fue quemado por Nuyómara después de la violación a su hija, que es la coca, y la coca abusada preparó mambe que repartió entre el jaguar, el puma, los tigrillos y la babilla, condenándolos para siempre a comer crudo y en la hierba. Después mambearon distintas aves, los peces y los gusanos. Todos condenados por la ira de Nuyómara+.

La tradición del mambe solo fue entregada a algunos pueblos indígenas amazónicos, quienes también tienen afinidad cultural como hijos de la yuca (otros del chontaduro), el tabaco y la coca, tres elementos fundamentales para pueblos que habitan desde el sur del Vaupés y parte del Amazonas, con los Jaguares del Yuruparí, hasta el sur extremo del Putumayo con los murui muina. 

En la selva espesa la coca tiene una forma de consumo distinta a la de los Andes, que consiste en tostar al sol la hoja, mascarla entera y mezclarla con cal en la boca. El ritual amazónico incluye, en cambio, tostar la hoja al fuego en la maloca, molerla en el pilón, cernirla y mezclarla con ceniza de yarumo. El resultado de este proceso es el mambe.

Para los pueblos amazónicos, como los murui muina en Puerto Leguizamo, Putumayo, la maloca es el centro ceremonial y cultural más importante, todo ocurre allí. Está construida y conectada con las deidades, ahí se baila, se conversa, se decide, se cura y se ofrenda. Para llegar a la del resguardo El Progreso se debe salir de Puerto Leguizamo por carretera hasta La Tagua durante una hora. Una vez en el corregimiento, en la ribera del río Caquetá, hay que viajar en lancha por un par de horas más. Entre el río y el cielo vuelan guacamayas, cagamantecas, jiriguelos y martines pescadores azules guían al lanchero.

En el resguardo, el gobernador del mismo, Cupertino Juragaro, espera en silencio en la maloca junto a la autoridad tradicional, Gustavo Cerillama. El camino a la chagra es selva adentro, antes es necesario atravesar un potrero inmenso, con el pasto creciendo y rozando la cara. 

–Esta parte la recuperamos, la habían invadido para hacer ganadería. No sé cuántos años tendremos que esperar para que vuelva a ser selva –menciona Cupertino.

Una vez cruzados algunos caminos selváticos, se llega al cocal, formado por un montón de arbustos verdes de hoja brillante. Está rodeado de distintos árboles, dentro de ellos el yarumo. Aproximadamente cuatro hombres murui bajan los cestos y empiezan a deshojar en silencio. 

–Deshojamos una por una, cuidando no dañar el cogollo, porque si no, no crece más. A la planta hay que tratarla con delicadeza porque se comporta como una mujer; si usted la trata bien le da muchas hojas, sino se pone brava y ese mambe sale amargo –afirma Hamilton Rombarillama Agga, líder indígena de Acilapp (Asociación de Autoridades y Cabildos de los Pueblos Indígenas del municipio de Leguízamo y Alto Resguardo Predio Putumayo). 

Cuando se ha recogido la hoja hay que seguir cuidando la planta para que retoñe, por eso los pueblos indígenas nunca la raspan. Después de pasado el tiempo del cocal hay que incendiarlo para que la tierra descanse y otras especies rebroten. Es la sabiduría de los ciclos de la chagra. 

Los Murui Muina dan la bienvenida y narran parte de la historia en lengua propia.

En la maloca se muele la coca en el pilón al ritmo del corazón. Con la fogata encendida y un aura de polvo verde, quien muele tiene la misión de convertir esa hoja, recién tostada en el ardor del fuego, en una harina suave que pasa por un colador y se mezcla con ceniza de yarumo. El proceso puede durar horas o días. Es colectivo. Todos los hombres han sembrado y cosechado sus plantas en la chagra pacientemente, hoja por hoja, sin dañarla. Después juntan la coca recogida y se dividen el trabajo de producción de mambe, el cual es solo para ellos. 

–Nosotros no podemos vender la coca. El mambe es el corazón de la gente, ¿usted cómo vende su corazón? –dice Gustavo Cerillama, gobernador del Resguardo El Progreso, con los dientes verdes y mirando fijamente al fuego, en la maloca de su pueblo. 

***

En una casa del barrio Puente Largo, al norte de Bogotá, un chico abre un frasco. Son las once de la noche y una música suave se irriga con levedad entre los rincones de una sala amoblada con sillones de hace cuarenta años y un piano de cola que se interpone entre el comedor y la cocina. Dentro del frasco hay una cuchara embadurnada desde el mango hasta el cuenco con un polvo verde que el resto de personas, muchachos y muchachas de no más de 25 años, están a punto de probar, algunas por primera vez. “Es mambecito que traje del Amazonas”, dice quien ha sacado el frasco y quien le ha convidado a los demás. Los iniciados depositan con desparpajo el mambe en sus bocas, en el cachete izquierdo, mientras que los dos que lo descubren esa noche tosen, y uno de ellos incluso pide agua en medio de un breve ahogo. El polvo pronto se convertirá en una masa verdosa que se irá desvaneciendo poco a poco; que les irá quitando el sueño a cuenta gotas. No sentirán una descarga furiosa de energía, la propia de la cocaína, sino el lento avance de un vigor dulce que les suelta la lengua.

Varios de estos chicos harán del mambe un artículo de primera necesidad. Algunos querrán averiguar más sobre lo que hay detrás de esa hoja de coca molida que les pintó de verde aquella noche los dientes, otros verán en el mambe una experiencia más del tiovivo de la noche bogotana. Pero unos cuantos años después, conectarán de nuevo con las posibilidades estimulantes de la coca en nuevas presentaciones, como las pastillas de mambe o el mambe chai de Del Cóndor, una pequeña empresa fundada por Mateo de Valenzuela, administrador de empresas colombo-estadounidense quien, tras una toma de yagé, se propuso vender productos hechos a base de hoja de coca a través de acuerdos con cabildos muiscas, murui, misak, nasa y arhuacos.

–Con Del Cóndor –dice Mateo– hemos querido romper una cantidad importante de barreras para conocer y consumir la hoja de coca, porque no es fácil que una persona agarre una cucharada de mambe, se la ponga en el cachete y diga: “Uy, esto lo voy a hacer todos los días”, o que se siente con un taita en una maloca o con un chamán o con un mamo en la Sierra Nevada de Santa Marta; eso solo lo puede hacer el 0.2 % de la población. 

La apuesta, entonces, es la de incluir la palabra “asequible” al vocabulario de las discusiones sobre el consumo de la hoja de coca en las grandes ciudades y sus usos ancestrales, y dejar en claro que una cosa es la coca y otra la cocaína, un alcaloide que compone apenas el 0.1 % de la hoja. El engranaje adicional serían las herramientas de Occidente. De ahí que el nombre de la empresa provenga de la profecía inca del águila y el cóndor, en la que se vaticina que el águila y el cóndor algún día volarán juntos. Mateo de Valenzuela parte de aquella imagen para pensar “las plantas y sabiduría de la tierra del cóndor (Andes / Amazonas) con la tecnología y conocimiento del águila (Norte América) [y] generar mayor equidad, bienestar y comunicación entre los pueblos originarios y modernos”.

En una casona de La Candelaria, Mateo vende tanto el mambe en presentaciones tradicionales como sus productos más heterodoxos junto con Albino, un murui que se encarga de pilar la coca y convertirla en mambe, y de moler el tabaco para el rapé, un polvo que, a diferencia del mambe, se aspira y le otorga claridad mental al que lo inhala, mientras ese aleteo ardoroso sube de la nariz a la cabeza. A esa casa colonial donde se exhibe su catálogo la llaman el apotecario, como se denominaba desde la Edad Media hasta hace unos cuantos siglos a las boticas y farmacias. La de Del Cóndor también ofrece rapé, ambil, diferentes presentaciones de sacha inchi (una semilla comestible que lleva el mote de "oro de los incas”) y la hoja de coca en forma de pastillas, tés y mambe. Mateo y Albino parten de la posibilidad de democratizar el mambe, sin el cual, dicen los mayores, no existe la armonía del territorio. La coca es creadora de la palabra y la sabiduría para la gobernanza, y ese poder del pensamiento claro y la palabra dulce es el que le ha interesado a un sector cada vez más amplio de personas en las grandes ciudades. 

***

La presencia de la coca se remonta a miles de años en las culturas amerindias, según datos publicados por un grupo de investigadores de Cambridge en la revista Antiquity, quienes hallaron evidencias arqueológicas del uso de coca y cal mascadas en los Andes hace 8000 años. 

En la tradición de los pueblos que conformaban el imperio Inca, existía la figura de un antiguo sabedor que se consideraba médico sacerdotal, yachaq en quechua. Esta persona, primordial en esta cultura, se ocupaba desde el tratamiento de enfermedades hasta la guía en ceremonias y ofrendas a los dioses. Era símbolo de cura en todo sentido, porque cuando el cuerpo dolía, probablemente estaba desarmonizado el espíritu. 

El poder del yachaq era el de la mediación entre dioses y humanos, y una de sus herramientas fundamentales para esta labor era la hoja de coca. Al empezar las ceremonias y ofrendas, el sabio ofrecía un puñado de hojas, símbolo del diálogo en confianza. “El ofrecimiento de un puñado de coca hace de los interlocutores, hermanos(as), los acerca, establece el contacto. Cuando se ofrece la coca, quien lo recibe lo hace con las dos manos, lo cierra entreabierto y lo besa reverente”, refiere la escritora peruana Dida Aguirre García. 

Mamacoca, ypadú, jibié, ẽsh o hayo, la coca tiene muchos nombres en las distintas lenguas de los pueblos indígenas que la consumen. Para la periodista e historiadora Lina Britto, su nombre común, "coca", “es una palabra derivada del vocablo aymara khoka –el idioma de los descendientes de Tiwanaku, la civilización que precedió por varios siglos al Imperio inca en el altiplano andino y las inmediaciones del lago Titicaca–”.

También son diversas las historias que cuentan su origen. Sin embargo, hay una idea central en ellas: la coca vino al mundo con el cuerpo de una mujer, cuyo poder era el de dar lucidez, fuerza para el trabajo y ahuyentar el sueño. Esta diosa se resistía con cinismo al matrimonio y, en algunas historias, más bien era dada a los amores clandestinos. Al final se vuelve semilla, germina y brotan de ella hojas generosas para todos los hombres. De cualquier forma, en la tradición, solo tiene coca quien la ha trabajado. En muchos de estos pueblos las mujeres no la consumen porque ya tienen en su interior la fuerza femenina que la coca brinda. Una idea que también se ha ido transformando.

Ilustración: Julia Tovar

Cuenta el antropólogo canadiense Wade Davis, sobre los registros de Timothy Plowman, que la hoja de coca  surgió en lo alto de los Andes y “fue propagada de manera vegetativa y derivada originalmente de semillas o esquejes peruanos y bolivianos arrastrados a lo largo del Amazonas en tiempos precolombinos”. También añade que en Colombia los cultivos de coca no solo estaban en la Sierra Nevada de Santa Marta, el Cauca, el Huila y el Amazonas, sino que “en otros tiempos (fue) cultivada extensamente a lo largo de la costa Caribe de Suramérica, en zonas adyacentes de Centroamérica y en el interior de Colombia”. 

Antes del auge del Tawantinsuyo, el imperio de los hijos del sol, la coca hacía parte de la cotidianidad ritual y de trabajo para los pueblos andinos. Mascar coca para ir a la caza, mascar coca para ir a la chagra, mascar coca para una buena conversación, mascar coca para pensamiento claro, ofrendar coca para la prosperidad, dar coca para la curación, soplar coca con dirección al sol para ganar bendición. Sin embargo, con el tiempo y el avance del imperio, la coca se convirtió en un bien de mucho valor y prestigio que se usaba en rituales específicos, intercambios diplomáticos e incluso como pago por el trabajo realizado. El mismo Inca Garcilaso de la Vega la refería así:

“La coca es un cierto arbolillo del altor y grosor de la vid; tiene pocos ramos y en ellos muchas hojas delicadas, del anchor del dedo pulgar y el largo como la mitad del mismo dedo, y de buen olor pero poco suave. Es tan agradable la coca a los indios que por ella posponen el oro y la plata y las piedras preciosas; plántanla con gran cuidado y diligencia, y cógenla con mayor; porque cogen las hojas de por sí, con la mano y las secan al sol, y así seca la comen los indios pero no la tragan; solamente gustan del olor y pasan el jugo”.

Después, durante el siglo XVI con la llegada del Imperio español y la barbarie cometida en América, se prohibió su uso para todo el que no fuera indio, pero se incentivó su consumo en esa mano de obra esclavizada, dado que se dieron cuenta de su poder revitalizante y nutritivo. Un indio con coca en la boca era un indio que trabajaba más. Esa instrumentalización de la hoja intentaba quitarle la carga simbólica en la cosmogonía, incluso se sincretizó con una versión cristiana el origen de la hoja, como cuenta una mujer indígena peruana, según la transcripción de Dida Aguirre García: 

“La Virgen María cargada con su hijito Jesús, cansada de caminar, buscó la sombra de un arbolito, cogió una hoja y era muy delgada amarga y venenosa, y cogiendo otra hoja lo partió ésta en dos por el medio, cada parte lo pegó por ambos costados de la hoja original. En la pena o en la alegría, y les dé energía a mis hijos, esta hoja ha de ser más ancha y se llamará coca, diciendo lo bendijo. Cocacha mamacha Virgen Mariap llantukusqan sumaq sachacha, akuykusqayki, llakillayta, kusillayta willaykunawallaykipaq. Así diciendo chaqchamos”. 

Después vinieron duras décadas de prohibición de la hoja, cada vez más estigmatizada dentro de la Colonia española en el marco de la Inquisición católica. Pero este rasgo no fue solo con la coca, ni exclusivo de los españoles, sino con toda planta que al poder le pareciera extraña. Hacia 1633, el sultán Murad IV prohibió so pena de muerte el consumo de café en todo el Imperio Otomano, ejemplo que fue seguido por distintos reyes en Francia o Inglaterra. Más o menos para los mismos años, en 1616, el gobernador del Río de la Plata y del Paraguay, Hernando Arias de Saavedra, emitió la orden explícita y directa del rey de España, Felipe III, en la que se prohibió la siembra, venta y consumo de la yerba mate. Esta planta, tradicional de los guaraníes, había sido adoptada por varios europeos por sus efectos en la energía de quien la bebía. La Santa Inquisición la condenaba porque con ella trabajaban los chamanes. Hoy, estas dos plantas se cultivan y consumen en diversos lugares del mundo, hacen parte de la canasta básica y del patrimonio cultural de los pueblos. Sin embargo, el destino de la coca fue diferente; la hoja sagrada de los Andes y la Amazonía continúa siendo estigmatizada.

Para los murui, lo que sucedió fue que el blanco se quedó consumiendo la coca de forma equivocada, convirtiéndola en cocaína, y por eso carga con las consecuencias. La coca es sagrada, y quien la irrespeta sufrirá: “Nuyómara+, que era persona de mucho presagio, pues a él lo vinculó Dios al bien y a la sabiduría de la coca, se dio cuenta de lo que había ocurrido y lo lamentó. Se enojó contra el abusivo y le dijo:-Kue Jir+ina ba kakade rama ye ab+na yote ye urue+ dai f+node-, que quiere decir: la coca te quiere originar mal, sólo destruirá tu cuerpo, sólo originará mal a tu raza”.

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El consumo de productos hechos con coca en las grandes ciudades es un jardín de senderos que se bifurcan hacia todo el país, aunque Bogotá es el nódulo más importante. Festivales como Futuro Coca, fundado por Alejandro Osses y Carmen Posada, o el Reto Coca, impulsado por el Ministerio de Justicia, permiten tener una fotografía cenital de estos caminos, que no solo se restringen al valor medicinal de la planta, pues también exploran sus virtudes cosméticas o gastronómicas. Quien haya probado el mambe habrá percibido de seguro unas notas dulces que se amalgaman a su ligero amargor; un regusto que tiene todo el potencial de ser incluido dentro de cualquier cocina fusión.

–El sabor de la coca es interesante, porque es muy herbal, un poco seco –dice Alejandro Gutiérrez, chef del restaurante Salvo Patria–. Lo hemos usado, por ejemplo, en una tartaleta que lleva hinojo, o para los fideos de mambe, que van dentro de un ramen. 

Laura Arciniegas, investigadora del CESED, el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas de la Universidad de los Andes, hace una exhaustiva enumeración borgiana de las preparaciones presentes en la "gramática culinaria" –como la llama ella– de la coca en Colombia: limonadas, salsas frías, ensaladas, huevos pericos, tés, infusiones saborizadas, gaseosas, cervezas, rones, viches, aguardientes, grasas saborizadas, vinagretas, salsas agridulces, chocolates verdes, bebidas calientes, coladas y hervidos, productos de panadería y pastelería, apanados, pandeyucas, empanadas, tamales, merengues, cremas dulces, tortillas de maíz, fideos y helados. 

Además de hacer parte de la carta de restaurantes de alta cocina en grandes ciudades, el alcance de la experimentación con la hoja de coca ha llegado a posarse sobre el sistema moda y la creación tintórea, como ha ocurrido con Pajarita Caucana, un proyecto que extrae tintes naturales de la hoja para usos textiles, cuyas tintas atrapan las intensidades del color de la coca. Por otro lado, las alternativas agroecológicas de la coca como abono también son verosímiles y viables. Según Open Society, hace unos seis años había 19 iniciativas en el país que están transformando la hoja de coca en productos nutricionales, medicinales y cosméticos. El número ha seguido aumentando, aunque las talanqueras para inscribir la coca en los hábitos de consumo de los colombianos aún son muchas. 

Ilustración: Julia Tovar

Quizá la persona que mejor conoce el calibre y la dimensión de estas trabas es Fabiola Piñacué, la fundadora de Coca Nasa, la primera empresa a base de hoja de coca en  Colombia. Desde 1998, Fabiola ha sido encarcelada, denunciada y censurada por comercializar la hoja de coca en diferentes presentaciones, como tés, gaseosas, cervezas y mambe. Empresas como Coca Cola la han demandado a ella y a Coca Nasa por usar la palabra “coca” en sus productos, en particular la Coca Pola, una cerveza a base de hoja de coca. En 2021, The Coca-Cola Company denunció “el uso que Tierra de Indio S.A.S. –la persona jurídica de Coca Nasa– hace de la expresión Coca Pola, pues es muy similar desde la perspectiva ortográfica y fonética de la marca”, según la queja interpuesta a Coca Nasa.  

Para Fabiola, la disputa no solamente ocurre en el territorio, en el quehacer de un producto incomprendido, sino desde el propio lenguaje. “Coca” ha sido durante décadas un significante vaciado de su espesor sagrado, y con esa palabra, con apenas la cáscara de la misma, se ha forjado un sistema de equivalencias perversas con la guerra, la pobreza y el narcotráfico. Un botón de muestra para entender esta profunda estigmatización es el hecho de que en redes sociales como Instagram el equipo de comunicaciones de Coca Nasa deba censurar en sus publicaciones la palabra “coca”, pues de lo contrario sus afiches y anuncios son eliminados de la plataforma.

–Nosotros –dice Fabiola– deberíamos hacer una huelga para que nos dejen tener ahí la palabra “coca”, duélale a quien le duela. Que hablen del clorhidrato, de la pasta base, de la cocaína, pero que se entienda la coca como lo que siempre ha sido: alimento, medicina y conocimiento. 

La apuesta social y económica de Fabiola Piñacué también se enfoca en que sus productos compitan en franca lid dentro del mercado colombiano, pero la regulación de estos ha sido un camino escarpado. En 2004, el Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (Invima) autorizó a Coca Nasa para vender lo que producía a partir de la coca, pues su labor, al decir del propio Invima, se realizaba “respetando las restricciones legales, en especial la Ley 30 de 1986 y la Ley 67 de 1993 sobre cultivo de plantas de coca”. Sin embargo, en 2010 la misma entidad levantó una alerta sanitaria contra los productos de Coca Nasa. Piñacué solicitó una acción de nulidad para dicha alerta, la cual fue fallada a favor de la empresa. Con todo, las restricciones siguen existiendo bajo el amparo de leyes vetustas pero todavía vigentes que restringen la comercialización y distribución de la hoja de coca y derivados a los territorios indígenas. Por eso, aun cuando el Consejo de Estado pidió retirar la alerta sanitaria contra Coca Nasa, una sentencia de la Corte Constitucional de 2018 decidió que la empresa aún no tiene “patente para comercializar productos a base de hoja de coca”.

Es por eso que la Secretaría de Salud de Bogotá suele exhortar en sus capacitaciones a pequeños negocios naturistas a que estos se abstengan de comprar productos a base de coca, pues no cuentan con el respectivo registro sanitario. Y es por eso que la misma secretaría continúa sellando y arremetiendo contra lugares y espacios comerciales donde se venden productos de Coca Nasa, como lo denunció el 17 de agosto de este año la propia Fabiola Piñacué en su cuenta de X.

–Lo que le ha dicho la autoridad indígena al Invima –dice Fabiola– es que mire la calidad de la hoja de coca, que esté en buen estado. Nosotros no nos oponemos a que el Invima cumpla la ley. El Gobierno tiene que cumplir la ley en favor de ese patrimonio colectivo que es un conocimiento milenario, pero las leyes y los gobiernos han impuesto todo tipo de obstáculos para que el indio haga lo que tiene que hacer. Lo que pedimos en últimas es que el Invima valide el registro de mis autoridades, y que si Coca-Cola quiere venir a usar la hoja de coca, que le pague a las comunidades indígenas, que les pida permiso a ellas.

En el centro de esa discusión, mientras una esperanza languidecida por la falta de voluntad política se cimenta en los esfuerzos de todos estos emprendimientos, surge una pregunta que para muchos es de segundo orden, pero que debería resolverse antes de siquiera pensar en un mercado citadino y cosmopolita permeado por la coca: ¿quién tiene el permiso de usar la hoja, de venderla, de mambearla? 

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Mientras Gustavo Cerillama, la autoridad tradicional del Resguardo El Progreso, tuesta la hoja, un humo ligero va inundando la maloca. Luis Armando ya tiene una parte pilada y tamizada, y la va juntando con las cenizas de yarumo. De fondo, alguien muele la coca en el pilón, y el tun tun que resuena es una música lenta que se cuelga entre palabra y palabra, mientras los mayores hablan.

La gran mayoría de los pueblos indígenas en Colombia ha tenido que ver cómo la “interculturalidad” se ha inmiscuido en sus vidas como otro humo ligero. Sería imposible decir que la integración de la cultura occidental en sus territorios ha sido un hecho del todo positivo o del todo negativo, pues las ventajas y desventajas van y vienen, se desgajan según las circunstancias y las contingencias. Ahora mismo, mientras van probando el mambe que Luis Armando convida y mientras ponen algo de ambil en sus dedos, los acompaña un miembro de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), que ha venido con una delegación de enfermeros para brindarles al otro día una capacitación en primeros auxilios a quienes se encargan de cuidar a todos los miembros del Resguardo El Progreso. Saben que de Occidente pueden venir conocimientos que salvan vidas y que en ciertos escenarios serían más efectivos que la medicina tradicional que aún resguardan con la práctica.

Pero ahora, hablando en lengua murui, con labios verdes y dedos negros descollando en la noche, mientras una sola luz despeja sombras y atrae mosquitos, se han reunido para hablar sobre la coca en un mundo que ha transformado radicalmente lo que ellos han defendido: la coca y el mambe como formas de conocimiento.

–Esta es una planta de sabiduría –dice Gustavo– que tiene oración, que tiene disciplina. Aunque también es una planta del bien y del mal, una espada de doble filo. La coca nos fue dada para cuidar y trabajar. Para formar pueblos con sabiduría e inteligencia. Para cultivar la buena palabra. Pero cuando se usa desde la acumulación, desde el mal calor, desde el mal pensamiento, caemos en el pecado y en el error.    

Esa ruta de dos rieles para la coca, la ruta del beneficio y del error, que para muchos pueblos indígenas implicó una pérdida profunda de sus acervos ancestrales, ha recorrido el territorio colombiano desde el siglo XIX. En 1880 se vio un primer auge de la cocaína impulsado por el ritmo trepidante de la industrialización y los beneficios de su uso médico, pero luego, como afirma el investigador Andrés López Restrepo, al descubrirse su riesgo de adicción, fue perdiendo interés entre la comunidad médica. En Colombia no se alcanzó a vivir a plenitud esta bonanza en tiempos decimonónicos, pues si bien la hoja de coca era consumida hace siglos casi que en la totalidad del territorio, desde la Colonia, y a partir de los procesos de mestizaje, se fue perdiendo el interés por la hoja. Sin embargo, hubo una figura colombiana que se granjeó en Europa una visibilidad importante dentro de la contingencia de la coca a finales del siglo XIX: José Jerónimo Triana, el botánico que hizo parte de la Comisión Corográfica. 

Triana llegó a ser conocido en su momento por extraer de sus descubrimientos una utilidad práctica. Se sabe, por ejemplo, de un jarabe para la tos, el “Jarabe neumosthénico del Dr. Triana”, que el botánico vendía en las calles de París, alineando sus conocimientos sobre plantas con su vocación médica. Lo mismo ocurría con el “Emplasto Andino” que servía para curar heridas y combatir callosidades, o con el vino quinado que preparaba empleando la quina, esa misteriosa planta que solía ser usada por los indígenas como antipirético. A todo esto se sumaban sus exploraciones de la coca y la cocaína. Según López Restrepo, Triana “envió un memorial al secretario del Interior y de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos de Colombia, señalando la necesidad de fomentar el cultivo de la coca para exportar las hojas”, aunque el Estado no tomó en cuenta su exhortación.

Luego llegaría otro auge, uno sin precedentes, durante los años setenta, apuntalado en Colombia por contrabandistas y aprovechado por los narcotraficantes en ciernes, que verían en la coca la gallina de los huevos de oro. Desde ese momento hasta el presente, el país ha visto desfilar estrategias fallidas enmarcadas en la guerra contra las drogas, programas poco efectivos para la sustitución de cultivos de uso ilícito y la entrada de nuevas sustancias en el mercado, como el fentanilo, que poco a poco han desplazado a la cocaína. Y así, en este escenario, en el que incluso se habla de sobreproducción de hoja de coca y de cada vez menos compradores de cocaína, los usos alternativos de la hoja van ganando en viabilidad y en pertinencia.

Es por eso que, sentados en círculo, los mayores murui del resguardo debaten cuáles serían los límites de esos usos, sobre todo si se desea comercializar con el mambe. Ellos, por ejemplo, no lo venden. El mambe que consumen es solamente el que ellos hacen, pues así tienen el control de la preparación.

–En términos de elaboración –dice Gustavo–, yo tengo que pensar cómo lo voy a tostar, cómo lo voy a cernir… Cada paso tiene una oración. El objetivo es que el mambe nos abra la inteligencia. Es nuestra mujer espiritual. No se puede mambear por mambear porque es un alimento espiritual. El que juega con eso cae en desgracia. 

A más de 250 kilómetros del resguardo El Progreso, en la maloca de la Reserva El Manantial, a las afueras de Florencia, Caquetá, el abuelo Emilio Fiagama explica qué decisión han tomado frente a la venta del mambe y cómo evitar los riesgos de banalizar la coca: 

–Si usted ya mambea, se le puede vender. En la chagra tenemos dividido el mambe: tenemos uno solo para nosotros, para el mantenimiento espiritual, y otro para la abundancia, para la parte económica. Pero la intención es pedagógica, para que la gente aprenda y conozca. Si usted no conoce cómo mambear, necesita de alguien que le muestre cómo hay que mambear, cuándo y dónde. 

El tema no deja de ser espinoso. Para David Restrepo, investigador del CESED, los permisos para consumir el mambe y la hoja de coca varían dependiendo la región del país y el pueblo indígena:

–Para algunas autoridades indígenas, no es bueno que el blanco acceda a esta medicina porque su contexto cultural puede llevar a que se desordene su propósito original. Quizás en el Cauca es donde hay más “apetito” de abrir el panorama para la coca, porque además, desde hace siglos, la coca también ha tenido un valor comercial para ellos, incluso se usaba como moneda de cambio.

Diego Andrés Díaz, yerno del abuelo Emilio y aprendiz del mismo, cree que si el mambe se vende, se debe hacer con la certeza de que quien lo haga ha aprendido a mambear, independientemente del pueblo indígena del que provenga ese conocimiento. El que mambea debe hacerlo con las instrucciones que le brindó quien le enseñó. De lo contrario, los efectos adversos son variopintos:

–Hay diferentes niveles de afectación si no se mambea adecuadamente. Cuando es leve, salen nacidos, se siente borrachera, produce diarrea. Cuando es un efecto moderado, el que mambeó mal empieza a escuchar voces y sombras, se vuelve paranoico. Y en un plano grave, se enloquece, no duerme. Usted se imagina que lo persiguen, que lo buscan. 

Pero la presencia indígena en estos espacios de aprendizaje con la hoja de coca no es precisamente ubicua. En grandes ciudades como Bogotá es posible encontrar casos de personas que, sin pertenecer a algún pueblo originario, con apenas un interés diletante, suministran el mambe y dirigen incluso ceremonias en malocas improvisadas. La antropóloga Salima Cure ha estudiado el impacto del mambe en las grandes ciudades y ha señalado cómo la inserción de este producto en Bogotá ha implicado la presencia de figuras que “tercerizan” la venta y suministro del mismo con la impostura de ser médicos alternativos que usan la coca para sus tratamientos. Un ejemplo de esto es un médico que ha recreado en la capital un espacio sagrado en su consultorio. Las sesiones, según Cure, “son la puesta en escena de un mambeadero, obviamente más cómodo y con una estética moderna. Pinturas de rostros indígenas decoran el espacio. Él, de costumbre, se sienta en un pensador parecido a los que se usan en las malocas; los participantes, en cambio, están sentados en cómodas poltronas organizadas en forma de círculo”. 

Albino, el hombre murui que trabaja como empleado en el negocio de Mateo de Valenzuela en Del Cóndor, ha visto cómo el conocimiento de los pueblos termina siendo el pretexto para que personas blancas quieran adjudicarse un título que no les corresponde:

–Un par de veces me pasó con conocidos a quienes les compartí el mambe y la palabra que luego de eso se creían sabedores o chamanes, cuando ni siquiera yo mismo soy una autoridad.

Para David Restrepo, el rol de los blancos en este escenario debería ser el de “reconocer que esto no es la construcción de una economía de cualquier persona; que tiene mucha cultura, mucha tradición, que tiene unos dolientes, que son los pueblos indígenas”. Eso implica entender los lugares de enunciación del consumo de la hoja de coca y del mambe, e incluso abogar por una mayor participación de las comunidades indígenas tanto en la producción como en la divulgación de la hoja de coca y sus valores ancestrales. 

Lo anterior no significa que la gestación de proyectos productivos que usan la coca solo pueda ocurrir dentro de los territorios indígenas. También “hay lugar para los campesinos, para los afro y para la gente no campesina”, dice David.  Fabiola Piñacué respalda esa idea:

–Nosotros convocamos a la solidaridad alrededor de la hoja de coca para poder crear empresa, por ejemplo, de productos alimenticios o ecológicos con campesinos, pensando en que los indios estén llevando las riendas de una producción adecuada.

Hay, en todo caso, un consenso entre líderes indígenas, académicos y gestores culturales interesados en el mambe: esto difícilmente puede ser un negocio elevable a gran escala. Su producción artesanal, en la que la dimensión espiritual es tan importante, es una barrera para pensar en factorías inmensas que produzcan el polvo a cientos de kilos por hora. En lo que concierne a otros usos de la hoja de coca, es mucho más factible amplificar su presencia comercial, aunque hay varios factores en contra. El más importante es de seguro el hecho de que la hoja de coca que más se siembra en Colombia, la que se emplea en los laboratorios de cocaína, no es apta para la elaboración de alimentos, tanto por el nivel del alcaloide como por la presencia de fungicidas como el glifosato.  

El otro factor es la regulación de la hoja y de sus usos, que aún están restringidos por ley al territorio ancestral. En un reciente foro, la ministra de Ciencias, Yesenia Olaya, afirmaba que “cambiar la narrativa de la hoja de coca, reconstruir su sentido cultural, dar una apertura de mercados y fortalecer los mercados existentes es la apuesta social que se tiene en el horizonte”. No obstante, la ausencia de registros sanitarios para los alimentos y bebidas hechos con coca evidencian esa asignatura pendiente que tiene todavía el Estado, a pesar de los esfuerzos por ahondar en las investigaciones científicas que se pueden realizar con la hoja. Y es en esa zona gris que los pueblos indígenas, tan golpeados por las desigualdades y el olvido estatal, siguen caminando como funambulistas por esa línea divisoria entre la legalidad y la ilegalidad. 

Esta crónica hace parte de la serie de publicaciones resultado del Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas convocado por la Fundación Gabo.

El día domingo 28 de mayo de 2024, en horas de la tarde, los habitantes de Fonseca y las personas que en ese momento hacían tránsito por la plaza principal Simón Bolívar, no daban crédito a lo que veían y mucho menos entendían lo que estaba pasando; al ver al profesor David Hernández y a la profesora Carmen Lucina Rodríguez, en compañía de otros jóvenes, embarcar a bordo de una camioneta roja doble cabina y una camioneta tipo 350 color azul, los objetos e inmuebles que se encontraban al interior del “Museo Nacional del Vallenato”, ubicado justo en frente de la plazoleta de la tarima Tierra de Cantores.

Sí, era una mudanza obligada de dos importantes museos: el Histórico de Fonseca y la Casa-museo La Provinciana que se habían fusionado para formar uno solo. El motivo del trasteo era evitar un lanzamiento (restitución) por el retraso en el pago del arriendo. 

“Los enseres del Museo Nacional del Vallenato fueron arrumados en una bodega y una casa en alquiler para evitar ser sacados a la calle por un desalojo”, nos contó David Hernández, docente y gestor cultural del municipio. 

Según Hernández, en 2023 no se pagó ningún mes de arriendo ni de servicios públicos, situación que dejó al museo en bancarrota, dado que la deuda asciende a los 40 millones de pesos, sólo en lo que se refiere al arriendo de todo el 2023 y lo que va del 2024. Según la actual administración municipal, no tenía conocimiento de la verdadera situación por la que estaban atravesando los museos y sus donantes.

Para Hernández, en cambio, hubo intención de compra del inmueble de parte de la alcaldía, pero nunca se entregó el dinero. “La intención de compra la hace el municipio por vía jurídica, pero al no entregarse el inmueble siguió en arriendo, es decir que ‘nunca se compró el inmueble’.

Al parecer la única solución era tratar de salvar los muebles y objetos que contenía el museo, puesto que el arrendador vendría por el embargo de los inmuebles y entonces ya no habría ningún tipo de negociación, según explicó el abogado demandante. “Yo como arrendatario negocié con ellos, no tenía otra salida”, dice Hernández.

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Un recorrido por el Museo Nacional del Vallenato en Fonseca

Fonseca quiere contar su historia a las generaciones venideras

El museo fue inaugurado en agosto de 2022 por el exalcalde Hamilton García con presencia del entonces viceministro de Cultura, Jorge Zorro. Pero su historia inició en el 2014, como le contó a Consonante la docente Carmen Lucina Rodríguez, profesora de artes plásticas y propietaria fundadora del museo “La provinciana”.

El Museo Mundial del Vallenato en funcionamiento.

“En un taller de educación artística con estudiantes comencé a recolectar los primeros objetos. Mi misión no solo fue recolectar objetos, sino que me dediqué a desempolvar la historia de Fonseca para darla a conocer a sus habitantes, a Colombia y el mundo”. Según narra, lo primero que hizo fue investigar en libros, revistas y periódicos. Después empezó a tratar de recolectar objetos, fotografías e información tomada de esos medios. Finalmente, estuvo dedicada a recoger y restaurar muebles.

Durante la pandemia surgió la idea de unir el Museo Histórico Fonseca y la Casa Museo La Provinciana, para conformar de esta manera “El Museo Nacional del Vallenato”. El Museo fue inaugurado el 9 de diciembre de 2022, al evento asistieron gestores culturales de toda la región. Durante este tiempo se hizo contacto con la administración municipal en cabeza de Hamilton García, quien se comprometió a pagar el arriendo de una amplia casa en la plaza principal para después comprarla. Durante los primeros meses se pagó el arriendo, después se dejó de cumplir esta obligación y finalmente no se compró la casa.

“Fueron pocos los momentos en que la administración hizo presencia en los museos, ya no había compromiso, por lo que hubo que desalojar”, refiere con tristeza Carmen Lucia.

Sin embargo, el problema no terminó en el desalojo, dado que David Hernández y la profesora Carmen Lucina terminaron pagando la deuda que adquirió la Alcaldía de Fonseca. “La profesora Carmen Lucina y yo donamos los museos al municipio, éste los recibe, después resulté embargado y pagando una millonaria suma de dinero. La administración pagó los meses de septiembre, noviembre y diciembre de 2022. Cuando se cumple el mes de enero de 2023 los propietarios del inmueble no recibieron el valor del arriendo, que era de $1.200.000, ya que había una cláusula de penalización si no se cancelaba a tiempo dicho arriendo y este dinero fue tomado para cubrir la falta”. 

De ahí en adelante se acumularon 12 meses del año 2023 sin pagar el arriendo, cuya obligación fue adquirida por la alcaldía de García Peñaranda, más cinco meses de deuda en el año en curso que son responsabilidad de la nueva administración. Hernández contó que en ese momento decidió negociar con el abogado de los propietarios del inmueble la deuda del año 2023, y eso arrojó un monto de $23.500.000. Pero, además, le tocó arreglar la casa adecuándola como se la entregaron, así la deuda se cerró en $25.000.000.

“Para pagar tuve que empeñar un lote familiar en Conejo, corregimiento de Fonseca, lo empeñé por $15.000.000”, mi hijo hizo un préstamo por cinco millones y mi esposa me prestó cinco millones para poder reunir la totalidad del dinero”. Afirma, mientras tanto la administración anterior no respondió ante Hernández, tampoco las preguntas de Consonante.

Según lo narrado por Hernández, la nueva administración no tenía conocimiento de la deuda del Museo Nacional del Vallenato. “Yo no podía llegarle a la nueva administración con una deuda, ya hablé con el alcalde Micher Pérez, y le hice saber la situación aclarando que los museos donados y que terminan dándole nombre al Museo Nacional del Vallenato no son de propiedad de la seño Carmen ni mío, le pertenecen al municipio”. 

“Hay unos documentos firmados por el señor Hamilton García, la seño’ Carmen Lucina y mi persona y como garantes aparecen la senadora de la república, Imelda Daza y el viceministro de cultura, José Ignacio Zorro” , agrega Hernández con los ojos inundados de lágrimas.

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Los guardianes de la memoria del vallenato en el sur de La Guajira

¿Qué pasa si el Museo Nacional del Vallenato desaparece?

Según el Consejo Internacional de Museos (ICOM), “un museo es una institución sin ánimo de lucro, permanente y al servicio de la sociedad, que investiga, colecciona, conserva, interpreta, y exhibe el patrimonio material e inmaterial. Estos operan y comunican ética y profesionalmente, ofreciendo experiencias variadas para la educación, el disfrute, la reflexión, y el intercambio de conocimiento”.

Esta pérdida representaría un retroceso en los procesos de cultura y memoria de los fonsequeros, según Lucy Urbina Marulanda diseñadora, pintora y cantautora del municipio “Es importante tener en cuenta nuestra historia cultural para transmitirla a las nuevas generaciones y enriquecer nuestro legado, conocer nuestros inicios y el aporte invaluable que hizo el pueblo fonsequero a nuestras tradiciones y cultura en general. El Museo Nacional del Vallenato es la única historia viva que tenemos contada, es una recopilación importante de datos e información que ilustra nuestro pasado detallando los hechos y personas que enaltecieron nuestra región”. 

El riesgo continúa 

Han transcurrido 77 días desde el desmonte del Museo Nacional del Vallenato, en los que también se ha conocido la amenaza latente de donarlo a municipios vecinos si no se da una solución pronta al problema. 

Consonante conoció que hubo un acercamiento entre los representantes del museo y la administración de Micher Pérez, aclarando que ya este museo no pertenece a un particular, sino que es propiedad del municipio de forma legal, como lo prueban documentos existentes, y es a la alcaldía a quien le corresponde asumir todo lo pertinente a su funcionamiento. 

Según Carmen Julia Molina, enlace de Cultura y Turismo del municipio de Fonseca, “la idea es darle un espacio adecuado (al museo) y subsanar todo lo que ha pasado. El alcalde está comprometido con este tema y tiene conocimiento de la importancia que tiene. El museo sí va a volver, y el compromiso es comprar un predio para su normal funcionamiento, también está claro que no sería en el sitio en donde estaba funcionando para evitar más inconvenientes”. 

También afirmó que en una reunión realizada hace pocos días se acordó que el Museo Nacional del Vallenato debe estar instalado antes de la realización de la versión número 50 del Festival del Retorno, es decir, antes del 27 de agosto del 2024. “Ya que durante el desarrollo del festival vamos a tener visitantes y turistas. Es la oportunidad para mostrar la riqueza cultural de nuestro municipio. Ya lo que pasó, pasó, hay es que buscar soluciones”, finalizó.

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“Si no nos dan los tiempos para que esto quede listo para el festival hay un compromiso aún mayor y es que, antes de terminar el mandato de la actual administración, Fonseca volverá a tener su casa de la cultura, sus museos organizados y en sitio propio, es más, Fonseca debe quedar posicionado a nivel cultural y turístico en el departamento”, añadió Molina.  

En 2017 un puñado de campesinos, firmantes de paz y líderes sociales de San Vicente del Caguán, se unieron para trabajar juntos en un proyecto quijotesco:  convertir los Cajones del río Pato (un cañón de roca gigantesco en medio de la selva) en el atractivo ecoturístico de una de las zonas más golpeadas y estigmatizadas del país. En ese barco se subían no solo los sanvicentunos, sino el país completo: recorrer la selva y los ríos ya no con el sonido de las balas, sino en medio de la paz. 

Carlos García, cofundador y director de Caguán Expeditions, lo pensó un día en medio de conversaciones cotidianas con los excombatientes de Miravalle. Les mostró fotos de rafting y les preguntó qué tal conocían ese río. Ellos respondieron: “este río nos lo conocemos de día y de noche, de cabeza, con los codos, con la nariz, de para arriba, de para abajo” y fue allí cuando iniciaron con la “materialización de esa idea”, mencionó él mismo en una conversación con AIM2Flourish.

Pasaron siete años de aprendizajes duros, porque cuando empezaron no tenían equipos, no estaban certificados ni sabían cómo practicar ese deporte. Todo tuvieron que gestionarlo de la mano de la comunidad. Con tesón se convirtieron en una de las experiencias más exitosas dentro de los firmantes de paz en el país. 

El pasado 21 de julio se despidieron de ese sueño. La guerra entre la Segunda Marquetalia y el Estado Mayor Central los desplazó. 80 personas tendrán que reubicarse en otras zonas porque el conflicto los arrinconó. Llevaban ya un tiempo sin poder agendar turistas porque los enfrentamientos son cada día más cotidianos. Ese domingo se reunieron todos, con sus equipos y con su gente, para hacer la última remada por la paz. Consonante conversó con Carlos García en el Caquetá.

Consonante: En los medios de comunicación se han publicado distintas versiones de lo que está ocurriendo en San Vicente del Caguán, ¿qué es realmente lo que ustedes están viviendo?

Carlos García: Lo que sucede es que hay una disputa territorial y cada vez la confrontación es más inminente. Entonces, las veredas, las personas que están ahí, quedan en riesgo. Así que no es una amenaza directa que le haya llegado a la gente o hacia algún líder en el que les pidieran a las personas que salieran, simplemente uno ve que la guerra se le viene encima y no va a esperar hasta que le llegue y lo toque. En su comunicado, lo que ellos prácticamente están diciendo es eso, que hay una disputa territorial con la población civil en medio y no tienen cómo garantizar la seguridad de nadie.

Entonces, es una medida forzada porque nosotros no queríamos abandonar el territorio, no nos queríamos ir. Queríamos estar ahí. Es que la guerra en esta nueva versión, la versión 5.0, volvió a El Pato con el nombre de “disidencias”.

C: ¿Cuál ha sido la escalada de esa violencia en El Pato?

C.G.:Desde hace tiempo se vienen denunciando desplazamientos de líderes, los actores armados han tenido combates, llegan a imponer normas cuando saben que hay una gobernanza en el territorio de una organización campesina. Y llegan también a ejercer autoridad sobre las personas, entonces, eso de alguna manera lo que hace es que la gente tenga miedo.

C: La población de San Vicente del Caguán ha sido históricamente estigmatizada; esa es una de las razones de ser de Caguán Expeditions y Remando por la paz, demostrar que ahí es posible otra vida, ¿cómo hablar de este nuevo episodio de la guerra sin caer en la estigmatización?

C.G.:Que otra vez se esté hablando públicamente de San Vicente del Caguán con hechos asociados al conflicto lo que hace es retroceder en ese esfuerzo de superar la estigmatización, porque pareciera entonces que lo único que hay en San Vicente es conflicto. Pero el municipio es muy grande, así que hay zonas que quedan vetadas del territorio, pero en las demás la vida se sigue llevando con normalidad.

Así como es en Colombia, que hay puntos más álgidos del conflicto, mientras que otros continúan a su ritmo. Así es en San Vicente, la vida continúa.

C: Claro, en Miravalle, por ejemplo, hay unas condiciones distintas. También porque es el lugar en el que viven los firmantes de paz. 

C.G.: Exacto, aquí hay una característica especial y es que es una comunidad firmante que estaba haciendo esfuerzos ahí. De hecho, estaban ubicados allí porque es un territorio que históricamente ha sido relegado por el Estado. Es decir, el Estado no ha sido capaz de brindar todo lo que debería. Por aquí han pasado procesos de paz fallidos, procesos de paz firmados y todo un despliegue jurídico y técnico en los Acuerdos de 2016, pero a pesar de eso no se ha logrado ocupar y desarrollar un territorio como debería hacerse. Eso no ha sucedido, o sea, esta es la evidencia de una incapacidad muy grande del Estado.

Hablemos de la responsabilidad del Estado con esta situación y del incumplimiento de los Acuerdos de Paz, ¿cómo lo ven ustedes?

C.G.: Yo diría que es una incapacidad del Estado para llegar a los territorios, porque uno va a haber y hubo algunos lugares en los que después de la firma del acuerdo se incrementó la violencia. Pero en El Pato esto ha sido distinto porque aquí hubo una ventana de paz durante algunos años, y aun así nuevamente llegó la guerra. 

Porque se veían incumplimientos con el Acuerdo, porque temas que se reclamaron históricamente como la carretera, como la educación, como la salud nunca llegaron. Por ejemplo, la luz llegó a algunos puntos, pero no a todo el territorio. Así que la gente no ve en realidad cambios significativos en su vida;  de hecho, en este punto lo que hay es un retroceso muy grande, porque adicional a todo eso histórico que no se ha cumplido ahora ya no están los líderes, entonces ¿quién empuja los procesos?

Fotografía: Cortesía Caguán Expeditions

C: ¿Qué pierde el país con lo que está sucediendo en San Vicente del Caguán?

C.G.: Es una situación muy difícil porque esto está condenando más a la violencia. Porque al final hay una condena por parte de los actores que están en guerra. Lo que hacen es seguir sumergiendo esos territorios en la pobreza, en el olvido, en el subdesarrollo.

Es una pérdida, si se quiere, para todos; tener que aceptar que el Estado ha sido incapaz de desarrollarse tanto en El Pato como en muchos otros lugares en Colombia después de la firma del Acuerdo. 

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C: Ante esa ausencia de políticas sociales del Estado se ha debatido ampliamente cómo los actores armados se aprovechan de esos vacíos para ganar legitimidad dentro de los territorios, ¿cómo lo viven ustedes allí? 

C.G.: Es una pregunta sensible porque me pone a hablar sobre los actores, y allí hay una realidad: a todo espacio que no se ocupa con poder estatal le llegan otros poderes, esto es evidente y no física cuántica, esa no es una sorpresa. Más bien, yo me preguntaría por qué no hemos sido capaces de darle a la gente derechos fundamentales y qué tanta legitimidad tiene el Estado allá. Frente al tema de los actores, diría que eso para nadie es un secreto, que en un territorio donde hay tal ausencia estatal se ha construido una autoridad paralela. Eso no es un secreto para nadie, eso sucede en Colombia y hay autoridades paralelas ahí, sí, pero es por lo mismo, porque hay vacíos de poder y esa dinámica se va a reproducir. 

C: Los firmantes salen de El Pato, ¿qué va a pasar con ellos? ¿Qué pasará con las comunidades que quedan ahí?

C.G.: Hay gente que ha vivido siempre ahí y que queda en un escenario complicado, porque antes el conflicto se entendía como una guerrilla contra el Ejército. Ahora son dos guerrillas y básicamente es gente del mismo territorio, eso hace las cosas mucho más complejas.

La comunidad firmante puede tener opciones en el municipio de El Doncello, pero mientras eso se define la gente estará en una tierra temporal hasta saber cuál será el lugar definitivo. Yo creo que algunos se irán para sus fincas, otros se irán por sus lados porque también es muy difícil pensar en que tenían una vida ya organizada y en que ahora deben volver a vivir en una carpa. Eso es lo primero, analizar cómo queda la gente, cómo quedan los niños y nosotros, pues tenemos la decisión de continuar. También estamos insistiendo porque necesitamos vivir cerca de un río, junto al río Caguán para poder practicar. Tendremos que volver a empezar con procesos de formación, nuevas rutas. 

C: ¿Qué debería ver el resto del país frente a lo que está pasando?

C.G.: La respuesta a esa pregunta está en ir a mirar o darse cuenta de cómo ha vivido históricamente la gente de El Pato. Eso ha sido la construcción de paz desde hace mucho tiempo. La construcción de paz no es algo que empiece con estos acuerdos, es una acción que vienen desarrollando las comunidades, resistiendo al conflicto desde hace muchos años.

Pero ahí está también lo que viene enseñando la comunidad en El Pato desde la época de la Violencia, en la que ocurrió la marcha de la muerte, la marcha del retorno; hoy me lo siguen enseñando: en medio de este tipo de situaciones uno va y habla con la gente y el único ánimo que hay es el de echar pa'lante. Entonces, uno al voltearse y ver que toda la gente está parada y que quiere sacar esto adelante y que no quiere acabar con nada entiende que lo que hay que hacer es resistir una y otra vez. 

El 5 de julio, durante el evento de declaratoria de las Áreas de Protección para la Producción de Alimentos (APPA), se reunieron con el Ministerio de Agricultura y la Unidad de Planificación Rural Agropecuaria (UPRA) distintas comunidades pertenecientes a 8 municipios del departamento de La Guajira. Según el ministerio, bajo esta figura estarán 79.961 hectáreas de tierra, que se usarán de forma exclusiva para actividades agrícolas y pecuarias.

Dentro de las zonas declaradas como APPA está el territorio del Consejo Comunitario Los Negros de Cañaverales, que ha luchado incansablemente por la preservación de su territorio y su modo de vida.  Conversamos con Óscar Gámez Ariza, presidente del Consejo Comunitario, quien nos comparte su perspectiva sobre la reciente declaratoria. Esta decisión marca un hito para la comunidad al reconocer sus esfuerzos y abrir nuevas oportunidades para el desarrollo sostenible, alejados de la amenaza de la explotación minera transnacional.

La empresa minera Best Coal Company (BCC) le afirmó a Consonante en abril de este año su intención de persistir en explotar una mina de carbón en Cañaverales, a pesar de la clara oposición de la comunidad local. 

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Esta situación ha generado tensiones y divisiones dentro de las comunidades, sin embargo muchos de los líderes resisten ante lo que perciben como una amenaza a su forma de vida y a la integridad de su territorio. Gámez Ariza nos habla sobre los beneficios, implicaciones y futuras expectativas que esta declaratoria trae para su comunidad y la región en general, así como los desafíos que enfrentan frente a las ambiciones de las transnacionales.

Consonante: ¿Qué significa para ustedes como Consejo Comunitario de Cañaverales la declaratoria de la APPA?

Óscar Gámez: Este es un logro histórico para nuestro pueblo porque por primera vez nos tiene en cuenta un Gobierno nacional. Sabiendo que siempre ha sido nuestro plan de vida vivir del campo, vivir de la agricultura, vivir de lo que podemos extraer de la tierra.

C: ¿Consideran que hay beneficios en esta decisión? ¿Por qué?

O. G.: Los beneficios inicialmente serían, por ejemplo, ponerle un freno a esta amenaza que venía presentando para nosotros la presencia de una empresa transnacional; casi que de carácter invasor. Ni siquiera podemos hablar de neocolonialismo porque, la verdad, el saqueo nunca ha cesado. Siempre hemos vivido desde la colonización hasta ahora con las transnacionales saqueando nuestro territorio.

Aunque hay que enfatizar que nosotros sabemos que este no es el único beneficio, porque vendrán muchos más después de esto. Así que no se trata solamente de un documento y una resolución. Nosotros sabemos que tiene un montón de cosas buenas para nuestro territorio.

C: ¿Qué implicaciones tiene la declaratoria de la APPA para el proyecto minero que quiere hacer BCC en Cañaverales?

O. G.: El  mensaje que se le quiere enviar a esta transnacional, que nunca lo ha entendido, es que nosotros jamás en la historia hemos sido un territorio minero. Si tú miras el PBOT o el POT, como se llamaba antes, por ahí nunca está contemplada la minería. Esta empresa, con su carácter imponente, ha tratado de someternos por la fuerza prácticamente. Algunos aliados de esta empresa decían: el proyecto va porque va. Era una cuestión ya de carácter humillante. Tú no te imaginas cuántas humillaciones pasamos nosotros acá defendiendonos de estos nuevos invasores.

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C: ¿Qué humillaciones?

O. G.: En varias ocasiones, a pesar de que siempre salieron derrotados de aquí del polideportivo en donde hacíamos las reuniones de consulta previa, funcionarios de esta empresa dijeron que el manantial era un caudal intermitente, que iban a desviar el manantial. También nos dijeron que, si no hacíamos la consulta rápido, nos iban a aplicar el test y solo íbamos a ver pasar las camionetas por aquí saliendo y entrando de la mina.

Eso para una comunidad que tiene 200 años con su plan de vida en un territorio es una humillación. Que venga alguien de afuera, personas que ni siquiera son de comunidades cercanas, a decirte que te van a desplazar prácticamente y que nunca vas a poder hacer nada, que no vas a recibir ningún beneficio, aunque a nosotros nunca se nos ha pasado por la mente recibir absolutamente nada de esta empresa.

C: Desde 2009, una parte del consejo comunitario se ha opuesto al proyecto minero de BCC en Cañaverales, ¿Creen que esta declaratoria de la APPA también es un espaldarazo del gobierno de Gustavo Petro a esa resistencia?

O. G.: Claro, por eso el día de las elecciones esta comunidad salió masivamente a votar a favor del gobierno del cambio, porque sabíamos que por ahí este gobierno representaba una esperanza para la resistencia que nosotros teníamos. Sin embargo, hay que ser enfáticos en que no es solamente el Gobierno, somos nosotros los que no queremos esa minera en el territorio. 

Nosotros tenemos más de 17 años resistiendo a estas transnacionales, que en algún momento lograron engañar a parte de la comunidad y avanzar. Esta empresa llegó incluso a tener dos licencias ambientales y la social, las consiguió a través de Mpx (minera brasileña MPX Energía) que les vendió estos derechos. No los aprovecharon en su momento y les tocó nuevamente venir cuando ya la gente estaba más organizada y tenía más conciencia de la destrucción.

C: ¿Qué esperan que cambie en el territorio con esta declaratoria? 

O. G.: El proyecto que tenemos es el de modernizar totalmente el sistema de agricultura. Acá se han venido aprovechando el suelo, el agua y la tierra fuerte que tenemos para sacar diferentes productos agropecuarios y diversos tipos de alimentos.

Queremos entrar en una fase de industrialización de lo que producimos, porque no podemos seguir enriqueciendo a las grandes transnacionales que hacen productos a través de lo que nosotros hacemos acá.

Aquí hay una gran producción de mango, a pesar de que no estamos muy organizados, sino que el mango es casi que silvestre, pero sabemos que lo aprovechan muy bien las transnacionales. Por ejemplo el tomate, que en algún momento fue adquirido por una transnacional, después vino el Tratado de Libre Comercio de César Gaviria y acabó con todo esto.

Nosotros queremos volver a ese auge, pero que los beneficios sean para la comunidad y no sea una transnacional la que venga a saquear a los campesinos.

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C:¿Qué sigue para el consejo comunitario después de esta declaratoria?, ¿hay una ruta, algún paso a paso o un presupuesto destinado para el fortalecimiento agrícola en el territorio?

O. G.: Bueno, nosotros estamos haciendo todos los movimientos necesarios, todas las diligencias que se deben hacer para que la UPRA (Unidad de Planificación Rural Agropecuaria) y el mismo Ministerio de Agricultura no dejen que esto se quede acá. Nosotros tenemos un trabajo bastante adelantado para lograr la titulación colectiva, tenemos trabajo adelantado con algunas fincas que pretendemos adquirir a través de la Agencia Nacional de Tierras y algunas alianzas. 

C: A partir de esta declaratoria, ¿cómo trabajarán a beneficio del territorio con las demás comunidades que integran la APPA?

O. G.: Bueno, hoy precisamente tenemos una reunión con la UPRA y seguramente se tocará ese tema porque también nos gustaría ver a otras comunidades vecinas con el mismo interés que nosotros le hemos puesto a este proyecto, sabemos que El Molino y Villanueva están muy comprometidos.

C: Cómo consejo comunitario en Cañaverales, ¿cómo quieren vivir y cuál es la expectativa que tienen con este territorio?

O. G.: Nosotros realmente lo que queremos es tener una política propia sobre el manejo y uso del agua y el manejo de la tierra. También, seguir fortaleciendo nuestra cultura, seguir adelante con este proyecto que tenemos desde hace más de 200 años y vivir tranquilos sin la zozobra del desplazamiento causado por una explotación minera aquí al lado de nosotros.

Entre la media noche y la madrugada del sábado 24 de febrero de 2024, durante más de una hora, las familias de al menos cinco comunidades del pueblo indígena wiwa, en la Sierra Nevada de Santa Marta, escucharon los disparos de un combate. Al día siguiente, cuando cesaron las balas, algunas personas de las veredas de El Limón, Contadero, La Laguna, Guamaca y Múcura empezaron a bajar tímidamente desde la Sierra para resguardarse en otros lugares y avisar a la Organización Wiwa Yugumaiun Bunkuanarrua Tairona (OWYBT), instancia de liderazgo colectivo de todas las autoridades wiwas. 

Ese mismo sábado y según un comunicado del consejo comunitario Palenques de Juan y Medio, del corregimiento de Juan y Medio, en zona rural de Riohacha y a unos 18 kilómetros de estas comunidades indígenas, hubo otro combate entre los mismos actores: las Autodefensas Conquistadores de la Sierra Nevada (ACSN) y el Clan del Golfo (autodenominado Ejército―antes Autodefensas― Gaitanista de Colombia). El enfrentamiento dejó a una comunidad entera encerrada durante dos días y el rumor sobre dos muertos. El mismo comunicado afirmaba que llamaron al secretario de Gobierno Departamental, Misael Velásquez, y al secretario distrital, Wilson Rojas, pero nadie fue a Juan y Medio, ni siquiera el Ejército. 

El domingo a las 5:30 de la tarde, la Comisión de Mujeres de la OWYBT, encabezada por Anairis y Edilma Loperena, decidió subir a la Sierra para acompañar a las familias que se desplazaron. En la carretera del sur de La Guajira pararon a comprar bollos de mazorca ―al menos 300― para llevarle a la gente. Al pasar por Juan y Medio vieron un letrero: “Se vende queso”. Pitaron. Pitaron más y nadie salía. 

Al rato, cuando Anairis se bajó del carro, por fin salió una mujer y les vendió el queso. El plan era subir más hacia la Sierra, atender a las mujeres embarazadas y a los niños y movilizarlos en varios carros que dispuso la OWYBT para llevarlos hasta Riohacha. Las líderes cuentan que durante el recorrido a pie, la población vio drones que los siguieron casi hasta Juan y Medio. Ese domingo solo estuvieron de pasada en ese corregimiento, donde algunos docentes y líderes de la población les ayudaron a organizar a las personas desplazadas. Ningún indígena durmió esa noche en Juan y Medio. Los últimos, a los que les tocó caminar, llegaron a Riohacha el lunes 26 de febrero.

Fue esa tarde en la que por fin aparecieron hombres del Batallón Cartagena del Ejército, cuando ya no había nada que ver, y se fueron en la madrugada del martes 27 de febrero. A las 5:00 de la mañana, cuando la gente abrió las puertas de las casas, encontraron una bolsa negra y un saco (costal) anaranjado con extremidades humanas en la calle principal del pueblo, al lado de la casa de Yoanis Mejía, una líder comunal. “Yo me levanto temprano a barrer el patio. Yo veía el saco y pensaba que era otra cosa. Esto no había pasado antes, la gente cogió miedo”, relata una mujer, que prefiere resguardar su identidad, y que después de este hecho se desplazó a Riohacha.

En medio del pánico, los siguientes días más personas se desplazaron hacia Riohacha y San Juan del Cesar. Llegaron también integrantes del pueblo kogui. Y, entre marzo y abril, más afros de Juan y Medio, sobre todo después del 26 de marzo, cuando fue asesinado el docente Roberto Carlos Mejía. Algunos medios de comunicación reportaron que cuatro hombres fuertemente armados y encapuchados irrumpieron en la vivienda del profesor y le dispararon en repetidas ocasiones hasta causarle la muerte. 

La mayoría de las viviendas y negocios de Juan y Medio están deshabitados. / Foto: Betty Martínez

Esta alianza de medios, junto al personero de Riohacha, visitó Juan y Medio a principios de mayo. En ese momento había solo seis casas habitadas con no más de 15 personas en total, de los 850 habitantes que tiene el pueblo. En los tres meses que han pasado desde el recrudecimiento de los enfrentamientos y el desplazamiento masivo, tanto el pueblo wiwa como la comunidad afro se han pronunciado a través de comunicados dirigidos a las autoridades locales y nacionales, e incluso ante el relator Especial sobre los derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU. 

Pero la situación empeoró. De acuerdo con la Alcaldía de Riohacha, 1.611 personas han sido desplazadas. Esto tiene que ver con que los combates que originaron el desplazamiento fueron solo la manifestación más evidente de la guerra librada por dos grupos armados en buscan del control de la Sierra Nevada.

La disputa

Desde hace más de un año, en San Juan del Cesar y en Riohacha empezaron a circular panfletos con listas de nombres y un anuncio de “limpieza social”, es decir, de la práctica ya conocida de asesinatos selectivos. Y hubo varios. Pero fue a partir de octubre de 2023 cuando el conflicto se intensificó. Tanto así que la Defensoría del Pueblo emitió una alerta temprana de inminencia que ya vaticinaba “enfrentamientos con interposición de la población civil”, además de masacres, reclutamiento, amenazas, tortura, entre otros, en Riohacha y Dibulla.

El conflicto, y el riesgo para los civiles, obedece a una disputa territorial entre dos grupos paramilitares: las Autodefensas Conquistadores de la Sierra Nevada (ACSN) y el Frente Francisco José Morelos Peñate del Bloque Nelson Darío Hurtado Simanca de las AGC. El primero está conformado por gente de la región y, según lo documentado por la Plataforma de Defensores de Derechos Humanos, Ambientales y Liderazgos de la Sierra Nevada (PDHAL), su pretensión es controlar los tres departamentos donde está la Sierra Nevada: Cesar, Magdalena y La Guajira. El segundo, por el contrario, es el grupo criminal más grande del país, con presencia en 24 departamentos, y funciona como una empresa criminal que envía hombres a los territorios que quieren copar y “subcontrata” grupos locales. Ambos quieren controlar las rentas ilegales: extorsión, narcotráfico, turismo, entre otras, como ha documentado la organización Crisis Group.

Grafiti de las AGC en una calle de San Juan del Cesar. / Foto: Ángela Martin Laiton.

Lerber Dimas, coordinador de la PDHAL, explica que en esta región hay una máxima: “el que domina la montaña, domina las zonas urbanas”. Dominar la Sierra significa  tener una posición de privilegio sobre los municipios aledaños que pertenecen al Cesar, el Magdalena y La Guajira. 

Y los actores se han encontrado. En La Guajira ocurrió un primer enfrentamiento en la cuenca del río Jerez (Dibulla), en octubre de 2023. “Nosotros tenemos registros de que en un primer combate hubo al menos 15 muertos de las AGC”, explica el defensor de derechos humanos. Como resultado, las ACSN avanzaron hacia La Guajira, cerca de los límites con el Cesar. Es ahí donde ocurrió el segundo, que terminó por desplazar a las familias wiwa. “Hubo unos 7 muertos de las AGC en el segundo combate”, agrega. Las AGC decidieron entonces consolidar su presencia en la parte baja de La Sierra. 

El control

Los líderes y lideresas del pueblo wiwa han recibido amenazas. Muchas no han sido denunciadas por temor, según precisa Jomary Ortegón, abogada del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (Cajar), que acompaña al pueblo wiwa ante instancias internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El colectivo de abogados, además, denunció la ocupación de casas de algunos líderes por parte de los actores armados. 

Algo similar señaló la comunidad de Juan y Medio a través de un comunicado. “Miembros del Clan del Golfo (...) alquilaron una casa en la segunda calle del pueblo donde vivían normalmente en esa comunidad y en otras como El Carmen, Cascajalito, La Sierra, Todonovan, El Totumo; llegando con mucha frecuencia a las tiendas, a las galleras, a las cantinas, a los billares y comunidad en general del caserío de Juan y Medio”.

Desde la PDHAL, también se ha documentado otras formas de control en las poblaciones de la Sierra. “[...](las AGC) les han cogido los teléfonos, les han revisado los chats de WhatsApp para ver con quiénes hablan, si tienen interlocución con la Fuerza Pública o con algún miembro de las ACSN”, explicó Lerber Dimas.

Este año, el control pasó a ser violencia directa. Dimas sostiene que la PDHAL tiene registro de nueve casos de violencia sexual cometida por actores armados en contra de niñas indígenas de la Sierra Nevada en el Magdalena y La Guajira. Aunque la Comisión de Mujeres del pueblo wiwa afirma no conocer ningún caso, Edilma Loperena, consejera de Mujer de este pueblo, dice que el riesgo es altísimo. Lo que sí han registrado es el reclutamiento de menores de edad.

El pueblo wiwa, además, está sufriendo una violencia que es invisible para el resto, pero que rompe con sus tradiciones: se trata de la contaminación espiritual del territorio. Los muertos que han quedado de los combates, aunque no los ha encontrado la Fuerza Pública, sí los han visto las comunidades y los defensores de derechos humanos. Tanto Dimas como Edilma Loperena, sostienen que los grupos recogen sus muertos y los desaparecen. 

Si esos cuerpos que son ajenos a esa tierra y que murieron de forma violenta son sembrados ahí, se genera un desbalance espiritual, de acuerdo con los pueblos indígenas. A esto se suma que se han estado perdiendo las tumas de los pagamentos que han hecho los wiwa en sitios sagrados para, precisamente, mantenerse en armonía. También hubo un incendio reciente reportado en la comunidad de Corual (Dibulla) que consumió tres casas ceremoniales. 

“En el 2002, cuando salimos por primera vez desplazados, el ataque fue vital: a los líderes, a las niñas que estaban aprendiendo para ser sagas (líderes espirituales) y a los niños que estaban aprendiendo para ser mamos (líderes espirituales). Fue un ataque espiritual. En ese entonces había un objetivo y era hacer la represa del río Ranchería y tomarse el Cerro del Oso (donde hay una base militar)”, afirma Anairis Loperena, y se pregunta: ¿qué buscan ahora?

La inconsistencia de la paz total

El 31 de diciembre de 2022 el Gobierno Nacional expidió varios decretos de cese al fuego entre la Fuerza Pública y distintos grupos armados. Entre estos, con el Clan del Golfo y las ACSN. Solo 13 días después, la Fiscalía anunció que no suspendería las órdenes de captura contra los representantes de estas estructuras, pues no gozaban de un estatus político que les permitiera entrar en una negociación. El ofrecimiento fue someterse a la justicia, cosa que los grupos rechazaron.

A pesar de esto, la Oficina del Alto Comisionado para la Paz (OACP) sostuvo conversaciones con ambos grupos, y en mayo del 2023 anunció que se iniciaría una mesa con las ACSN, pero durante varios meses no pasó nada. Aún así, el grupo armado, a través de “Camilo”, uno de los voceros, aseguró que estaban comprometidos con la paz y que no descartaban el sometimiento. Con el otro grupo, el Clan del Golfo, el cese al fuego se rompió en marzo, después del paro minero en el Bajo Cauca antioqueño. Y, en julio, el Gobierno retiró las resoluciones de facilitación de paz.

Aún con esto, en la Sierra Nevada las esperanzas de paz se renovaron en septiembre de ese mismo año, cuando la OACP llegó al territorio a instalar algo que llamó la Misión Paz. En medio de pendones y carpas con logos gubernamentales, el entonces comisionado de Paz, Danilo Rueda, anunció diálogos privados, pero sin marco jurídico.

En el evento, además, hubo conversaciones con organizaciones campesinas e indígenas sobre temas tan amplios como el cuidado del territorio y del agua. Esto generó altas expectativas en la población, que confió en que ese proceso llevaría la paz a la Sierra. Pero la verdad es que no pasó más. En marzo de este año, la OACP le dijo al Cajar, a través de una respuesta a un oficio, que “tales encuentros se encuentran congelados”, sin más explicaciones. Esta alianza de medios buscó un pronunciamiento de la OACP sobre el tema durante más de tres semanas, pero a la fecha de la publicación del artículo no obtuvo respuesta. 

Lerber Dimas constató el abandono del Estado en el territorio. “A finales de enero (2024) las Autodefensas Conquistadores de la Sierra citaron a una reunión y nos pidieron que acompañáramos como Plataforma de Defensores de Derechos Humanos. Dijeron que venía el Alto Comisionado para la Paz (Otty Patiño), la ONU, la Misión de Apoyo al Proceso de Paz, etcétera, y dijimos: ok, siempre que haya una voluntad”, cuenta.

Dice, además, que para demostrarla, las ACSN decidieron recoger sus hombres en Santa Marta cinco días antes de la fecha del encuentro y, tras dos semanas con ocho homicidios, la ciudad estuvo más de una semana sin registros de alguno.A los cinco días, los defensores de derechos humanos subieron a la Sierra. Sin embargo, una vez allá, los representantes del grupo anunciaron que las instituciones no irían. El encuentro ocurrió sin el Estado, pero bajo las carpas con los logos del gobierno. 

¿Por qué? “Me dijo (uno de los comandantes de las ACSN): lo que pasa es que cuando vinieron los de Misión Paz y se acabó la reunión, todo el mundo se fue y dejaron todo botado, entonces nosotros lo recogimos y lo pusimos acá”, cuenta Dimas. 

La llegada de Otty Patiño como alto comisionado para la paz tampoco le dio aire a esta posibilidad de diálogo. Por el contrario, el 18 de abril del 2024 la Fuerza Pública capturó a César Gustavo Becerra Gómez, conocido como “Camilo”, el comandante de las ACSN que había insistido en dialogar con el gobierno. 

“Por ahora la opción que tienen en el gobierno es el uso de la fuerza”, explica Paula Tobo, investigadora de la Fundación Ideas para la Paz. “Algunas comunidades salieron a protestar, no sabemos si es por la captura de él o porque esto finalmente le pone la lápida a un proceso de paz sobre el cual la comunidad tenía bastante expectativa”, agrega.

Según Tobo, las operaciones que la Fuerza Pública pueda emprender tendrían repercusiones en la población civil, pero “no tienen ese nivel de efectividad como para generar daños al grupo armado o generar seguridad para la población”. 

Niñas, niños y mujeres wiwa desplazados en San Juan del Cesar. /Foto: Ángela Martin Laiton.

Un colegio lleno de polvo, un coliseo a reventar y el olvido en San Juan del Cesar

La Institución Educativa Juan y Medio lleva dos meses en silencio. A ese colegio volvió a mitad de mayo una mujer de 60 años, quien ha estado encargada de la limpieza en la institución. Encontró una escuela polvorienta y varios caminos de comején en los libros de la biblioteca.

“Estoy haciendo aseo para ver que pasa, echando ACPM para ahuyentar a los comejenes, estoy preocupada porque el colegio está solo, le tengo mucho amor a este sitio”, dice. Estuvo dos meses en Riohacha, donde viven algunos familiares, pero decidió volver a su pueblo, donde no se siente extraña, para preparar la escuela y esperar que también los niños y niñas regresen. 

Pero en Juan y Medio hay solo seis casas abiertas. Al frente de una, una matrona de 84 años se recuesta en un taburete. Volvió al pueblo porque en Riohacha estaba pasando hambre y no tenía cómo pagar un arriendo. Su yerna la acompañó en el regreso. “Uno tiene nervio aún, el Ejército llegó, pero solo lo vemos en horas de la madrugada, en el día son ausentes como ahora que ustedes llegaron”, cuenta. “Ya cuando llegaban las seis de la tarde me ponía: ‘ya viene la noche, viene la noche’, escuchaba una moto o un carro y ya estaba temblando”, recuerda. La ansiedad la mandaba a la cama y el miedo no la dejaba ir al monte ni al río. 

Ambas mujeres, aunque regresaron, reconocen que no hay condiciones para que todo el pueblo retorne. Lo reconoce también Yeison Deluque, personero de Riohacha, parado frente a una casa cerrada en Juan y Medio. “Las familias están dispersas huyendo del conflicto armado. Para el retorno se debe establecer un protocolo, pero el panorama es desolador. Todavía se siente el temor, persiste el miedo y se observa la preocupación en el rostro de quienes de manera voluntaria decidieron regresar”.

En Riohacha, por el contrario, hay dos lugares a los que no les cabe una persona más: el coliseo Eder Jhon Medina Toro y la Casa Indígena. Los dos lugares están alojando casi 200 familias hacinadas (un total de 500 personas), sin espacios privados y sin agua permanente, además de niños y niñas que intentan estudiar en medio del ruido que causan el resto de integrantes de sus familias.

Por otro lado, al casco urbano de San Juan del Cesar llegaron en marzo alrededor de 12 familias, 9 de ellas están instaladas en la sede antigua del colegio José Eduardo Guerra y otras 3 están en casas de familiares en uno de los barrios del municipio. Allí tuvieron que pasar un buen tiempo sin acceso al agua mientras la alcaldía local habilitaba el servicio. Según la lideresa indígena, las listas reales de personas desplazadas no están actualizadas, dado que el temor sigue avanzando en las comunidades, obligándolas a salir del territorio. 

En el colegio José Eduardo Guerra el espacio es amplio, pero a las familias no les suministraron hamacas y otras dotaciones para la vida diaria, en vez de ello, por ejemplo, llegaron algunas colchonetas deportivas muy delgadas. Los niños y niñas reciben clases en dos de los salones que fueron habilitados para ello, un maestro de la comunidad trata de que todos tengan acceso a este derecho, pero no hay materiales y con hambre es difícil estudiar. 

Según Anairis Loperena, todo lo que piden para el retorno es la garantía de que podrán habitar en sus comunidades en paz: “Durante la reunión del ministro de Defensa con nuestro Cabildo Gobernador, en Achintukua, se le pidió resolver para garantizar la vida y la tranquilidad del territorio. Después fuimos a Bogotá, estuvimos sentados con otros tres ministros, incluso con la directora de la Unidad de Víctimas y ella nos dijo que nos podía garantizar el retorno, pero el territorio no es seguro”. 

En una respuesta escrita a esta alianza de medios, el Ministerio de Defensa afirma que han trabajado con diferentes entidades “para avanzar en los requerimientos y solicitudes de esta comunidad”. Pero hacen una salvedad. “Hemos estado atentos para brindar toda la seguridad en el traslado de esta población, pero esto no depende exclusivamente de nosotros. Aunque podemos proporcionar condiciones de seguridad, el regreso de la comunidad no depende del Ministerio de Defensa”. 

La Unidad para las Víctimas, también a través de una respuesta escrita, afirma que ha participado de más de seis Comités Territoriales de Justicia Tradicional para definir la medida de retorno de la población, pero esto no se puede hacer sin garantías. “Hasta tanto no se brinden las garantías de seguridad por parte de la fuerza pública persiste la vulnerabilidad (de la población en zona de conflicto)”, dice la entidad.

Un acuerdo humanitario

A la fecha de la publicación de este artículo, once familias (39 personas) que estaban desplazadas en Riohacha habían decidido retornar a su territorio en las comunidades de Contadero y Las Casitas, incluso sin garantías de seguridad ni acompañamiento institucional, porque no soportaban continuar viviendo en hacinamiento. Pero la situación de violencia en la Sierra Nevada continúa.

La Unidad para las Víctimas ha entregado ayudas humanitarias (alimentos no perecederos y kits de aseo) en dos ocasiones a la población desplazada en Riohacha, y en las primeras dos semanas de junio, la población desplazada en San Juan del Cesar recibió ayuda humanitaria a través de giros directos. Con esto han podido comprar alimentos para sostenerse en el territorio, pues de momento descartan el retorno. 

El 25 de abril, la comunidad wiwa desplazada realizó una protesta por la situación que viven. / Foto: Betty Martínez.

Mientras tanto, la violencia en la Sierra sigue afectando a la gente. En la comunidad de Palmor, de Ciénaga (Magadalena), la población campesina se desplazó en total soledad. El 6 de mayo, en Fundación (Magdalena), dejaron una cava de icopor que contenía un cuerpo desmembrado. Y el 27 de mayo dos personas fueron asesinadas en Juan y Medio. 

La escalada de violencia en la Sierra no se corresponde con el silencio gubernamental. La población insiste en la necesidad de dialogar para encontrar una solución pacífica al conflicto, pues la última vez que vivieron el desplazamiento (en 2002), la Sierra Nevada fue militarizada y el resultado fueron ejecuciones extrajudiciales de civiles que hoy investiga la Jurisdicción Especial para la Paz.

Para Jomary Ortegón, abogada del Cajar, hay una posibilidad que escapa a la encrucijada de dialogar o someter a la justicia a estos grupos armados: hacer acuerdos humanitarios. “La normativa constitucional e internacional le da suficientes facultades al Gobierno para que pueda adelantar diálogos humanitarios, de manera que existan ciertas condiciones en las que la población pueda seguir viviendo en su territorio”, Y agrega: “Si el Gobierno es incapaz de hacerlo, las autoridades indígenas, de acuerdo con la Constitución, tienen soberanía sobre su territorio. Así que, si no es la voluntad de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, debería facultar a las organizaciones indígenas para que lo hagan”.  

Wilson Rojas, secretario de Gobierno de Riohacha, aseguró que “el retorno es inminente”, y el pasado 15 de junio visitó el corregimiento de Tomarrazón, junto a la Policía, el Ejército y otros funcionarios, para “evaluar las condiciones mínimas vitales” para el retorno. Sin embargo, hoy ninguna autoridad puede garantizar que, incluso si la población vuelve a sus tierras, la violencia no la vuelva a desplazar. 

El monumento de un hacha clavada en el tronco de un árbol talado está ubicado en el parque principal Los Fundadores en San Vicente del Caguán. “Para mí, el símbolo del hacha no es de destrucción. Para mí es progreso, porque así fue que llegaron acá. San Vicente del Caguán existe gracias a las manos heridas de los campesinos que llegaron tumbando la selva”, dice Guillermo Peña mientras lo observa.

Peña ha vivido siempre en el municipio, trabaja como aserrador, sobre él cae el estigma constante que pesa sobre los habitantes de San Vicente del Caguán: ser vistos como depredadores de la selva amazónica. Según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam), entre octubre y diciembre de 2023, la deforestación en los siete departamentos que componen la región amazónica se estimó en 18.400 hectáreas. San Vicente del Caguán fue el tercer municipio con el mayor porcentaje de detecciones tempranas de deforestación en todo el país, después de Mapiripán y Cartagena del Chairá. 

Sin embargo, a tres horas del casco urbano de San Vicente hay un oasis habitado y protegido por campesinos que llevan 27 años trazando un camino hacia la conservación y la sostenibilidad. Lo han hecho bajo la figura de las conocidas Zonas de Reserva Campesina (ZRC), una forma de ordenamiento que abarca 71 mil hectáreas que la conforman y delimitan. Con esa figura, que empezó a regir desde 1997, buscan contrarrestar la concentración de tierras rurales, fomentar una economía campesina sostenible, salvaguardar los recursos naturales y frenar la frontera agropecuaria.

“Se trata de ordenar el territorio. De ordenarlo a partir de acuerdos comunitarios. No es un actor o un agente externo el que tiene que decir qué hacemos, somos nosotros mismos los que ordenamos en lo ambiental, lo social y lo productivo”

Dice Nolberto Villalobos, ex vicepresidente de la Asociación Municipal de Colonos del Pato - Balsillas (Amcop), la entidad que representa la reserva.

La brújula de lo que los campesinos bautizaron como ‘Zona de Reserva Campesina de la cuenca del río Pato y el Valle de Balsillas’ ha sido el manual de convivencia que construyeron en 2004, a través de consensos entre las 27 juntas de acción comunal que la componen. Dentro de los 50 artículos redactados, destaca la prohibición de la tala, la caza y la pesca con fines comerciales. El mismo documento destaca en sus primeras páginas que el “amor por el territorio” es un valor fundamental para la sana convivencia. Para eso han tenido que darle vuelta al modelo económico y al chip de la deforestación como forma de desarrollo.

Mercedes Mejía, docente de Ingeniería Agroecológica de la Universidad de la Amazonía, explica el costo ambiental de la deforestación: “Los árboles entre más jóvenes, más captan dióxido de carbono (CO2). Cada que se tala un árbol se pierde un sumidero (o reductor) de CO2” que es lo que, al llegar a la atmósfera, calienta la Tierra. 

Pero para Mejía, la deforestación en San Vicente del Caguán “es más que un cementerio de árboles, es un problema estructural”. Y va unido a dos puntos claves: la historia de la colonización y la ganadería como modelo económico. “

Nos dicen que somos los destructores de la selva y que estamos afectando el medio ambiente. ¿Nosotros? Ellos obligaron a nuestros padres a meterse a la selva. ¿Por qué digo ellos? por la maldita política, porque empezaron a matar liberales y godos y mucha gente se tuvo que desplazar a estos lugares”, cuenta Peña.

Desde los años 30, los habitantes de la entonces intendencia del Caquetá eran descritos principalmente como colonos e indígenas. En el siglo XIV y XX la explotación y fiebre del caucho en esa zona llevó a que se transitaran ríos y se abrieran caminos entre Huila y Caquetá. A inicios del siglo pasado, a San Vicente del Caguán llegaron principalmente campesinos del Tolima, Huila, Antioquia y otras regiones. Algunos en la búsqueda de tierras productivas, otros huyendo del conflicto armado y unos por impulso del Estado que fomentó la colonización para adjudicar tierras baldías.

Una parte de los campesinos llegaron talando árboles para abrirse camino por la selva, para ocupar baldíos, para conseguir madera y construir sus casas o para ayudar al vecino a tener un techo. A esos colonos va dirigido el monumento del que hablaba Peña. En 2019, las alertas de deforestación del Ideam señalaron que los procesos de colonización en San Vicente del Caguán avanzaban “de manera rápida y no planeada” y eso generaba “una demanda creciente de recursos y tierras” en lo que se sustentaban las cifras de deforestación.

La ganadería es una de las economías que más ha causado la deforestación en Colombia. / Foto: Gabriel Linares.

El segundo es la ganadería, la principal actividad económica y considerada una marca de la región. Según el Ideam, el ganadero a gran escala es uno de los principales agentes de deforestación en San Vicente del Caguán porque el ganado pastorea en praderas que usualmente eran bosque. “En los años 60, el antiguo Incora (Instituto Colombiano de la Reforma Agraria) no sólo decía ‘vaya a coger un pedazo de tierra al Caquetá’, sino que hacía préstamos, no con dinero sino con animales, para que arrancaran con la producción ganadera”, afirma Javier Revelo, docente de la Universidad del Rosario y experto en temas de deforestación de la Amazonía.

Cuando el auge del caucho pasó, empezó la colonización campesina que impulsaron entidades como el Fondo Ganadero del Huila que ofrecían ganado a antiguos caucheros para que abrieran potreros. “El Estado quiso consolidar la ganadería como modelo de desarrollo regional, lo logró y hoy vemos las consecuencias”, dice. Según el censo nacional bovino de 2023, que realizó el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), San Vicente fue el municipio con mayor número de bovinos: 895.290, casi el doble de Paz de Ariporo, un municipio de Casanare que le sigue en la lista.

Pero a las cifras de deforestación actuales en San Vicente del Caguán también se le suman otros factores. Uno de esos es el papel que pudo tener la salida de las antiguas Farc en el aumento de la tasa de deforestación de los últimos años en San Vicente, ya que en el municipio, ese grupo armado ilegal, era visto como regulador de la tala de árboles. “Evidentemente, los grupos armados ilegales, El Estado y las Fuerzas Armadas tienen un papel, pero es un error aproximarse a la deforestación desde el conflicto armado sin pensar en la economía”, explica el docente. 

En 2017, un año después de la firma del Acuerdo de Paz, San Vicente del Caguán tuvo su pico más alto de hectáreas deforestadas desde que existe la medición: 26.632. En El Pato - Balsillas, la deforestación pasó de 302 a 523 hectáreas de 2016 a 2017, a pesar de esto, la superficie cubierta por bosque en la zona aumentó en casi 4 mil hectáreas en ese mismo periodo de tiempo.

Recostado sobre un tronco de madera, en la vereda Guayabal de la reserva campesina, Geyner Bedoya, un campesino de 41 años que hoy asesora a la Asociación Municipal de Colonos de El Pato (Amcop), dice que esa diferencia entre las cifras de deforestación y el crecimiento del bosque estable tiene una explicación. 

“Acá y en lo que no es la zona de reserva campesina hay institucionalidad, cooperación internacional y actores armados. Es el mismo escenario. Entonces, ¿Por qué, cuando se firma el Acuerdo de Paz, los focos de deforestación se concentran en donde no es la zona de reserva campesina?, ¿cuál es la diferencia? Sólo hay una: el tema organizativo”.

La organización comunitaria

La zona está compuesta por lo que Amcop llama tres núcleos, que son los tres centros poblados principales: Balsillas, Guayabal y Los Andes. A todos los conecta la vía que comunica al Huila con el Caquetá y en la que los transportadores suelen atravesar de Neiva hasta San Vicente del Caguán. La reserva empieza en Balsillas con un valle, algunos parches de bosques y un clima frío; y a medida que avanza, entre Guayabal y los Andes, las montañas se van acercando, los árboles empiezan a cubrirlas y la temperatura va subiendo. Es como atravesar tres pisos térmicos y al menos dos tipos de geografía.

Aún se ven casas en madera, porque construir en ladrillo sigue siendo costoso por las distancias. En los jardines y antejardines suelen verse pequeñas huertas. Suelen ser caseríos silenciosos en los que el mayor ruido viene de las motos que son el principal medio de transporte. El licor no se puede vender los lunes, a menos que sea festivo, y los establecimientos que lo comercializan sólo lo pueden hacer de martes a viernes de 6 de la tarde a 10 de la noche. Nadie puede portar armas, es obligación que toda persona mayor de 14 años que viva en la zona esté afiliado a una Junta de Acción Comunal (JAC) y una vez al mes hacen jornadas de trabajo comunitario para embellecer la zona. 

Habitantes de la Zona de Reserva Campesina en una jornada de trabajo comunitario de limpieza de caminos en Guayabal. / Foto: Gabriel Linares.

Como uno de los fines de la reserva es evitar la concentración de tierras, cada familia tiene derecho a un mínimo de hectáreas — y también a un máximo — según la actividad económica que desarrollen. Por ejemplo, las familias que decidan pasar de un sistema productivo ganadero a uno más ambiental y sostenible, pueden tener un mínimo de 50 hectáreas, pero no podrán pasar de las 150 a menos que esos terrenos se trabajen en proyectos asociativos o de forma colectiva. Y quienes tienen cultivos diversificados mínimo podrán tener 20 hectáreas y máximo 75. 

Según el manual de convivencia de la zona, cualquier propietario que quiera vender sus tierras debe ofrecerlas primero a la JAC, luego a Amcop, después a personas de la zona y, en última instancia, a externos. En caso de que los últimos estén interesados en comprar, antes de realizar el negocio deben ser presentados en la asamblea y el propietario debe conocer las intenciones de comprar el predio, para evitar que realicen actividades como minería o proyectos de monocultivos extensivos. A la par deben conocer el manual, acogerse a éste y participar en al menos tres asambleas antes de inscribirse como socios de una JAC.

En la reserva, la conservación ambiental es tan importante que para cortar un árbol, cualquier habitante debe pedir permiso al comité ambiental de la JAC de la vereda.

Wilmar Andrés Sánchez es uno de los integrantes de ese comité en la vereda de Balsillas, un caserío de pequeñas casas que parecen construirse alrededor de una cancha de fútbol cubierta por pasto. Tiene 29 años y desde que salió del colegio se ha vinculado a proyectos ambientales en la reserva. Detrás de un escritorio de madera, en una casa pequeña de paredes amarillas, Sánchez va enumerando una de las tantas funciones de su trabajo. 

Wilmar Andrés Sánchez, miembro del comité ambiental de la vereda de Balsillas. Foto: Gabriel Linares

Cuenta que a ellos les llegan las cartas de los campesinos que solicitan aprovechar o tumbar un número determinado de árboles para poner un cerco, arreglar la vivienda o hasta construir un puente. Eso sí, todo debe tener un uso doméstico y ningún fin comercial. El trabajo del comité es visitar la zona, evaluar qué tan viable es la tala y cómo debe reponerse. Es decir, cuántos árboles nuevos y en qué zonas deben sembrarse y cuidarse para devolver al medio ambiente lo que se le ha quitado. Al final, el comité debe decidir si da el visto bueno o no a la solicitud. Ese proceso puede durar hasta 20 días.

Las respuestas a las solicitudes, negadas o aceptadas, generalmente se  respetan. Pero también suele haber tropiezos, en especial con nuevos propietarios. “Con los que han comprado tierras ha sido un reto grande porque vienen de otra cultura y a veces no les gusta obedecer las normas. Nos ha tocado hacer llamados de atención y en ocasiones llevarlos ante el Comité de Conciliación para imponer sanciones, en especial pedagógicas, como sembrar árboles, limpiar zonas verdes”, cuenta Oneira Perdomo, una campesina que también hace parte del comité ambiental de Balsillas. 

Según el registro más reciente de deforestación que tiene el Ideam, en 2022, la zona de reserva campesina de El Pato - Balsillas tuvo 70 hectáreas deforestadas. Menos del 1% de su territorio. Esa cifra no se ha logrado sólo a punta de prohibiciones, también de pedagogía, organización comunitaria y apoyo económico, sobre todo, de cooperación internacional.

La organización comunitaria de la ZRC El Pato- Balsillas es un ejemplo de conservación de la selva amazónica desde la autonomía campesina. /Foto: Gabriel Linares

El engranaje de El Pato - Balsillas

En Balsillas, la ganadería sigue siendo la principal actividad económica. En especial porque la composición de la tierra y el clima frío que puede llegar hasta a los cuatro grados centígrados no es precisamente un incentivo para la agricultura. Por eso Alfonso Tovar, coordinador del proyecto Escuelas Campesinas, le está apostando a capacitar a los campesinos para que la ganadería y la deforestación no vayan de la mano. 

“Se trata de enseñarles a que produzcan pero que lo hagan a partir de la conservación, protegiendo los bosques y sin dejar su actividad económica porque no puede haber conservación con hambre”, dice Tovar. El proyecto busca enseñar desde lo más básico hasta un nivel de experticia sobre el campo y la conservación. “Todo enmarcado desde la monetización del cuidado porque si influye el bolsillo, ellos aprenden a cuidar monetizando”. Aunque es un proyecto que apenas está andando, hay al menos 50 familias participando con las que se esperan firmar acuerdos de conservación por 10 años para sus predios.

“Nada anda solito, todo hace parte de algo”, dice Wilmar Sánchez a medida que recorre las calles despavimentadas del caserío camino a la sede principal del Colegio Guillermo Ríos. La institución es un ejemplo de ese engranaje que funciona en la zona de reserva campesina y que se refleja en la educación. Tras el portón blanco con letras azules, varios salones de paredes blancas rodean la cancha múltiple. De ahí en adelante empieza la esencia del enfoque agroempresarial que tiene la institución: viveros, huertas, cerdos y una fosa de basuras .

Con el cucharón en mano y sin dejar de revolver la leche caliente que se convertirá en el arequipe, que luego venderán los estudiantes de once, la profesora Erfilia Díaz, de 41 años, cuenta que en el colegio quieren darle a los jóvenes la bases para crear microempresas o emprendimientos campesinos. “Estamos en un contexto en el que  los papás tienen su tierra y lo ideal es que desde niños aprendamos a manejarla para hacerla autosostenible”, dice Díaz quien este año empezó a dictar clases de fortalecimiento empresarial. 

A la profesora Erfilia se le ocurre vender carne de hamburguesas, hacer gelatina, preparar arequipe o recoger la cosecha de las huertas para que los estudiantes salgan por la vereda a venderla. Y de paso vayan aprendiendo sobre el manejo de las finanzas y el comercio. Pero no es la única docente que ha unido esa vocación campesina a las clases. Cada grado del colegio se encarga de ciertas zonas, uno de las huertas, otros de los cerdos y otros más de los cultivos de frutas que hay regados. “Acá el profesor de matemáticas sale a medir el área de la huerta, del galpón o de la cochera de los cerdos. No es una matemática tradicional, es un aprendizaje activo con la transversalidad del enfoque agroempresarial”, dice la profesora. 

Las huertas y los viveros no se ven sólo en el colegio. En fincas, casas y comercios son comunes los pequeños cultivos de legumbres, verduras y algunos condimentos que desde la Asociación Municipal de Colonos del Pato (Amcop) han impulsado por medio de proyectos. “La huerta casera se acaba cuando llega el frío. Por eso gestionamos un proyecto con Parques Nacionales Naturales para construir un invernadero de 120 metros cuadrados para 40 familias”, afirma Javier Guependo, presidente de Amcop. Dice que el fin de extender esos proyectos por toda la reserva es que la zona se convierta en una despensa agrícola llena de pequeños productores. 

Alejandra Vega, especialista en tenencia de tierras de la FAO, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, dice que el fortalecimiento de esos pequeños productores, que conforman lo que desde la organización se llama agricultura familiar y comunitaria, es clave para la seguridad alimentaria. “El 70% de los alimentos del mundo se producen de este tipo de agricultura”, dice Vega, resaltando la cifra. 

Para que la agricultura tampoco se lleve por delante los bosques, en la zona de reserva campesina cuentan con una estrategia que llaman “cañeros rotativos”. Los cañeros son zonas que han sido deforestadas y están en proceso de transición para regenerarse. La norma en la reserva es que los cañeros que tienen 20 años no se pueden intervenir porque prácticamente son bosque primario, pero los que están alrededor de los 10 sí pueden usarse para agricultura. 

Después de la producción, esa zona debe dejarse descansar y el próximo cultivo debe rotarse a otro predio, así la tierra se oxigena y las familias contarán con terrenos para la actividad agrícola. “Es un trabajo de conciencia y un trabajo que implica que las juntas y la organización estén repitiendo en cada reunión que hay que conservar”, dice Geyner Bedoya desde Guayabal. Ese trabajo de conservación ha llevado a que desde Amcop le apuesten a viveros comunitarios en todas las veredas.

Desde la reja metálica que rodea el vivero, Bedoya va diciendo los nombres comunes de algunas de las plántulas que germinan en las decenas de hileras que hay bajo el toldo negro: arrayanes, cedros rosados, laureles. La meta, afirma Bedoya, es producir 30 mil plántulas, de las 78 especies nativas de la zona, al año. Así, cuando un campesino deba plantar árboles por gusto, necesidad o por compensar la tala de otros, pueda recurrir al vivero para obtener plantas nativas. 

Eso permitiría que las semillas de especies que están desapareciendo en la zona puedan propagarse. También sería una alternativa para plantar árboles con el fin de restaurar zonas deforestadas. Como la orilla del río que atraviesa a Balsillas, una de las pocas que no cumplen con la norma de la reserva, en la que todos los ríos deben contar con una cobertura de bosque de 30 metros a cada lado. Las plántulas del vivero serían un aporte para que, en un futuro, el valle verde de Balsillas pueda estar tupido de bosque. 

Bedoya dice que el vivero también los ha llevado a pensar en la posibilidad de que haya pequeños cultivos de árboles maderables con el fin de intervenirlos para suplir la necesidad de madera y que el campesino no tenga que entrar a los bosques a buscarla. 

Pero no es sólo un tema de uso y comercialización. “Con este vivero logramos mantener un proceso de conocimiento e investigación que le facilitamos a la comunidad — expone Bedoya — . El vivero se convierte en un laboratorio de aprendizaje y de enseñanza y arraiga más el tema de conversación”. Lo dice porque, para él, tiene mucho más peso que los campesinos puedan ver, conocer, y fortalecer sus conocimientos de semillas, especies y comportamientos del suelo, que solo escucharlos.

El vivero de Guayabal inició con dinero de cooperación internacional, pero esperan que pronto sea autosostenible. Es una historia que se repite en los tantos proyectos, algunos en papel y otros en marcha, que hay en la zona de reserva campesina. La mayoría cuentan con el apoyo de organizaciones internacionales, la Cruz Roja y Parques Nacionales Naturales — que son las instituciones con mayor presencia en el territorio —. 

Y, en un hecho que han considerado histórico porque no recuerdan la última vez que un gobierno nacional invirtió tanto en la reserva campesina, aplauden los 9 mil millones de pesos que llegaron por medio de la Agencia de Desarrollo Rural para proyectos agropecuarios. Los demás proyectos en la reserva andan con las uñas, a punta de gestión propia, con apoyo comunitario y en medio de un conflicto entre las disidencias del Estado Mayor Central de las Farc y la Segunda Marquetalia que se disputan el territorio. 

“Acá cuidamos, conservamos, restauramos, pero la inversión se la llevan a otras zonas arrasadas por la deforestación en las que no hay estos procesos. Es como cuando uno tiene dos hijos y en lugar de premiar al que se porta bien, premia al que se porta mal. Así nos hemos sentido”, dice Bedoya.


Reportería

Nicole Tatiana Bravo García

Olga Arenas

Gabriel Linares

Vanessa Barrera

Edición

Ángela Martin Laiton

Fotografía y videografía

Gabriel Linares

Ilustración y diagramación

Camila Bolívar 

Esta historia fue producida con el apoyo de Earth Journalism Network

La medida propuesta por el presidente Gustavo Petro para el programa 'Caminos comunitarios para la paz', en la que se permitía a las Juntas de Acción Comunal hacer contratos directos para la construcción de las vías terciarias y placa huellas, fue suspendida cautelarmente por el Consejo de Estado debido a supuestas violaciones constitucionales y de normativas legales que regulan la competencia y la contratación pública.

Esta decisión ha sido rechazada y apelada por la Confederación Nacional de Acción Comunal, que argumenta que el Consejo de Estado tomó una decisión jurídicamente equivocada al interpretar los convenios comunales como contratos. El auto es el resultado de una demanda interpuesta por empresas privadas dedicadas a la construcción en Colombia, quienes argumentan que el presidente de la república se extralimitó en sus funciones atentando contra los principios de transparencia, selección objetiva y ejercicio de la ingeniería. 

Es así como el órgano tumbó el artículo 15 del decreto 142 del 2023 en el que se permitía que las comunidades suscribieran convenios solidarios con entes territoriales nacionales, regionales y municipales para arreglar sus vías. 

Conversamos sobre el impacto de esta decisión para las comunidades con Guillermo Cardona, presidente de la Confederación Nacional de Acción Comunal.

Consonante: ¿Cómo tomaron desde la acción comunal la decisión del Consejo de Estado?

Guillermo Cardona: Bueno primero, éste es un auto que admite una demanda. Lo insólito es que haya un auto de admisión de demanda cuando no hay sentencia, cuando no hay estudio de fondo. Sin embargo, hay que aclarar que los convenios siguen vivos, siguen intactos como están, tanto en la ley 1551 como en la 2166. Lo que nos parece insólito es que el Consejo de Estado tome esta decisión que afecta tanto a los comunales.

C: ¿Cuál es el impacto de esta decisión en los territorios?

GC: Mucha preocupación, porque las comunidades vienen ejecutando desde el 2012, por la ley 1551, los convenios solidarios. La pregunta es por qué en este momento el Consejo de Estado admite una demanda, cuando hubo muchas demandas de tiempo atrás que no prosperaron. Además, la Corte Constitucional ya dijo que los convenios solidarios son absolutamente constitucionales. Entonces yo creería que es como una actitud tendenciosa la del Consejo de Estado en este momento, cuando repito hay muchos municipios en Colombia que ejecutan recursos por convenios a diario, ¿por qué? Porque es como más rinde la plata. El convenio solidario no es una forma de contrato, es una forma de complementación, como dice la definición. 

C: A futuro ¿Qué alcances jurídicos, contractuales o económicos podría tener este auto para las obras adjudicadas y en proceso de adjudicación a la acción comunal?

GC: No, porque nosotros logramos es que finalmente este auto deja intacta la ley 1551 y la 2166. Solamente toca, repito, un decreto en el artículo 15. Pero lo que viene a futuro es el debate interno. Nosotros ya interpusimos un recurso de apelación y vamos a interponer otras acciones, pero yo estoy seguro que el proceso lo ganamos porque hay una interpretación equivocada del concepto de convenios por parte del Consejo de Estado. 

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C: Tras la decisión, el presidente Petro tuiteó que esta era una forma de frenar su gobierno, ¿Cómo lo ven ustedes?

GC: La intención del presidente es buena y es un tema que ya se habló con él. Mirando un poco hacia atrás, antes de 1993 la eficiencia de la inversión pública en los barrios y veredas fue muy elevada, porque se ejecutaron los recursos de esa manera. Es decir, la comunidad siempre es la que ha construido las obras, los acueductos, las escuelas, los centros de salud y a veces llega el Estado y colabora, la mayoría de veces no. Es así como el documento CONPES 3955 reconoce que la acción comunal ha construido más de medio país. 

Cuando llega la Ley 80, lo que hace es que excluye la posibilidad de que la gente acceda directamente a los recursos porque establece unos requisitos inalcanzables para una comunidad barrial o campesina. Y entonces la ejecución del recurso público se monopoliza con los particulares. Es decir, ya el recurso público no llega directamente a la comunidad, sino que a través de un intermediario que se llama contratista. Éste se queda la mayor la mayor parte del recurso, esa es la realidad.

Nosotros desde la acción comunal recuperamos el concepto de estos convenios que en la práctica se venían ejecutando. Sobre esa base algunos alcaldes y gobernadores, de todos los partidos hay que ser claro en eso, que quieren hacer eficiente la inversión pública, encontraron en esos convenios la mejor figura; porque se asignan de manera directa, sin concurso de méritos, pero en los que se maneja bien ese complemento entre el Estado y la comunidad. 

Viene ahora el Consejo de Estado y dice que los convenios violan la ley de competencia. No, es que el convenio no es una forma de contratación, es una forma de complementación del esfuerzo Estado-comunidad. Eso lo entendió bien este gobierno. Pero tenemos detrás de esto a la Federación Colombiana de Municipios, a la Sociedad Colombiana de Ingenieros que quieren obstruir el acceso de la acción comunal al recurso público.

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C: La acción comunal impugnó la decisión, ¿bajo qué argumentos lo hicieron?

GC: Bueno, hay varios argumentos, el primero es que no se convocó a la acción comunal para imponer esta decisión aunque sea la principal afectada. Es decir, usted como juez de la República no puede tomar la decisión sin antes oír a la parte afectada. Se está violentando aquí el debido proceso. Lo segundo que es el Consejo de Estado confunde lo que ya dijimos, el concepto de convenio con el concepto de contrato, si fuera contrato se puede argumentar la violación al derecho de la igualdad y a la libre competencia.

Porque en el contrato el Estado le entrega un recurso al contratista y el contratista devuelve un producto con derecho a quedarse con una ganancia. En el convenio no hay esa posibilidad, no hay una convocatoria pública. Hay un acuerdo del Estado con cada comunidad. Aquí la comunidad no tiene opción de una ganancia económica, esa posibilidad no existe. La comunidad tiene una ganancia en servicios, en soluciones.

C: ¿Qué acciones adelantan o han pensado adelantar en caso de que la impugnación no sea favorable para ustedes?

GC: Pues estamos pendientes de la respuesta del Consejo de Estado a la apelación en los próximos 15 días. Sino ahí procede la acción de tutela. También en la demanda que interpusimos esta semana, pedimos ser parte del proceso para poder estar en todo el debate de fondo. 

C: Por último, este gobierno le ha apostado a hacer más convenios con las JAC, en especial en el tema de vías terciarias, pero esto también ha sido leído como una forma de ganar votos para futuras elecciones y fortalecer la movilización popular ¿qué opinan sobre esto?

GC: Yo creo que el argumento más generoso es decir eso. La verdad es que el gobierno ha querido ejecutar convenios con las comunidades, pero como hay un entramado de la tecnocracia en manos de la política tradicional experta en enredar, por ejemplo, exigiendo a las comunidades no los requisitos de un convenio tradicional, sino los de un contrato. Es más, el origen de esta decisión del Consejo de Estado es una equivocación de Invias y el DNP que le dieron formato de convenio a algo que cabía únicamente en contratos bajo la Ley 80. Es decir, esa política tradicional se interpone a las decisiones del gobierno porque son los que más se han beneficiado del modelo del contratista, y son ellos, particularmente los interventores del caso de Invias. Yo digo que uno de los grandes problemas que tenemos con toda esta tecnocracia del Estado es que su arrogancia y prepotencia por sus títulos profesionales le impide conocer la realidad objetiva de las comunidades.

En Fonseca, donde brilla la luna entre cardón y tunas, en la vereda de Los Altos, creció junto a sus padres y nueve hermanos la seño Facia. Esta lideresa nació el 5 de junio de 1937, hoy tiene 86 años, y empezó su carrera docente desde los 20. Es, además, un personaje destacado del municipio por su labor en la formación de niños en su primera etapa escolar, algunos de ellos con dificultades en el aprendizaje.

Bonifacia, una profesora apasionada y empírica, desarrolló métodos innovadores para involucrar a los pequeños en un entorno de aprendizaje estimulante y divertido. Gracias a su trabajo, los estudiantes salían de la escuela bien preparados. Su compromiso con la educación infantil dejó una huella imborrable en la vida de numerosos niños fonsequeros. Su popularidad creció gracias al amor y paciencia que dedicaba a su trabajo, convirtiéndose en toda una autoridad en la educación local.

La escuelita de la seño Facia ganó renombre y su reputación se mantiene intacta hasta el día de hoy, tanto así que los padres de familia todavía buscan sus servicios para dar refuerzos. Sin embargo, debido a su vejez y problemas de visión, tuvo que dejar de dar clases. 

Hoy, Blanchar se ayuda de un bastón para desplazarse por toda la casa, la misma en la que ha vivido desde hace más de 50 años.  Todos los días, mientras escucha las noticias matutinas en la emisora ​​local Fonseca Stereo y comienza con las tareas del hogar, vende zapatos de tela desde su casa. A pesar de tener problemas de visión, también en las piernas y la voz algo apagada por el polvillo de tiza, trata de mantenerse muy activa.

La seño Facia es conocida en la comunidad por su dedicación y estilo de enseñanza a niños y niñas en las primeras etapas de aprendizaje. A través de su trabajo, ha contribuido a mejorar la calidad y generar confianza de más de 1.000 estudiantes de Fonseca, lo que le valió una gran reputación entre los padres a lo largo de los años, que mantiene hasta el día de hoy.

 Consonante : ¿ Cuándo inició su labor como docente ? 

Bonifacia Blanchar : Comencé a trabajar como docente en 1957, cuando apenas tenía 20 años en la vereda de Sabaneta, allí estuve por más de cinco años y con ayuda de los padres de familia de la comunidad fue que gestionamos la construcción de la escuela. 

En el internado en Sincelejo comencé mis estudios de pedagogía, pero solo estudié un año porque era pago y mis padres no contaban con los recursos para que pudiera continuar, todavía por aquí no había escuelas de bachillerato, luego se me dio la oportunidad de hacer un curso de profesionalización en La Vocacional (hoy I. E. Agropecuaria) en la que ocupé el primer puesto. Ese curso me sirvió para convertirme en docente y me abrió las puertas para trabajar con el Magisterio. Sin embargo, a mis 26 años, después de estar casada me fui con mi familia a vivir al corregimiento de Conejo.

A penas tenía el primero de 8 hijos, y por circunstancias ajenas a mi voluntad me tocó presentar mi renuncia, el alcalde de ese momento me preguntó: “¿cuál es el motivo de su renuncia? Si es por el cambio de domicilio no hay problema, yo le gestiono su traslado”. Sin embargo, mi esposo dijo que no quería que trabajara más, argumentando que ya teníamos un hogar y un niño que atender . Viendo esta situación, el alcalde me dijo: "piénselo, doña. Usted tiene una hoja de vida intachable. Le doy 15 días para que lo piense. Si acepta usted va a Fonseca y le hacemos su traslado". Al no asistir perdí una gran oportunidad en mi vida, hoy podría ser pensionada del Magisterio.

C: ¿Dónde inició la escuela ?

B: La escuelita inició en los años 70, en una enramada de palmas de coco aquí en Fonseca. A medida que fuimos construyendo la casa, la fuimos moviendo de puesto. Después funcionó en la sala hasta llegar aquí al fondo del patio de la casa familiar; así yo seguí y seguí educando a niños y niñas, que era lo que me gustaba, pero con esta labor también pude educar a mis hijos. Ellos fueron mis primeros alumnos porque cuando se fueron a estudiar a la escuela Anexa ya les había enseñado las primeras letras.

 Recuerdo que un día, mientras trabajaba en la escuelita, vino aquí un alcalde (no recuerdo su nombre) y me dijo: vamos a registrar su escuela, yo la ayudo. Usted es una excelente profesora y le reconocemos el trabajo que viene desempeñando en la comunidad. Creí que eso no me hacía falta y que ya no estaba para eso y respondí: “para lo que me falta”, cuando eso pasó yo tenía 40 años. 

Aún hoy, a mis 86 años, aquí vienen muchos padres a pedirme que les dé refuerzo a sus hijos, pero ya no puedo porque mi problema de la vista no me lo permite, sino, todavía estaría dando clases. 

C: ¿Hasta qué año desempeñó su labor de docente?

B: Hasta el año 2015 estuve trabajando aquí de forma continua, me tocó retirarme, porque me operaron de la pierna, de la vista y me prohibieron permanecer mucho tiempo de pie; sin embargo los nietos y algunos muchachos, hijos de mis estudiantes, me han permitido seguir prestando el servicio a muchos.

 C: ¿Qué es lo que más le gustó de su labor?

B: Lo que más me gustó del trabajo que realicé con mis alumnos fue entregarles mis conocimientos, darles buenos consejos e inculcarles valores, que todo en la vida salga a relucir como Dios manda, que fueran honestos y que velen por sus padres.

Recuerdo que una vez, cuando ya tenía mi escuelita en la sala de la casa, estaba matriculando a mis hijos y era Pepe Manjarrés el director de esa escuela y les preguntaban a los papás dónde estudió el niño y ellos respondían: el niño viene de la escuela de la seño Facia. Y él preguntó ¿quién es la seño Facia? yo, que me encontraba en la fila, levanté la mano y le dije: profe soy yo. 

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 C: ¿Qué características cree que se deben tener para ser un buen profesor?

B: Ser profesor es una vocación donde debe primar el buen trato para los alumnos, dialogar con ellos ya que es muy importante que conozcan el significado de lo que es la educación y a qué los lleva. 

C : ¿A cuántos profesionales de Fonseca enseñó?

B : Es difícil detallar cuántos muchachos eduqué, desde que empecé a trabajar en la zona rural diría que a más de 1000 niños les di clases. Muchos de ellos ahora son médicos, ingenieros, licenciados, abogados. Varios han emigrado para otras partes por falta de oportunidades laborales aquí en el municipio.

C: ¿Algunos de estos estudiantes vienen a visitarla o se acuerdan de usted? 

B: Muchos de mis estudiantes vienen a visitarme y recuerdan la labor que he desempeñado por años, ellos todavía me traen a sus hijos cuando tienen algunas dificultades de aprendizaje, diciéndome: “Seño, yo sé que con usted aprende”. Mostrando la confianza depositada en mi labor. 

 A veces llegan profesionales que fueron mis estudiantes a felicitarme, diciendo: “vengo a traerle este diploma, que he recibido gracias a usted por las enseñanzas que nos dio”. Algunos se toman fotos conmigo y otros no, pero sé que muchos de los alumnos que pasaron por mi escuela, me recuerdan.

C: ¿Qué la impulsó a seguir enseñando?

B: Cuando mis hijos estaban en edad de ir a la escuela, yo le dije a mi esposo que nos fuéramos a vivir a Fonseca, porque los niños necesitaban ir al colegio. Él me dijo que los pusiéramos a estudiar en los Toquitos, una de las veredas de la región de Almapoque, zona rural del municipio de Fonseca. A lo que respondí que no, porque no quería que se quedaran solo con los dos primeros años de educación. Así logré convencer a mi esposo para irnos a vivir a Fonseca. 

 Mis hijos fueron ese motor para seguir mi vocación de servicio como profesora, enseñándoles a ellos vi que tenía que seguir haciendo lo que había descubierto antes, una labor que abandoné por el matrimonio, pero que luego retomé y mis hijos fueron el impulso para hacerlo nuevamente. De ahí pude seguir educando a niños de todas las edades, incluso algunos de ellos con dificultades de aprendizaje. Todos en esa etapa que hoy llaman “de inicio”. Los niños salían de aquí a hacer primero, ya que los alumnos que iban de esta escuela no tenían necesidad de hacer el examen de admisión.

C: ¿Cuál es la deuda del Estado colombiano en materia educativa con el municipio de Fonseca?

B: Fonseca en la zona rural y urbana necesita que se mejoren las aulas y se nombren los profesores que hacen falta en los diferentes colegios para que puedan recibir los alumnos una educación de calidad.

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C: ¿Por qué es importante la educación?

B: La educación, es fundamental y necesaria para el ser humano, el conocimiento y habilidades que se adquieren nos ayuda al crecimiento personal para desenvolvernos en la vida y de esa manera podemos contribuir con el desarrollo de nuestro pueblo y prestar un buen servicio a la comunidad.

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