Frente a las tres cajas de madera, acomodadas a modo de torre, Marbel Quintero, de 36 años, levanta lentamente el techo de zinc oxidado por la lluvia. Los zumbidos de las miles de abejas empiezan a escucharse. Geyner Bedoya, de 41 años, trata de esparcir el humo por todo el techo para calmarlas. Es como una señal de que nadie va a hacerles daño. “Tranquilas. Estamos aquí para ayudarlas, para apoyarlas”, le dice Bedoya a las abejas.
Quintero, cubierta con un overol amarillo de la cabeza a los pies, sonríe cuando saca uno de los 10 cuadros que funciona como una colmena capaz de albergar más de 20 mil abejas. Es la parte favorita de su trabajo: recoger la miel, o como ella le dice, cosecharla. “Me gusta jugar a escribir mi nombre sobre la miel”, dice, mientras apoya los guantes amarillos, que la protegen de posibles picaduras, sobre la miel que rebosa en cada colmena.
Marbel Quintero se presenta como campesina, ganadera, apicultora y ama de casa. Vive a unas tres horas del casco urbano de San Vicente del Caguán (Caquetá) en Guayabal, uno de los tres núcleos veredales que componen la Zona de Reserva Campesina cuenca del río Pato y Valle de las Balsillas. La reserva es el resultado de la unión de más de 7 mil campesinos que, de forma comunitaria, delimitaron la zona y en 1997 fueron reconocidos con esta forma de ordenamiento territorial. Bajo esa figura buscan contrarrestar la concentración de tierras rurales, fomentar una economía campesina sostenible, salvaguardar los recursos naturales y frenar la frontera agropecuaria.
En Guayabal, Quintero fue pionera en la apicultura, una actividad que consiste en criar y cuidar abejas para obtener miel, propóleo o polen, sustancias usadas con fines gastronómicos, medicinales y cosméticos. Para eso Marbel tiene un apiario, un lugar en el que reúne varias colmenas en las que se almacena, y de las que luego recoge, lo producido por las abejas.
La ganancia no sólo es económica para ella. Las abejas le ayudan a minimizar el uso de agroquímicos en los cultivos porque esto las afecta. En retribución, Quintero sabe que los tomates y aguacates de su finca van a ser más naturales y que la calidad y cantidad de producción puede mejorar gracias a la polinización de las abejas. Según National Geographic, tres de cada cuatro especies de semillas utilizadas en la agricultura dependen de la polinización para que tengan una producción significativa en calidad y cantidad.
Así, Quintero aporta a la reserva campesina que está integrada principalmente por pequeños agricultores. De paso, genera ingresos diversificando sus iniciativas productivas, a partir de la sostenibilidad y la conservación del medio ambiente, dos de las banderas que han llevado los campesinos de la zona desde que se creó la reserva. También pone su granito de arena para un fenómeno mucho más grande: la conservación de las abejas.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, conocida como la FAO por sus siglas en inglés, asegura que más del 40% de las especies de abejas está en riesgo de extinción. Según la misma organización, si estos insectos desaparecieran, América Latina y el Caribe podrían perder entre el 2 y el 25 por ciento de su producción agrícola.
Juan Francisco García, especialista en restauración ecológica de la World Wide Fund for Nature (WWF), dice que la cría y el cuidado de las abejas trae otro beneficio que no siempre es medible: la conciencia ambiental, el freno a la tala de árboles y el incentivo a la conservación.
“La calidad de la miel depende de la oferta floral y de la calidad de las plantas porque le da características especiales. Por ejemplo, donde hay eucalipto, la miel tiene componentes de eucalipto y propiedades medicinales, y así con otras plantas. Por eso los campesinos y productores que crían abejas deben conservar el bosque para garantizar lo que estos polinizadores van a comer”, explica.
En eso coincide Quintero: “Cuando planeo cortar un árbol pienso en mis abejas y me doy cuenta que si lo corto disminuye la comida y la producción de ellas y de mis cultivos”, dice. Eso es importante porque entre octubre y diciembre de 2023, San Vicente del Caguán fue el tercer municipio a nivel nacional con el mayor porcentaje de detecciones tempranas de deforestación según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam).
Así cómo lo dice la experiencia de Marbel Quintero y los estudios de Juan Francisco García de la WWF, la cría de abejas resulta clave para conservar la selva un árbol a la vez.
La dulzura del bosque
Marbel Quintero dice que se enamoró de las abejas en 2021. Ese año, el Parque Nacional Natural Cordillera de Los Picachos — con el que limita la zona de reserva campesina — le dio dos colmenas como parte de un proyecto que llevaba a cabo en la zona. Meses después estaba recorriendo Ayni, un santuario de abejas en La Mesa (Cundinamarca) que tiene como fin conservar estos insectos. Su hermano la siguió en su apuesta de criar abejas, vendió un becerro que tenía y con el dinero compraron otras colmenas.
La producción empezó a crecer, a diversificarse, se transformó en una actividad económica y pasó a ser un emprendimiento llamado “La dulzura del bosque”. Quintero, vestida con su camisa amarilla que lleva el nombre de su negocio, dice que hoy cuenta con 100 colmenas de un tipo de abejas que vienen de Europa y se conocen como Apis Melifera y 25 colmenas de abejas nativas, que son las mismas Melíponas o Angelitas, reconocidas porque no tienen aguijón. Unas están dispersas por su finca y otras en Las Sabanas del Yarí, hacia el sur de San Vicente del Caguán, donde vive su hermano.
Las abejas nativas están a un lado de su casa, bajo un techo de zinc y sobre unas tablas que ha acomodado a modo de escalera. No se ven porque están dentro de unos círculos de madera que han sido pegados con la misma miel y que tienen un pequeño agujero que funciona como puerta de entrada y salida. Quintero los separa y con la punta de un cuchillo escarba un poco hasta que la miel empieza a salir.
Una vez al año, casi siempre en enero o febrero, Quintero y su hija toman una jeringa y, con toda la paciencia posible, empiezan a extraer la miel. Con las abejas nativas usualmente sacan un kilo de miel por cada colmena. Aunque parece poco para el tiempo que lleva producirla y extraerla, suele ser apetecida y costosa en los mercados porque tiene propiedades antibacterianas y, popularmente, le han encontrado beneficios medicinales.
“La miel de las meliponas, angelitas o abejas nativas suele tener más agua, antioxidantes y minerales que más que alimento, tiene usos medicinales. Por eso tiene una mejor calidad y es codiciada en un mercado más selecto con mejor precio”, cuenta Juan Francisco García de WWF. Quintero puede vender una onza de miel de abejas Angelitas a 20 mil pesos, lo mismo que vale un kilo de lo que producen las Apis. Pero el trabajo con estas últimas es distinto.
Para llegar al apiario, donde están las colmenas de las abejas que tienen aguijón, Quintero debe ponerse las botas de caucho, los guantes de tela gruesa que llegan casi hasta el codo y el overol amarillo y pesado que evita que la piel quede expuesta. La malla negra cubre su rostro para evitar que las abejas se posen sobre ella o la piquen. Camina 15 minutos loma abajo hasta un tramo plano en el que están las torres de tres cajones de madera. Cada uno contiene un promedio de 10 cuadros que funcionan como una colmena y pueden producir unos 5 kilos de miel al año.
Cuando hay cosecha, Quintero retira los cuadros de los apiarios, escurre la miel y filtra y separa esa sustancia de la cera, que es con lo que las abejas construyen su nido. Además de colmenas, en esos cajones también hay trampas de polen, que le quitan esa sustancia a las abejas y las almacenan hasta que Quintero llegue a retirarlas. Cada tres días puede sacar al menos una libra de polen, que suele ser pedido en el mercado como vitamina para evitar enfermedades y como un alimento alto en nutrientes.
En “La dulzura del campo” producen unos 700 kilos de miel al año. Los comercializan en la vereda, en el casco urbano de San Vicente del Caguán, en Bogotá, Tuluá y en las ciudades en las que, en palabras de Quintero, “me la he guerreado”. “Toca de a poquito, pero va saliendo”, dice. De a poquito, Marbel Quintero espera que su negocio le empiece a generar ganancias para que el dinero que entre no sea sólo para reinvertir.
Por eso, ha dejado de limitarse a vender miel, ahora intenta transformarla. La mezcla con glicerina y crea jabones y está tratando de usarla para crear labiales, shampoos y cremas. También planea que todo el proceso de extracción de la miel haga parte de una especie de agencia turística que quieren implementar desde la Asociación Municipal de Colonos de El Pato - Balsillas (Amcop), que representa a la reserva y a los campesinos que la habitan.
En esa agencia ofertarían lo que han llamado “La ruta de la miel”, en la que “La dulzura del campo” sería protagonista con una guía en la experiencia de la apicultura y la transformación de la miel. Esa ruta terminaría en la vereda de Balsillas, a hora y media de Guayabal, donde la cera de las abejas que separa Marbel Quintero encuentra otro uso en las manos de Manuel Bojacá, un ingeniero agroforestal conocido en la vereda por su talento artístico.
Otra vida para la cera de abejas
Manuel Bojacá dice que de su padre heredó un cuadro pintado a mano y el talento de convertir casi cualquier material en un arte. En la especie de kiosko que tiene en la finca San Isidro — en la que vive junto con su madre, una artesana y docente retirada — hay un poco de todo lo que ha hecho. Cuadros que ha fabricado tras reciclar y derretir tapas de plástico en un molde, esculturas en bronce reciclado de animales de la zona y esculturas talladas en troncos podridos y huecos que encuentra en el camino y que luego transforma en arte.
Por la entrada principal, y alrededor de la ventana, unas cajitas de plástico transparente guardan las pequeñas esculturas que Bojacá ha creado con la cera de miel que le envía Marbel Quintero desde Guayabal. está la figura de un oso de anteojos, que transita por la reserva campesina; un Pato de Torrente, el animal insignia y por el que la zona lleva su nombre; y una Pava, un pájaro cotizado por los avistadores de aves, que suele aparecer entre Balsillas y Guayabal.
Todos están fabricados con una mezcla de parafina y cera de miel caliente que se vierte sobre un molde de yeso con las figuras prediseñadas. Luego, en un balde de agua, se enfría por unos minutos. Las figuras salen por partes y con un cautín o con la misma cera caliente se unen para que queden en una sola escultura. Ese es el proceso que Bojacá quiere sumarle a la ruta de la miel que viene desde la finca de Quintero.
“Como entramos en el proyecto de abejas Meliponas y Apis, quisimos dar un valor agregado. Además, este trabajo genera identidad”, dice Bojacá mientras vierte la combinación de cera y miel sobre el molde. Para él, esa identidad de la que habla se refuerza con este tipo de actividades porque las figuras realizadas son de animales o frutos insignias de la reserva campesina que intentan proteger.
Al igual que Quintero, Bojacá sabe que lo que le falta a él y a la reserva campesina en general es financiamiento y la capacidad de que los proyectos se mantengan en el tiempo. “Si el presupuesto de un proyecto se acaba, no es imposible seguir, pero sí es difícil, por eso necesitamos financiamiento y fortalecimiento. Acá en la zona de reserva campesina estamos haciendo las cosas bien, pero aún estamos en etapa inicial, falta que sea 100% sustentable”, comenta.
Por ahora, entre ser asistente técnico y trabajar en el establecimiento del corredor del Oso de anteojos, Bojacá también espera sacar el tiempo para que, cuando “La ruta de la miel” sea una realidad, pueda sumarse. La idea es que todos los visitantes puedan llevarse un pedazo de miel y parafina que represente la biodiversidad de la reserva.
Reportería
Nicole Tatiana Bravo García
Gabriel Linares
Edición
Ángela Martin Laiton
Fotografía y videografía
Gabriel Linares
Esta historia fue producida con el apoyo de Earth Journalism Network