Los derechos humanos primero fueron los derechos del hombre. Las mujeres no estuvieron en la ecuación hasta hace apenas 75 años. Desde entonces, lideresas, organizaciones de mujeres y feministas han luchado por conquistar al menos cuatro derechos civiles y políticos primordiales: el derecho a una vida libre de violencias, a participar políticamente, a disfrutar la sexualidad sin ningún tipo de violencia y a poseer tierra.
Sin embargo, en Colombia las mujeres todavía no tienen ninguno de estos cuatro plenamente garantizado. En 2022, 614 mujeres fueron víctimas de feminicidio, o sea, fueron asesinadas por el hecho de serlo. Este año van al menos 28 casos. También el año pasado, 47 771 sufrieron violencia en el ámbito familiar y, los casos de violencias sexuales no se detienen: ni las calles ni el campo ni los hogares parecen seguros para las mujeres y las niñas.
Tampoco hay garantías para que las mujeres participen en política. En instituciones nacionales, como el Congreso de la República, apenas el 30 por ciento de sus miembros son mujeres. Y en espacios locales y comunitarios el escenario no es mucho más alentador.
En cuanto a la tenencia de la tierra, las mujeres pudieron ser dueñas de sus predios apenas desde 1994, con la Ley 160. A pesar de que han pasado 20 años, y ha habido avances, el 64 por ciento de la tierra titulada a nivel individual sigue estando en manos de hombres.
En este contexto, muchas mujeres del país siguen luchando. Eso hacen Edilma Loperena, Yolanda Perea, Elizabeth Moreno y Liuba Molina, cuatro mujeres que trabajan para que estos, y otros derechos, por fin se les garanticen a las mujeres colombianas.
Edilma, Yolanda, Elizabeth y Liuba compartieron con Consonante su manera de entender el mundo y las razones que las han impulsado a luchar, desde distintos roles y lugares, por ellas mismas y por otras mujeres. Estos son sus relatos.
DERECHO A UNA VIDA LIBRE DE VIOLENCIAS
Edilma Loperena: por una vida sin miedo y en armonía con la madre tierra
Es comisionada de Mujeres del pueblo indígena wiwa y consejera de mujeres ante la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC). Tiene 51 años y nació en Gostenke, una comunidad indígena en San Juan del Cesar. Acompaña a las víctimas de su pueblo ante la justicia propia y la justicia ordinaria.
Hace 20 años las mujeres wiwa estábamos en silencio. Teníamos miedo de alzar la voz y participar, y que un hombre se ofendiera y hubiera conflictos. No queríamos sumar problemas a la guerra que nos estaba atravesando a nosotras, o sea, a nuestro cuerpo, que es el territorio en el que vive nuestro pueblo.
Nosotras fuimos el parachoque de la violencia dentro y fuera del territorio. En el conflicto, los grupos armados nos quitaron a nuestros hijos, nos violentaron sexualmente, nos desaparecieron y nos desplazaron. Criamos niños sin padres y sin madres. Y los daños que vinieron con el desplazamiento fueron tantos que apenas si los hemos podido procesar. Niñas wiwa terminaron como “empleadas” domésticas en casas en las que a veces ni siquiera les pagaban y las sacaban acusándolas de ladronas. En otras ocasiones las utilizaron como objetos sexuales. Y pensábamos que la época de la esclavización ya había pasado.
Con la dispersión de nuestro pueblo vino otro daño: no volver a hablar nuestra lengua ni vestir nuestras prendas tradicionales. No participar de un solo confieso o de una reunión grupal, ni aprender a hacer nuestra música ni a bailarla. Las mujeres y las niñas perdieron la oportunidad de prepararse para llegar a ser sagas, o sea, guías espirituales del pueblo. Nosotras, las wiwa, somos las únicas de los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta que podemos llegar a ocupar un lugar de mando espiritual que está al nivel de los mamos. Sin embargo, perdimos casi una generación entera de sabias. Vivimos violencia cultural.
Yo también me desplacé, pero tuve la fortuna de no perderme en lo que está fuera. Por eso a principios de los años 2000, junto a un grupo de mujeres, empecé a investigar. Nos dimos cuenta de que no podíamos sumarnos al silencio de las que no pueden hablar. Había, y todavía hay, mujeres que se sienten más seguras callando, pero con una lideresa que las defienda.
Esas somos nosotras. Llevamos veinte años luchando para cambiar desde adentro y establecer los límites, y hacer cumplir la ley de origen, que es perfecta. ¿Cómo lograrlo? Estamos trabajando por llevar cada tipo de violencia a nuestro código de justicia, para que la ley nos defienda y no pasen impunes quienes nos violentan.
Creemos que con las tipificaciones pueden mejorar algunas situaciones, pero hay una que nos duele en nuestro cuerpo-territorio y que no se arregla con nuestra justicia propia. En nuestra forma de ver el mundo, las mujeres y la naturaleza somos una sola, por eso cuando se daña la madre tierra, se nos daña a nosotras. Nuestros senos son representados como lagunas, y por eso cuando se contaminan, se secan. Es como cuando estamos lactando y nos quedamos sin leche: no podemos dar nada más. La madre naturaleza se va quedando seca y no puede darnos más. Para nosotras es un error extraer lo que ella tiene, porque es lo que necesita para vivir. Ahí vienen los desequilibrios y las enfermedades. Las mujeres sufrimos esta violencia territorial.
Nuestra lucha es por que se respete el derecho de las niñas de andar libremente dentro de nuestro territorio, y porque ninguna mamá tenga que criar sola y en condiciones de pobreza a sus hijos. Porque ningún bebé se muera de hambre. Y trabajamos también para que, si se viola nuestro derecho a vivir una vida libre de violencias, al menos podamos tener justicia.
No somos enemigas de nadie. Queremos que esta conciencia la tengan todos: alcaldes, gobernadores, autoridades indígenas y hombres y mujeres del común.
DERECHO A LA PARTICIPACIÓN POLÍTICA
Elizabeth Moreno: la política comunitaria es con las mujeres
Es representante legal del Consejo Comunitario General del San Juan (Acadesan), que cuenta con 683 mil hectáreas de territorio colectivo en el Chocó. Nació en Togoromá, un caserío ubicado en la ribera del río San Juan en el municipio Litoral del San Juan, y en 2015 se convirtió en la primera mujer en representar Acadesan. En 2022 habló ante el Consejo de Seguridad de la ONU sobre la situación de conflicto de la región.
La política es social. No se trata solamente de las contiendas electorales para definir quién se quedará en alguno de los diferentes cargos que existen en el Estado. Lo que hacemos aquí, en nuestros territorios, que se trata de servir, es político. Los ejercicios de construcción de agenda para mejorar nuestras condiciones de vida como pueblo afro son políticos. La juntanza de las mujeres afro, indígenas y mestizas de la región del Pacífico es política, más aún cuando el conflicto armado, el abandono estatal y la hegemonía política blanca nos ha definido como un elemento de la casa o un elemento que nace para la servidumbre. Pero no, nosotras hablamos sobre cómo queremos vivir, cómo queremos que nos traten y cómo queremos participar. Esa es nuestra lucha.
Hace ocho años llegué a la representación legal de Acadesan. Hasta ese momento, las mujeres solo habíamos ocupado cargos menores al interior de la organización. Éramos secretarias o “vocales”, que no era más que hacer llamadas y organizar encuentros: un trabajo importante para que las cosas anden, pero no teníamos poder de decisión. Pasaron 27 años para que llegara una mujer a decidir.
Desde ahí mi preocupación fue que mi figura, la de la líder, no fuera el punto más alto al que se pudiera aspirar. Al contrario, he querido ser el trampolín que les sirve a otras mujeres para que lleguen al mismo nivel de participación política, o que superen este liderazgo y hagan más incidencia frente a todo lo que vivimos. Lo que yo quería era abrir el camino.
Hoy hay más de diez mujeres en mi territorio que son presidentes de consejos comunitarios, mujeres que son concejales y otras que están aspirando a las nuevas contiendas, o que están representando al territorio en los espacios de paz y derechos humanos. Y no solo ellas, después de trabajar en tres proyectos de equidad de género, muchas han perdido el miedo a hablar y dar su opinión.
Hemos avanzado. A nivel nacional las mujeres afro tenemos una representatividad que nos ha permitido soñar, que es con la vicepresidenta Francia Márquez. Y tenemos la ministra de Educación, la consejera, la embajadora… Todo esto nos da valor para seguir buscando. Hace falta desde los territorios. Tenemos que seguir trabajando en la capacitación de las mujeres, en derrumbar el machismo de afuera y de adentro, y cambiando nuestro territorio. Tenemos que seguir fortaleciendo a los jóvenes, brindándoles oportunidades para que sueñen con un diploma en las manos, en vez de un fusil.
Queremos vivir en paz. Queremos que el gobierno y la cooperación internacional apoyen nuestros liderazgos para continuar defendiendo nuestro territorio y cambiando una sociedad que quiere participación política con igualdad y equidad.
DERECHO A VIVIR LA SEXUALIDAD SIN NINGÚN TIPO DE VIOLENCIA
Yolanda Perea, una vida de lucha contra la violencia sexual
Lideresa social y defensora de derechos humanos. Nació en Riosucio (Chocó), donde fue violentada sexualmente a los 9 años por un combatiente de las Farc. Como líder y víctima trabaja con mujeres chocoanas desde la organización Ruta Pacífica de las Mujeres y su iniciativa Arrópame con tu esperanza. Tiene 39 años y es estudiante de tercer semestre de Derecho.
Yo siento que todo es político. Hasta el sexo es político. Por eso debe ser dialogado, debe ser hablado y consensuado. Y no permito, como víctima directa, que la sexualidad de la mujer sea a las malas. Porque ya sé lo que es que te obliguen, que te violen. Y no se trata solamente de tener relaciones, sino también con la anticoncepción, con el embarazo y con el aborto.
En nuestros territorios, los de las mujeres indígenas y negras, todavía se ve que los hombres son los que quieren mandar en todo: quieren que las mujeres tengan los hijos que ellos quieran, a pesar de que no sean responsables después. ¿Y dónde quedan ellas? En la sexualidad es importante que podamos pensar en qué siento yo, qué quiero, cómo quiero, cuándo. Porque mi cuerpo es mío y yo decido. Mi cuerpo no está a disposición de nadie más.
En eso hemos avanzado, claro que lo hemos hecho. Pero las mujeres y las niñas seguimos sufriendo violencias en el ámbito familiar y en el conflicto armado. No se respeta nuestro derecho a vivir la sexualidad sin violencias. Y se trata también de poder.
Cuando tienen armas, los hombres se envalentonan. Cuando están en estos grupos, sienten que pueden pasar por encima de las mujeres, pero son tan cobardes que cuando la mujer toma la determinación de denunciar y enfrentarlos, lo que hacen es matarla, amenazarla o desplazarla de su territorio. Y sigue pasando. 36 908 mujeres han sido víctimas de violencias sexuales en el conflicto armado. Y es por ser mujeres. Hasta la Corte Constitucional lo ha dicho: por el hecho de ser mujer tenemos más de 13 formas de ser violentadas. ¿Y quién nos defiende? Hay muchos funcionarios que aún no están capacitados para atendernos.
En nuestros territorios si no está la justicia, tampoco la salud. En la cuenca del río Truandó o del río Salaquí, en Riosucio, una persona que tenga que ir al médico debe hacer la travesía de la muerte: los ríos pueden estar tan secos que la persona puede morir mientras arrastran la champa por encima de las palizadas. A otras personas tienen que sacarlas a lomo de mula desde comunidades que están a tres días de camino. ¿Cómo van a garantizar los derechos a una mujer que fue violada, que necesita una pastilla del día después y medicamentos para prevenir enfermedades? Incluso, ¿cómo van a garantizarle el derecho a escoger métodos anticonceptivos y un aborto?
Creo que para garantizar nuestro derecho a una sexualidad sin ningún tipo de violencia tenemos que formar a la niñez y a la juventud en educación sexual y en prevención de violencias, y más en violencias basadas en género. Y también creo que tenemos que revisar las penas contra las personas que violan estos derechos. Si nos vamos más al fondo, también tenemos que resolver las situaciones de pobreza que permiten el conflicto.
Yo sigo y seguiré contando mi historia. Cuando tenía nueve años y me violaron no conocía una ruta que hoy conozco, por eso quiero prevenir a otras mujeres y niñas para que no sufran el horror que yo sufrí.
DERECHO A LA PROPIEDAD DE LA TIERRA
Liuba Molina: tierra para las campesinas que la trabajan
Es representante legal de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC) en San Juan del Cesar (La Guajira). Nació y vive en el corregimiento El Tablazo. Es una mujer campesina y administradora de empresas que se ha dedicado a promover la participación de las mujeres en los proyectos que incluyen a esta población.
Mi papá era agricultor y ganadero. Los recuerdos de mi niñez ocurren en la finca en la que crecí: bien temprano me iba para el monte en el que estaba mi papá ordeñando las vacas, y en mis manos llevaba un pocillo de café. Al llegar, ponía el pocillo debajo de la ubre, y así era como me tomaba mi café con leche. En esa misma finca, entre los cultivos de algodón, ajonjolí y sorgo, aprendí a hacer todas las labores del campo. Soy cien por ciento campesina, y por eso celebro que, a medida que fui creciendo, las leyes para las mujeres como yo fueron mejorando.
Antes de que las mujeres tuviéramos derecho a ser propietarias de la tierra, de la misma que cultivamos y protegemos, nos sentíamos limitadas. El único trabajo que era considerado era el que hacía el hombre, y no el de nosotras, que limpiamos, sembramos, cuidamos animales, cortamos leña y recogemos agua y cocinamos.
Tener tierra, para nosotras, es tener certeza de que podemos vivir bien, trabajar con amor y tener el sustento de nuestras familias. La tierra significa tanto para nosotras las campesinas que nos preocupamos por cuidarla. Nosotras sembramos árboles, cocinamos con leña seca que cae, limpiamos la tierra con pala y no con químicos, y conservamos los acuíferos.
Pero la verdad es que la normatividad hay que hacerla valer. Hay grupos de mujeres aquí que tienen el deseo de tener tierra, pero no la tenemos. En el campo, en varias de las comunidades cercanas a la mía, he encontrado que apenas el 2% de las mujeres tienen la tierra a su nombre. Y tenemos que acceder a este derecho.
Como líder campesina trabajo para que las mujeres tengan derecho al trabajo. Ellas son mayoría en nuestros proyectos, pero tiene que haber un mayor compromiso de parte del gobierno nacional para darle una mano a las mujeres que necesiten tierra o que deban titular. ¿Quiénes tienen la tierra todavía? Los terratenientes, los hombres. La discriminación sigue.
Será una gran revolución cuando el derecho a la tierra, a la vivienda, a la salud y a la educación para las campesinas se nos garantice.