En una casa de madera, a orillas del río Inírida, una abuela puinave le canta a su nieta una melodía antigua. La niña escucha en silencio. Entiende cada palabra, pero no responde. Ni siquiera cuando su abuela le pregunta en lengua qué quiere desayunar. La niña solo sonríe y contesta en español: “pan con chocolate”. Ese momento, aparentemente trivial, encierra una de las heridas más profundas que hoy atraviesa la cultura en el Guainía: la pérdida de la lengua materna.
En las comunidades puinave cercanas a Inírida, cada vez más niños y niñas entienden su lengua ancestral, pero no la hablan. Y lo que no se habla, se pierde.
La urbanización, la migración interna, la influencia de iglesias evangélicas, un sistema educativo que prioriza el castellano y la ausencia de políticas públicas con enfoque cultural están acelerando este desarraigo silencioso.
En el aula, el español es la lengua dominante. En casa, muchos padres, al provenir de distintas etnias, optan por el español como lengua común. Y en la calle, hablar en lengua puede ser motivo de burla. “Les da pena que los compañeros los escuchen”, dice un docente. “En la casa ya no se conversa en lengua”, repite otro. El resultado es un corte generacional: los abuelos hablan; los padres mezclan; los niños callan.

“Negar la lengua es como negar a la mamá”
Alfonso Díaz lo dice sin rodeos. Maestro bilingüe desde 1980, jubilado, líder del pueblo puinave y referente moral en su comunidad, Díaz ha sido testigo de cómo su lengua se va silenciando poco a poco.
“Nuestros paisanos están equivocados”, afirma con voz firme. “Creen que el castellano es lo más importante y les dicen a sus hijos que no hablen la lengua. Nuestra identidad está amenazada porque ya no se comparte el mingao, ya no se come en el mismo plato. Negar la lengua es como negar a la mamá, la sangre”.
Díaz recuerda que cuando era joven, estaba prohibido hablar lengua en la escuela. Solo el español era considerado válido. Luego vinieron los misioneros evangélicos. “Sofía Müller decía que era mejor que se murieran las costumbres”, recuerda. Aún hoy, muchas prácticas culturales han sido estigmatizadas como “atrasadas” o “paganismo”.
Sin embargo, su mensaje no es de resignación, sino de resistencia: “Saquemos nuestros hijos adelante con estudio, pero sin perder nuestros usos y costumbres. Que los padres aconsejen, que los hijos tengan horario, proyección de vida, que no busquen pareja a temprana edad”.
La pérdida de la lengua no es un fenómeno espontáneo. Tiene raíces estructurales. Así lo explica Elkin Arcesio Granda Pérez, rector del colegio Francisco de Miranda, con más de tres décadas de experiencia en etnoeducación: “Hay casos donde los padres hablan lenguas diferentes, entonces el niño opta por hablar solo español. Además, muchos lo entienden pero no lo escriben. El docente tiene que investigar más: ¿de dónde viene el niño? ¿Qué vive fuera del aula?”
El problema, agrega, no es sólo lingüístico. También influye el conflicto armado, la ausencia de figuras paternas, el desplazamiento forzado, la pobreza. “Necesitamos docentes del territorio, con enfoque cultural, preparados no solo por plata, sino por convicción.”
Fortunato Meregildo, rector de seis sedes rurales a orillas del río Inírida y miembro del pueblo curripaco, lo resume con una frase lapidaria: “El problema está en casa”. Aunque las escuelas rurales intentan usar tanto lengua como castellano, la falta de continuidad en el hogar debilita el aprendizaje. A esto se suma otro obstáculo: la falta de una grafía unificada para las lenguas del Guainía, lo que dificulta la producción de materiales escolares. “Y la tecnología también nos está alejando de lo esencial: hay que salir del aula, caminar el conocimiento.”
Esa desconexión entre escuela y territorio es una de las preocupaciones de Yulitza Lasso Ipia, docente indígena de la Institución Educativa Rural Internado de La Ceiba. Como mujer puinave, madre, licenciada en etnoeducación y cultura, y estudiante de maestría en pedagogías comunitarias, Lasso conoce bien los desafíos que enfrentan sus estudiantes y sus propias hijas.
“La mayoría de nuestros niños y jóvenes entienden la lengua, pero no la hablan. Tienen miedo a equivocarse o a que los demás se burlen. A veces incluso los padres no dominan bien el idioma y prefieren no hablarlo”, explica.
Desde su experiencia como docente, también ha visto cómo el sistema escolar muchas veces falla en adaptar los procesos educativos al contexto cultural. “Las estrategias de enseñanza de la lengua no están unificadas. Falta formación para los docentes, pero también falta reconocimiento y apoyo institucional”, dice.
Aún así, apuesta por la transformación desde adentro. Ha desarrollado proyectos pedagógicos en los que involucra a sabedores, utiliza cuentos tradicionales, grabaciones orales y ejercicios de traducción para conectar a los estudiantes con su herencia lingüística. “El niño debe entender que la lengua no es algo del pasado, es algo que vive en él. Y para eso hay que vincularla con la vida diaria, no dejarla solo en el aula”.

No es solo una lengua: es una forma de estar en el mundo
La pérdida de una lengua no es solo un asunto lingüístico. Es también una pérdida cultural, espiritual, ecológica. Cada palabra que desaparece arrastra con ella una forma única de entender el mundo. Los nombres de los árboles, de los ríos, de los animales. Las formas de saludar, de contar el tiempo, de rezar o de sanar. Las lenguas indígenas no son solo medios de comunicación: son estructuras de pensamiento, cosmovisiones completas.
El Guainía no solo es biodiverso, también es profundamente pluricultural. Pero esa riqueza está amenazada si no se protege el principal vehículo de transmisión intergeneracional: la lengua.
En discursos públicos, documentos oficiales y reuniones institucionales, se habla de “educación propia”, de formar maestros en lengua, de producir cuentos y cartillas en idiomas originarios. Pero en la práctica, el currículo sigue siendo homogéneo. El aula rural sigue desprovista de herramientas pedagógicas con enfoque cultural. Los niños siguen aprendiendo en un sistema ajeno a su mundo.
El olvido de la lengua puinave también deja grietas en la relación con la naturaleza. Lo explica un líder comunitario mientras camina por un caño contaminado: “Los abuelos nos enseñaban que el bosque tiene dueño, que no se tumba por gusto, que si uno entra a cazar debe pedir permiso con el pensamiento”. Pero ya casi no hay niños que escuchen esos consejos. Ni en lengua, ni en español.
La lengua no solo nombra el mundo: lo regula. A través de ella se establecen normas ancestrales para respetar el monte, el río, los animales. “Cuando el niño no habla lengua, tampoco entiende por qué no debe matar una danta preñada o dañar una ceiba”, dice un docente indígena en una escuela rural. Sin lengua, los códigos culturales que protegían la selva empiezan a diluirse.
Además, muchas de las palabras puinave no tienen traducción exacta al español. Son conceptos complejos que combinan el cuidado, el respeto y la reciprocidad. En lengua, por ejemplo, se puede nombrar el tipo de silencio que hay antes de la lluvia o la forma en que un pez se deja atrapar por respeto a quien lo invoca con canto. Ese conocimiento ecológico profundo, transmitido oralmente, también está en riesgo.
Mientras tanto, los sabedores mueren, los cuentos se olvidan, los cantos se apagan.
¿Qué se puede hacer?
Desde las comunidades, las propuestas son claras y nacen de la experiencia y la urgencia. Es necesario crear proyectos comunitarios de revitalización lingüística que involucren a todas las generaciones y no se limiten al aula. También se deben diseñar y distribuir materiales escolares en lengua originaria, adaptados a los contextos locales, para que los niños puedan aprender a leer y escribir su idioma desde pequeños.
Formar jóvenes como aprendices de sabedores —no solo como estudiantes, sino como futuros portadores del conocimiento ancestral— es clave para garantizar la continuidad cultural.
Además, fortalecer la educación propia implica exigir que los docentes tengan perfiles culturales adecuados, con conocimiento del territorio, la lengua y las dinámicas comunitarias. Finalmente, los medios comunitarios deben ser aliados en esta tarea: contar historias, emitir cantos, compartir consejos en lengua, para que el idioma no solo se escuche en la escuela, sino también en la radio, en los celulares, en los altavoces del resguardo.
Solo así, con acciones concretas y sostenidas, se podrá evitar que el puinave y las lenguas indígenas amazónicas en general, se conviertan en un eco sin respuesta.
También es necesario que el Estado reconozca que revitalizar una lengua no es una tarea folclórica, sino una responsabilidad constitucional. Y que los pueblos indígenas no necesitan “salvarse”, sino ser escuchados, respetados y acompañados en su lucha por no desaparecer culturalmente.
Una esperanza en voz baja
En la misma casa donde empezó esta historia, la abuela sigue cantando. A veces, la nieta tararea. Otras veces, repite una palabra. ‘Abusic’, dice, cuando tiene hambre.
Esa chispa, aunque pequeña, es una esperanza. Porque mientras haya quien escuche, quien entienda, quien intente decir —aunque sea una palabra—, hay una lengua que aún respira.