En la Amazonía el tiempo ya no obedece a las estaciones. Las lluvias caen cuando no deberían. Los frutos maduran fuera de fecha. Los ríos suben antes de que los peces desoven. En las tardes, el calor se queda pegado al cuerpo hasta la medianoche. “El mundo se está desordenando”, dicen los mayores. No lo dicen como un dato científico, sino como un lamento.
A pocos días de la COP30, que se celebrará en Belém do Pará, Brasil, las voces de líderes y lideresas amazónicos retumban con fuerza desde las orillas del río y las profundidades de la selva. Exigen algo tan elemental como justo: que los recursos y las decisiones sobre la protección del Amazonas lleguen directamente a quienes lo habitan. Porque la Amazonía no solo es un territorio natural; es también un territorio político y económico en disputa, donde se cruzan intereses de empresas extractivas, gobiernos nacionales, fondos internacionales y pueblos que aún reclaman soberanía sobre su casa verde.

El cambio climático, ese tema que ha ocupado titulares, conferencias y tratados, pocas veces se ha mirado desde aquí: desde la selva que respira, desde los pueblos que leen el cielo como un libro abierto. Mientras los informes globales hablan de emisiones y grados centígrados, los Uitoto, Muinane, Nonuya, Ticuna y Cocama miden el cambio en la piel del río, en la floración de los árboles, en el vuelo de las aves. Como documenta el antropólogo Juan Álvaro Echeverri, desde la década de 1990 los pueblos del interfluvio Caquetá-Putumayo y del Trapecio amazónico comenzaron a percibir alteraciones evidentes en la estacionalidad: los pulsos de inundación y descenso de los ríos se desincronizaron con la maduración de los frutos silvestres, las estaciones comenzaron a ocurrir fuera de tiempo y el calor aumentó hasta hacerse insoportable.
En las chagras, el suelo quema los pies. En las malocas, los sabedores revisan los calendarios antiguos y encuentran que los cantos ya no coinciden con los ciclos de la naturaleza. No es solo el calor lo que inquieta: es el desacomodo del mundo. Porque para los pueblos amazónicos, el clima no es una cifra: es una relación. Y cuando esa relación se rompe, no se enferma el bosque: se enferma la vida entera.
Para los pueblos del interfluvio Caquetá-Putumayo y del Trapecio amazónico —como explica Echeverri —, el clima no es un fenómeno distante ni una amenaza abstracta: es una conversación entre la gente y la naturaleza. Cada lluvia, cada crecida del río, cada flor que se adelanta o se retrasa, tiene un mensaje que los mayores saben leer. Pero en los últimos años —dicen— los signos se han vuelto confusos, como si alguien hubiera desordenado las páginas del calendario ecológico que el Creador dejó al principio de los tiempos. En sus relatos, el desequilibrio del clima no es solo una consecuencia de la acción humana global, sino también una advertencia moral: un recordatorio de que las normas de respeto y reciprocidad con la tierra se están rompiendo.

Los datos del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam) confirman parte de lo que ellos han venido diciendo desde hace décadas. Echeverri señala que, entre 2000 y 2007, la temperatura promedio en zonas como Puerto Leguízamo aumentó medio grado respecto a los registros históricos, y hasta un grado en 2005. Pero lo que para la ciencia son tendencias estadísticas, para los pueblos indígenas son señales vitales. En los relatos de los Nonuya, por ejemplo, los peces ya no aparecen cuando los frutos maduran, y en el río Putumayo los agricultores abandonan sus chagras antes del mediodía porque el suelo arde. “El bosque está cansado”, resume un hombre mayor del medio Caquetá, con la calma de quien ha aprendido a medir el tiempo no en años, sino en silencios.
Durante las últimas décadas, los fondos destinados a la protección del bosque han aumentado, pero también las denuncias sobre su mala distribución. Lena Estrada Añokasi, lideresa Uitoto Minika de La Chorrera, en el Amazonas, dice que la estructura de financiamiento global está hecha para beneficiar a intermediarios, no a los pueblos.
“No puede ser que los recursos para la protección de la biodiversidad sigan siendo canalizados por entidades privadas que hacen que esos recursos no lleguen en su totalidad a los territorios. Eso está claro, eso lo sabemos”, dice con voz baja, sin perder el tono firme. “No es justo que las personas que están cuidando los territorios no tengan garantías económicas ni calidad de vida”.
Pide autonomía. Dice que los pueblos indígenas tienen la madurez y la capacidad para administrar los recursos que llegan a su nombre. “También somos gobiernos, y podemos trabajar de la mano con los gobiernos de los Estados”, insiste.
Mientras tanto, el bosque cambia. El calendario que antes ordenaba la vida de las comunidades —las lluvias, los vientos, el calor— se ha ido desacomodando. Según el antropólogo Juan Álvaro Echeverri, el año indígena comenzaba con el friaje, un tiempo de vientos fríos y lloviznas que llegaba en julio, cuando los ríos alcanzaban su punto más alto. Era, dicen los sabedores, “la menstruación de la tierra”: los días en que el mundo se renovaba. Después venían los veranos cortos —el del caimo, la piña, el chontaduro— y el “tiempo de gusano”, cuando el bosque hervía de insectos y el calor apretaba. Todo seguía un orden.
Ese orden se ha roto. Las estaciones, dice Echeverri, “están ocurriendo fuera del tiempo”: el friaje llega antes o no llega, los vientos se debilitan, las lluvias se confunden. “Llueve cuando no debe llover, hace calor cuando no debe hacer calor”, le dijo un indígena de Araracuara. Los pulsos del río se desincronizan, los peces desovan antes de tiempo, las frutas maduran fuera de estación. En las chagras, el suelo se calienta tanto que a mediodía nadie puede trabajar descalzo.
Los efectos se sienten en todo: en la alimentación, en la salud, en los rituales. Echeverri observó que las chagras sobre monte firme ya no logran arder del todo por falta de veranos secos; las siembras en los rebalses se pierden por inundaciones repentinas. El friaje, que antes limpiaba el aire, se ha vuelto débil. “Cuando no llega con fuerza —dicen los mayores—, la enfermedad se queda flotando en el aire”.
En los registros meteorológicos del Ideam, los datos confirman lo que la memoria indígena ya sabía: desde el año 2005, la temperatura promedio ha aumentado hasta un grado en algunas zonas del Caquetá y el Putumayo. Pero para los pueblos, el problema no está en los números. Está en la sensación de que el mundo ha perdido su ritmo.
Mientras los líderes políticos discuten compromisos en cifras y porcentajes de reducción de carbono, en el territorio amazónico la crisis ya se siente en la piel. Santiago Ramos Vento, vicecuraca de la comunidad de San Antonio de Los Lagos, en Leticia, lo explica sin rodeos:
“Ha sido un cambio muy grande en los últimos veinte años. Lo vemos en nuestra siembra, en el río, en las quebradas. Ya no hay esa cronología del tiempo de antes. El sol es más fuerte, las lluvias no llegan cuando deben, y eso afecta nuestra salud y nuestros cultivos”.

Por su lado, el antropólogo Juan Álvaro Echeverri documenta que, para los pueblos del Caquetá-Putumayo, el desajuste de las estaciones no solo es un fenómeno ambiental, sino una señal del desequilibrio del mundo. En sus relatos, el cambio climático no es obra de fuerzas lejanas, sino el reflejo de un desorden humano. “Antes —cuentan los mayores— los ancianos hablaban con el tiempo”. Dialogaban con la Madre del Verano, con el Abuelo de la Lluvia, con los vientos del friaje. Cada estación tenía su ritual, cada siembra su palabra. Esa conversación sostenía la salud de la naturaleza.
Ahora, dicen, se ha perdido el diálogo. “Si las plantas están bien, los niños están bien”, recuerdan los sabedores citados por Echeverri. Pero las plantas no están bien. El desorden de las lluvias, la falta de vientos y el calor creciente no solo alteran las cosechas: también erosionan los vínculos espirituales que mantenían a la comunidad en armonía con el bosque.
La voz de Ramos expresa una verdad que las estadísticas globales no alcanzan a transmitir: la alteración del ciclo climático está desestructurando la vida cotidiana, las prácticas ancestrales y la seguridad alimentaria de los pueblos amazónicos. A ello se suma una preocupación que se repite en muchas comunidades: la politización de los recursos.
“Debe llegar directamente el dinero a las comunidades. Aquí no puede haber intermediarios de ninguna índole”, insiste Ramos. “Queremos que nuestras propuestas sean escuchadas y que las decisiones no se tomen sin nuestra participación”.
En el corazón del Amazonas colombiano, el río más grande del mundo está cambiando. Francisco Leonardo, líder de la comunidad de Santa Sofía, describe un panorama que antes parecía impensable:
“El río se ha venido secando y ha presentado muchísimas playas que nunca veíamos en años anteriores. Esa sequía, con el fuerte sol, también afecta los cultivos. Ya no tenemos los veranos y los inviernos como antes”.
Echeverri explica que, en la interpretación indígena amazónica, el problema no está únicamente en la tierra o en el cielo, sino en lo social. El cambio climático y el cambio cultural se confunden en una misma herida. La entrada de la economía de mercado, la educación escolarizada, los medios de comunicación, los programas externos, han ido debilitando las formas tradicionales de hablar con la naturaleza. “El desorden en la naturaleza —dicen los mayores— es reflejo del desorden en la sociedad”.
Aun así, persiste la búsqueda. Las comunidades han aprendido a adaptarse: cambian las fechas de siembra, ensayan nuevas chagras, abandonan unas prácticas y recuperan otras. “Tenemos que aprender a hacer de todo para sobrevivir”, dijo un hombre Cocama del río Amazonas. En medio de las tormentas que ya no avisan y los veranos que no llegan, los pueblos amazónicos resisten al tiempo con la misma herramienta de siempre: su memoria.
Más allá de la crisis climática
Francisco Leonardo denuncia que aunque se habla del Amazonas en las grandes cumbres, los pueblos que lo habitan siguen al margen de las decisiones.
“Hay muchos recursos que se anuncian a nivel mundial, pero no llegan a quienes cuidan la selva. Tal vez las decisiones de los científicos son las más relevantes en estas cumbres, pero el conocimiento ancestral de los pueblos indígenas está siendo excluido”, dice, con la serenidad de quien ha aprendido a mirar los cambios desde el río.
El líder advierte, además, que la contaminación minera y petrolera que proviene de países vecinos ya está afectando la salud de los ecosistemas y de las comunidades.
“Los peces que consumimos ya no son sanos, tienen mercurio por la contaminación. Y si seguimos así, la vida del indígena ya no va a ser la misma”, lamenta.
A la variación de las lluvias y a la pérdida de fertilidad del suelo se suman otros males: la minería aurífera, la tala, el tráfico ilegal de coca, la presión del dinero.
“Estamos enceguecidos por el dinero —decía un hombre Uitoto citado por Echeverri—, los productos del bosque ahora se han vuelto negocio”.
Echeverri narra que los ancianos Muinane y Nonuya, reunidos en el río Caquetá, relacionan el desorden natural con la ruptura del orden moral. El peligro, dicen, viene también de “la palabra caliente” que sale del subsuelo: el petróleo y todo lo que arrastra —armas, alcohol, dinero, enfermedades—. Esa palabra, liberada por la gente blanca, recorre ahora la selva y transforma la vida. “Si todos estos cambios son el resultado de un desorden planetario —se preguntan—, ¿qué podemos nosotros, un pequeño grupo de gente, lograr?”. La respuesta, quizá, está en lo que Leonardo repite desde su comunidad: que las decisiones no pueden seguir tomándose lejos del territorio, ni sin escuchar a quienes lo cuidan.
La Amazonía se ha convertido en un símbolo de la lucha climática, pero también en un espejo que devuelve la incoherencia entre los discursos globales y las realidades del territorio. Desde los foros internacionales se pronuncian compromisos y cifras; aquí, en cambio, la sequía se mide por el silencio de los ríos y el hambre por la pérdida de las cosechas. Los pueblos indígenas no piden compasión: piden respeto, autonomía, cumplimiento.
La próxima COP30 en Brasil aparece como una promesa. Pero entre las comunidades persiste la sospecha de que, otra vez, sus voces quedarán fuera de la conversación. “Si no hay financiación directa, no vamos a lograr solucionar las necesidades básicas de la gente ni garantizar la seguridad en los territorios”, advirtió Lena Estrada, con la firmeza de quien ha aprendido que la espera también cansa.
Mientras tanto, el río se adelgaza, los cultivos se agotan, y los guardianes de la selva siguen de pie, repitiendo lo que el mundo parece olvidar: que sin justicia para los pueblos amazónicos, no habrá futuro posible para el clima del planeta.



