No estoy en un barco. Estoy en una pregunta. En una corriente que arrastra siglos de lucha, promesas rotas y sueños que se niegan a hundirse. Alguien a bordo dijo: “Esto no es turismo, es lucha”, y lo entendí tarde. Porque aquí nada es simple. Aquí el agua no refresca: arde. Aquí el río no separa: une. Aquí los que viajan no buscan llegar, sino demostrar que todavía hay futuro si el futuro tiene raíces.
Entonces habito mi pregunta hasta fundirme con ella: ¿Podrá la humanidad seguir habitando la Tierra sin olvidarse de ella?
En Puerto Nariño, una abuela ticuna me habló del Yacuruna. Lo llamó el hombre del agua. Dijo que vive en el fondo del río, donde el sol no alcanza y los peces obedecen su voz. Que a veces sube a la superficie, se transforma en un hombre hermoso y seduce a quien se atreve a mirarlo demasiado tiempo.
Esa noche, mientras la escuchaba, pensé que el Yacuruna no era solo un mito: era una advertencia. Que el río también tiene memoria, y que todo lo que se toca aquí —el agua, el aire, la madera, los cuerpos— tiene alma. Dicen que este ser acuático arrastra a los incautos hacia su mundo, pero también protege a quienes saben mirar sin miedo. Pienso que cuando la Caravana da Resposta zarpó por el Amazonas, él viajaba con nosotros: el espíritu del agua, vigilando a quienes navegan contra la corriente, los que se niegan a desaparecer.
Dos días después, mientras navegaba el río sin ver sus orillas, pensé en el Yacuruna. En su poder para cambiar de forma. En su manera de dominar el agua y a quienes la habitan.

La Caravana da Resposta avanzaba despacio, como si el Amazonas nos examinara antes de dejarnos pasar. A bordo viajábamos más de trescientas personas: indígenas, quilombolas, pescadores, agricultores, comunicadores. Veníamos de distintos rincones de la selva, de territorios golpeados por el fuego, el agronegocio y la minería. Pero también traíamos historias de resistencia, proyectos de agroecología, radios comunitarias, sueños de reforestación. La caravana era un cuerpo vivo que se movía por el agua, un llamado a defender lo que aún respira.
El barco partió de Sinop, la capital de la soja, siguiendo la misma ruta que recorren los cargamentos de granos hacia el Atlántico. Pero esta vez no eran máquinas ni camiones los que abrían camino. Era un barco lleno de gente que decidió navegar a contracorriente, para mostrar que otro modelo de vida es posible.
Avanzaba con lentitud, como si empujara el tiempo. De día, el sol caía sobre las planchas metálicas y hacía hervir el aire; de noche, el rumor del motor se confundía con el canto de los grillos y el chapoteo invisible de los peces. En la cubierta, jóvenes indígenas grababan mensajes para sus radios comunitarias, y los más viejos miraban el horizonte sin decir palabra. No había prisa. El Amazonas no permite la prisa.
La Caravana da Resposta no era solo un barco: era una declaración política en movimiento. Navegábamos para recordar que existen territorios donde la vida aún se defiende con las manos y con la palabra. Mientras los gobiernos discutían cifras de carbono y los grandes medios repetían las mismas frases sobre la “transición verde”, nosotros hablábamos de agroecología, de semillas, de la posibilidad de producir sin matar el bosque.
Una de las lideresas me dijo:
—La caravana no viaja para protestar, viaja para mostrar que ya existen respuestas.
Y entonces, no solo respondió mi pregunta inicial, también enumeró lo que el poder niega o ignora: cadenas de sociobiodiversidad, escuelas que enseñan en lengua originaria, jóvenes que filman con celulares la destrucción de sus ríos, comunidades que se organizan para demarcar sus tierras sin esperar al Estado.
En Belém, el barco sería cocina solidaria y casa colectiva durante la Cúpula dos Povos y la COP30. Pero ahora, en el río, era una especie de país flotante: trescientas personas de distintos pueblos, moviéndose juntas, compartiendo mandioca, café y relatos de resistencia.
En las conversaciones aparecía una palabra con insistencia: Ferrogrão. Una línea de hierro que aún no existe pero que ya causa heridas. La Ferrovía EF-170 —planificada para conectar Sinop, en Mato Grosso, con Miritituba, en Pará— promete eficiencia, modernidad y reducción de costos. Lo dicen los defensores del agronegocio, lo repiten los ministros. Pero quienes habitan la selva saben que ese progreso tiene otro nombre: desplazamiento, deforestación, especulación, envenenamiento.
Pedro Charbel, del movimiento Basta de Soya, habló una tarde frente al río, con el micrófono temblando entre sus manos.
—El agronegocio tiene poder en el Congreso, en el Ejecutivo, en el Judiciario —dijo—. Son los responsables de la crisis climática. Expulsan a los pueblos de sus tierras, destruyen la selva y luego la llaman desarrollo.
Detrás de él, el agua parecía escuchar.
Contó que el ferrocarril no llega solo: llega con grileiros, con pesticidas, con el precio de la vivienda disparado. Donde antes había cultivos de yuca, hoy hay monocultivos de soja; donde había peces, ahora hay mercurio; donde había comunidades, ahora hay vallas de empresas extranjeras. “Solo el anuncio del ferrocarril ya genera invasiones”, dijo. “Y si lo construyen, las barcazas de soja se multiplicarán por siete. Van a dragar los ríos, romper las piedras sagradas, destruir los lugares donde los peces se reproducen. Todo para llenar los bolsillos de una familia millonaria en Estados Unidos”.
"Y si lo construyen, las barcazas de soja se multiplicarán por siete. Van a dragar los ríos, romper las piedras sagradas, destruir los lugares donde los peces se reproducen. Todo para llenar los bolsillos de una familia millonaria en Estados Unidos".
Lo escuché hablar y pensé otra vez en el Yacuruna. En ese ser que seduce con belleza antes de arrastrar al fondo. Así se comporta el modelo que aquí llaman progreso: promete desarrollo, pero hunde. Hipnotiza con discursos de eficiencia y termina devorando los territorios, las costumbres, la posibilidad misma de seguir existiendo.
Esa noche, el río estaba oscuro y sereno. Desde la cubierta, las luces del barco dibujaban un camino de oro sobre el agua. Algunos bailaban al ritmo de tambores; otros dormían sobre hamacas colgadas entre columnas. Yo pensé que tal vez el Yacuruna nos seguía, curioso por esta multitud que, en lugar de temerle, había decidido navegar para enfrentarse a su hechizo.
Al amanecer, el barco despertaba como un pequeño pueblo. Una radio improvisada lanzaba canciones de resistencia que rebotaban en las paredes metálicas. Las voces indígenas se mezclaban con el rumor del motor y el canto de los pájaros. En la cubierta, las plumas de las coronas brillaban como brasas bajo el sol: rojas, verdes, doradas, azules. Cada color parecía una promesa.
El desayuno llegaba en canastos: frutas agroecológicas, mandioca, tapioca, pan de maíz. Todo lo que se servía había sido cultivado, recolectado y aportado por quienes viajaban a bordo. Era un banquete de la selva para alimentar una travesía que no era paseo, sino resistencia.
Claudivaldo Karo, coordinador de la juventud indígena del Pará, tomó el micrófono poco después.
—Nossos rios estão poluídos de mercúrio e nossas crianças lá não podem mais brincar —dijo, mirando el agua. Nadie respondió. No hacía falta. El silencio se volvió un modo de escucha.
La Caravana avanzaba hacia Belém. En las orillas, algunos poblados saludaban con banderas, otros miraban en silencio. Faltaban pocos días para la Cúpula dos Povos, que reuniría millones de personas, más de cien embarcaciones, líderes de todo el país: el cacique Raoni, Alessandra Munduruku, mujeres, pescadores, agricultores, comunicadores. Todos dispuestos a llevar sus voces hasta la COP30, donde se hablaría del futuro del planeta, pero pocos, tal vez, comprenderían lo que significa vivir dentro del bosque que aún resiste.
El río seguía siendo inmenso. Pero ya no parecía invencible.
El 10 de noviembre esperamos cinco horas a la orilla del río, en un punto donde la marea decide quién pasa y quién no. El barco —grande, nacido para ser testigo de un río primigenio— no podía avanzar hasta que el nivel del agua subiera lo suficiente para permitirle cruzar hacia Belém. Al atardecer, el río comenzó a moverse con una fuerza que parecía venir de otro mundo.
Los brasileños lo llaman pororoca. En lengua tupí-guaraní significa “gran estruendo”. Es una ola que se forma cuando el mar invade el Amazonas y el río se defiende con su propia furia. En esa frontera entre el agua dulce y la salada, todo tiembla. Las aguas se levantan, los árboles crujen, los pájaros huyen. Nadie habla. Solo se escucha el rugido de la selva devolviéndole el golpe al océano.
Cuando la última noche cayó sobre el río, las luces del barco se reflejaron en el agua como si el Yacuruna nos acompañara. Pensé en su reino subacuático, en su poder de transformar, de arrastrar. Pero esta vez el poder era otro: el de quienes, desde el corazón de la selva, reman contra la corriente y se niegan a desaparecer.
Entre ellos estaba Railan do Santos Lima, un joven quilombola del territorio de Murumuru, a orillas del río Maicá. Me habló del calor que ya no deja dormir, del açaí que escasea, del agua que se seca y del regreso de muchos al quilombo porque la ciudad arde. Dijo que el territorio es más que tierra: es casa, cuerpo, memoria.
—Nosso maior desafio —me dijo— é não esquecer quem somos, mesmo quando tudo muda ao nosso redor.
En su comunidad, los viejos cuentan que el murumuru —una palmera con espinas de medio metro— salvó a los primeros negros que huyeron de la esclavitud: las espinas impidieron que los cazaran. Por eso el quilombo lleva su nombre. Desde entonces, la defensa del territorio ha sido una forma de continuar ese acto de fuga, pero también de permanencia.
Railan contó que hoy el enemigo ya no lleva látigo, sino traje, maletín y discurso de progreso. Que la sequía, el agronegocio, la minería y el abandono del Estado son los nuevos dueños del látigo. Pero aun así, dijo, el quilombo se levanta, estudia, siembra, celebra el Festival del Açaí cada agosto, y enseña a sus jóvenes que el conocimiento también puede ser una forma de resistencia.
Mientras hablaba, el barco volvió a moverse. La marea había subido. A lo lejos, Belém comenzaba a brillar con luces de ciudad. Pronto llegaríamos. En la cubierta, los tambores sonaban, las coronas de plumas centelleaban bajo las lámparas, y alguien encendió la radio: una voz en portugués anunciaba que cientos de embarcaciones se acercaban a la capital del Pará, trayendo consigo a los pueblos del agua, del bosque, del barro y del fuego.











