Hay pueblos que lamentan el terror ejercido a través de las palabras. Otros que han debido callar para evitar su exterminio. Y otros que hablan en su lengua materna como la única promesa de habitar el mundo. Dentro de los primeros está el dominicano, cuando el dictador Rafael Leónidas Trujillo, en 1937, se paró en la punta de la lengua para cometer un genocidio.
La académica Áurea Sotomayor-Miletti cuenta en su tesis, Pronunciar “perejil” en el río Masacre, cómo tres novelas (entre ellas Krik? Krak! de Edwidge Danticat -Haití) repasan el episodio en el que militares dominicanos obligaban a decir perejil para determinar el derecho a existir: una erre en lengua creole bastó para matar 20 mil haitianos.
Entre los segundos pueblos, sin ir más lejos, está el caso de la etnia Ette Ennaka (chimilas), quienes ocupaban el departamento colombiano del Magdalena y cuya supervivencia dependía de su silencio. Ahora depende de la prolongación de su idioma.
Aunque en 2010 la Unesco estableció el 23 de abril como un día para que Hispanoamérica homenajee a Miguel de Cervantes Saavedra, autor de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, escrito en castellano. En Colombia, una nación multilingüe, el español se celebra hace 86 años.
En 1938, cuando Trujillo terminó su mandato en República Dominicana, el entonces presidente de Colombia Alfonso López Pumarejo decretó que las instituciones educativas de todo el país debían “dictar conferencias sobre el idioma español y leer a trozos escogidos El Quijote o de otras obras célebres de la literatura española”.
Si bien en febrero se celebra el Día Nacional de las Lenguas Nativas, todavía no hay un decreto que abra la ventana hacia la afro-etnoeducación colombiana para garantizar la coexistencia de las 65 lenguas dentro del territorio nacional. Consonante habló con el lingüista Abel Santos Angarita y la historiadora Samia González para comprender la importancia de que ocurra.
Habitar el mundo con la palabra
Como el Quijote, los pueblos indígenas del sur colombiano tienen su propia literatura de referencia idiomática, en palabras de Abel Santos Angarita, doctor en lenguas y profesor de la Universidad Nacional sede Amazonía.
“Eso no quiere decir que tengamos la misma historia, pero sí el mismo origen”, explica el profesor. “Es decir: el origen común entre los cocamas, yaguas o magüta (tikuna), por ejemplo, es el agua, pero cada uno, sea pueblo de centro o de los Jaguares del Yuruparí en el Amazonas, tiene su propia historia”.
Así como el castellano no nació con Cervantes, pues se alimentó del latín, el árabe, voces amerindias y expresiones celtas y griegas; en el caso de las lenguas indígenas no hay tanta distancia, pero las palabras son, a su vez, seres vivos.
“Lo primero es que nuestra lengua es polisemántica: una sola palabra indica tantos orígenes como explicaciones (Muinane, por ejemplo, significa “hombre de la desembocadura del río”); lo segundo es que es aglutinante: infija, sufija o prefija (numeral, temporal, sujeto, objeto) y lo tercero es que es una lengua inalienable”.
Por ejemplo, detalla el lingüista magüta, “Naane, traducido, podría asumirse como territorio. Está conformado por tres morfemas: una raíz que es Na; un verbo que es a y un sustantivo que es ne”. La raíz Na traduce Ser. “Por eso, decimos que el territorio es un cuerpo viviente. Así lo pensamos cuando lo nombramos. Naane traduce también territorialidad, mi ser inserto en la naturaleza... Pero Na no está solo en lo físico. Es también lo invisible. Naūne es el cuerpo”.
Como en el sur del país, hay en los demás lugares un deseo por ser escuchados con la simbología implícita en sus lenguas. La filosofía Ubuntu y Muntu de los pueblos sudafricanos, por ejemplo, contiene un sentido espiritual que los pueblos afro en Colombia todavía enuncian.
Según la historiadora Samia González, también estudiante de Doctorado en Humanidades y Culturas Afrolatinoamericanas, la palabra usada por la vicepresidenta Francia Márquez en campaña, Ubuntu, que significa “Soy porque somos”, puso en evidencia el desconocimiento sobre cómo habita en la palabra la espiritualidad.
Hay trabajos para evidenciar improntas africanas en la lengua española, según explica la académica, y aclara que además de poco conocimiento sobre la herencia africana del lenguaje, su uso ha derivado en connotaciones racistas a partir de la traducción poscolonial.
“Mandinga sea, por ejemplo, refiere a un pueblo africano que, en el choque de cosmogonías y por la consideración europea de que lo de ellos era superior, implicó un señalamiento con algo de barbarismo”, explica la historiadora.
“Lo que consideraron pagano lo satanizaron. En esa medida aparecieron otras palabras en América que se fueron resignificando con la herencia europea de forma negativa, como el caso de Candanga (traducido como demonio)”.
Agotar el mundo con la palabra
Las conversaciones de las etnias indígenas y afrodescendientes con el Ministerio de Educación no pasan del verbo a la acción. La Cátedra de Estudios Afrocolombianos sentó la importancia de incluir la afro-etnoeducación en el Ministerio, pero el diálogo es escaso y lo acordado no ha sido implementado por el Estado.
“Lo que se ha hecho, son esfuerzos particulares —no desde el movimiento afro coordinado ni de manera sistemática—; han sido líderes que han visto en peligro las lenguas criollas con raíces africanas y, por lo tanto, han buscado formas de interlocución con el Estado. Pero el diálogo ha sido estéril porque no vemos una respuesta acorde a la necesidad”, expresa González.
La académica reconoce que se han dado pasos en regiones, como en San Basilio de Palenque, por recuperar y resignificar lenguas y dialectos; también en San Andrés y Providencia con los raizales y con el creole como lengua nativa, “pero las comunidades están interesadas en rescatar más y todavía faltan esfuerzos institucionales”, añade.
Desde el sur del país es el mismo clamor. La extinción de las lenguas indígenas en Colombia se da, por una parte y según Santos Angarita, por atentados y masacres. “También cuando nos imponen una narrativa que acaba con las creencias, tradiciones y la lengua. Hay muchos ejemplos de eso: las iglesias católicas, las evangélicas, inclusive algunos proyectos estatales -que además suceden de manera silenciosa”.
Por eso, los pueblos indígenas de Colombia, en sus términos, piden a gritos al resto de la sociedad, a las universidades y los ministerios, implementar una educación bilingüe o multilingüe porque, de alguna manera, “el sistema actual deja ver todo lo que existe desde el lenguaje como un recurso”.
Eso es lo que determina para el profesor indígena ver el bosque como una despensa inagotable para extraer medicina o un recurso maderero, y no como un bosque.
“Naaneküma, en Magüta, podría ser traducido fácilmente como recursos naturales pero, en lengua, no es eso. Naaneküma es agua, árboles, tierra, lagunas, aire y quiere decir que yo soy una extensión de todo eso y que eso es parte integral de mi corporalidad, pensamiento y comportamiento”.
Abel Santos Angarita, indígena magüta
La Mesa Permanente de Concertación con los Pueblos y Organizaciones Indígenas ha insistido en formas de recuperar un plan de vida intercultural para reivindicar lenguas maternas. “Ojalá no muy tarde nos sentemos con el Ministerio del Interior, Educación y de Justicia para que respeten las sentencias que exigen la etnoeducación de nuestros pueblos, con su lengua, y donde el Estado es simplemente un garante, pero no cumple”, agrega el profesor Santos Angarita.
Las lenguas y su carácter simbólico dentro de un sistema educativo más plural, creen ambas fuentes, podrían pacificar el país por lo que traen consigo. “Es necesario y estamos en mora de implementar esa transición y ese diálogo de respeto intercultural”, dice González.
Para la historiadora, la lengua es el primer vehículo y, por tanto, sobre la lengua se hacen acuerdos. “Es urgente repensarla y repensar las herencias en la lengua para redimensionar el mundo y la cosmogonía tando de los pueblos indígenas y afrodescendientes avasallados en América, y de todos”.
Santos Angarita, por su parte, cree que a través de la lengua viene todo el sistema de conocimiento porque, a partir de ella, “bajan historias, curaciones, elementos para entender”. Para el lingüista, el primer paso para la afro-etnoeducación en Colombia sería el reconocimiento de que decimos lo mismo pero en distintas palabras: “sabemos que existen los Bora, Arhuacos, pero no entendemos qué piensan del mundo como cualquier pueblo y dónde está eso: en la palabra”.
El decreto vigente de López Pumarejo es para González la muestra de que en Colombia el Estado ha sido construido de forma hegemónica por unas élites europeas que heredaron el poder. “Las mismas que, desde el siglo XIX hasta ahora, han pensado de forma vertical hacia todos los pueblos que componen la nación. Y los letrados colombianos, que se consideran dueños del monopolio de la cultura, que producen, conducen y reproducen las formas hegemónicas de entender el mundo”.