En la mañana del sábado 27 de mayo la comunidad afrocolombiana del sector El Dieciocho en El Carmen de Atrato hizo un llamado de ayuda. Dos miembros de la comunidad encontraron a Emérita Gómez Rivas en el suelo, al lado de su casa. Tenía sangre en la cabeza y se quejaba de dolor. La comunidad afro pidió ayuda para la mujer de 63 años, pero nadie acudió. Un par de horas después, una ambulancia del corregimiento de Tutunendo llegó y la llevó al Hospital Ismael Roldán, en Quibdó para que fuera atendida. En la zona hubo peleas. Los afro afirmaron que Emérita fue atacada por un joven indígena del resguardo que colinda con el territorio afro, y los indígenas afirman que la mujer perdió el equilibrio y se cayó. Lo cierto es que Emérita quedó con heridas graves que afectaron su oído izquierdo.
El episodio volvió a encender el conflicto que estas dos etnias han sostenido por nueve años, y que tiene como explicación material la tenencia de 24 hectáreas y 2.555 metros cuadrados de tierra: hace nueve años las comunidades acordaron que esa cantidad de terreno sería para la comunidad afro, y que otras 1.051 hectáreas serían para el resguardo indígena.
Sin embargo, los líderes del resguardo desconocen que esa decisión haya sido producto de un acuerdo, y piden que les den la tierra. Mientras tanto, los afro insisten en que la tierra es suya. El lío ha trascendido a las relaciones y diferencias entre estos grupos étnicos que tienen más cosas en común que las que han conocido. Por ejemplo, sus historias de desplazamiento forzado y exigencia de derechos.
Las raíces del conflicto: el desplazamiento y las diferencias culturales
A principios de los años 90, el sector de El Dieciocho era el lugar predilecto para que camioneros y viajeros en general recargaran energías: a orillas de la “trocha” se compraban y consumían los pasteles de arroz y cerdo más famosos de esa región. Los vendían las mujeres de la comunidad afro que se asentó ahí desde los años 50 y fue testigo de los cambios de la región, desde la pavimentación de varios tramos de la vía Quibdó-Medellín (en la que participaron muchas personas de la comunidad) hasta el avance de distintos grupos armados que en 1996 los llevaron a desplazarse masivamente.
Por esos mismos años, un grupo de indígenas desplazados del Alto Andágueda, en Bagadó, llegó a la zona de la mano del antiguo Incoder. Las familias habían salido de su río por cuenta de la violencia ejercida por mineros y grupos armados, y lograron que el Estado les diera una finca en la que se conformó el Resguardo La Playa, a una hora y media de camino a pie de la vía principal. En esa finca cultivaron, hasta que una parte del resguardo se separó y conformó la comunidad que denominaron El Dieciocho, en 1999, en dos predios más cercanos a la carretera. Luego, a todos los alcanzó la violencia.
Las situaciones que vivieron unos y otros fueron distintas, pero llevaron a lo mismo: comunidades heridas por el conflicto que tuvieron que dejar su territorio. En 2003, por ejemplo, la comunidad indígena vivió un enfrentamiento entre los paramilitares del Bloque Élmer Cárdenas y el Ejército, y también entre el Eln y el Ejército. Este último duró una semana. La comunidad se desplazó, una parte hacia la comunidad de El Veintiuno y otra, a Medellín. Al regresar, por su cuenta, encontraron las viviendas completamente destruidas. En esos primeros años del 2000, cuando los indígenas de la comunidad de El Dieciocho buscaron conformar su resguardo, la mayoría de la comunidad afro se había visto obligada a irse por la violencia.
Fue el 25 de enero de 1996 en la noche. En el kilómetro 20, a las 7 de la noche, paramilitares entraron al restaurante de Ligia Vera, una de las líderes más queridas de la comunidad afro de El Dieciocho. La amenaza la extendieron a toda la comunidad, especialmente a las mujeres, a quienes señalaban de auxiliar a la guerrilla. Esa misma noche un conductor de un bus de Rápido Ochoa que cubría la ruta Quibdó-Medellín les avisó a las líderes, que esperaron al bus que cubría la ruta contraria, se embarcaron en el vehículo y llegaron a Quibdó a medianoche, asustadas y descalzas. Durante ese y el año siguiente la gente se siguió desplazando, porque el conflicto no daba tregua para vivir ni para retornar. Pero algunos se quedaron.
En los años siguientes, mientras gran parte de la comunidad afro estaba en Quibdó, primero en el coliseo y luego en casas de algunos familiares, la comunidad indígena se asentó en terrenos baldíos vecinos. Según Humberto Tequia, líder del resguardo indígena El Dieciocho, la convivencia con los afro no fue la mejor. “Mataban los perros de los indígenas con veneno, amenazaban a los líderes… en la borrachera peleaban”, afirma. “No hubo entendimiento”, agrega.
Sandra Patricia Valencia, líder de la comunidad de El Dieciocho, cuenta que para la comunidad afro fue complicado que los indígenas empezaran a poblar el territorio que dejó la población desplazada. “El territorio no quedó solo, porque algunos compañeros se devolvieron después del desplazamiento, pero fueron amenazados por los indígenas y no tuvieron la fuerza para defender el territorio por el miedo”, dice.
Además de las amenazas que denuncian unos y otros, lo cierto es que las formas en las que cada comunidad viven son distintas. A los indígenas les ha molestado que los afros hablan duro o griten, o escuchen cierta música. Y a los afros les molesta que los indígenas beban con frecuencia o entre semana. Para Nohra Álvarez, directora de la Fundación Círculo de Estudios, que lleva 13 años trabajando en el Chocó, esto tiene que ver con que las comunidades tienen formas distintas de concebir el mundo y la vida comunitaria. “Debido a los conflictos armados, los desplazamientos y la presencia histórica y persistente de los grupos armados, se han visto obligadas a compartir pequeños territorios y a hacerse una vida comunitaria entre afros e indígenas. Esto ha marcado profundas distancias, diferencias y actos de discriminación que terminan impactando las posibilidades que tienen tanto afros como indígenas de ejercer sus derechos tal como están establecidos en la ley”, explica Álvarez. Uno de estos, el del acceso a la tierra.
El lío de la tierra
En abril de 2002 la comunidad embera que se había ubicado en el sector El Dieciocho de El Carmen de Atrato inició los trámites para constituirse como resguardo indígena. El proceso fue largo, tanto que en 2013 la comunidad afrocolombiana a través de la Asociación de Desplazados del Chocó (Adacho) que históricamente habitó una parte de la zona presentó un derecho de petición exigiendo la protección del territorio de esta comunidad.
Según consta en el Acuerdo 214 de 2021, en abril de 2013 “se adelantaron reuniones y recorridos de verificación con las comunidades afro e indígenas y se llegó a un acuerdo interétnico”. El acuerdo consistió en desenglobar 24 hectáreas y 2.555 metros cuadrados del área que pretendía el Resguardo que se le titulara. Esa tierra sería titulada a nombre de la comunidad afro, reconociendo que ellos la habitaban. Así, el antiguo Incoder finalizó la conformación del Resguardo Indígena El Dieciocho, con un área total de 1.052 hectáreas y 2.146 metros cuadrados de tierra.
Sin embargo, ni los indígenas ni los afro quedaron satisfechos con el acuerdo. En septiembre de 2014, a través de un recurso de reposición, Adacho argumentó que la tierra que les entregaron no era suficiente y que, además, el procedimiento para la titulación de las tierras fue “indebido e inconsulto”, pues no tuvieron en cuenta las peticiones de la comunidad, como dejar un terreno de fondo en el que pudieran cultivar, sembrar peces y criar animales. Solo hasta mayo de 2019 la ANT respondió a este recurso y visitó el terreno, pero sin dar respuestas a la comunidad. Ese mismo año, en junio, el Resguardo Indígena El Dieciocho pidió la ampliación del territorio colectivo pidiendo que se incluyeran las 24 hectáreas de la comunidad afro. En octubre la Agencia Nacional de Tierras (ANT) negó esa solicitud.
Entre idas y vueltas, en diciembre de 2021 la ANT resolvió el recurso de reposición y confirmó la decisión de 2014: el territorio del resguardo indígena es de 1.052 hectáreas y 2.146 metros cuadrados, y la comunidad afro tiene un territorio de 24 hectáreas y 2.555 metros cuadrados. Además, le dijo a la comunidad afro que si quieren ampliar su territorio deben constituirse como Consejo Comunitario.
Carlos Iván Lopera, director territorial de la Agencia Nacional de Tierras para Antioquia, Chocó y el Eje Cafetero, mantiene la posición de la agencia: la decisión de 2014 fue concertada. “El acuerdo que hubo en la comunidad y que nosotros avalamos plantean titular esta gran cantidad de tierra para el resguardo indígena y se sustraen estas 24 hectáreas de tierra para la comunidad afro. Eso se pactó, se firmó por parte del gobernador indígena anterior, por parte de las comunidades negras y fue recogido por el documento oficial de la ANT”.
A pesar de que hay una decisión en firme, esta no ha detenido el conflicto. La comunidad indígena rechaza el acuerdo de 2013 y pide la propiedad de las 24 hectáreas, además, Humberto Tequia afirma que algunas familias afro vendieron su tierra a indígenas antes de desplazarse. “Eso no fue un acuerdo. Claro que reconocemos dónde vivían los afro, pero cuando sale la resolución, dice que los indígenas hicieron un acuerdo por las 24 hectáreas. En eso cogieron tierra de los indígenas”, afirma. “La Agencia nos dejó un problema serio a nosotros, ellos quedaron tranquilos y nosotros quedamos con problemas con los afro”, dice.
Sin embargo, la comunidad afro insiste en que esa tierra les pertenece, y que lo de la venta de predios es falso. “Cuando fuimos allá dijeron que mi mamá les había vendido, y es mentira. Mi mamá está viva y tuvo que mostrarles los documentos de pago de impuestos en El Carmen para que nos pudieran respetar nuestra construcción ahí. A mi tía le construyeron (los indígenas) una casa en su predio y le tocó irse a vivir a Tuluá”, dice Sandra Patricia Valencia. Varias familias de esta comunidad empezaron a retornar al territorio por cuenta propia desde 2019, pero únicamente yendo y viniendo, pues no se atreven a vivir en la comunidad precisamente por la mala convivencia.
Pero más allá de las tierras, la preocupación de las lideresas afro que llevan el proceso es que han sido amenazadas y agredidas por miembros de la comunidad indígena, sobre todo por jóvenes. Solamente Sandra Valencia ha interpuesto tres denuncias en la Fiscalía por intimidaciones, amenazas y daños en su propiedad: el 26 de mayo de 2021, el 23 de febrero de 2023 y el 22 de mayo de 2023. Y luego, la agresión a Emérita Gómez, que los indígenas niegan. “Ellos están haciendo una guerra basada en género, porque la problemática que tenemos ahora es que ellos nos están agrediendo a nosotros las mujeres, ellos no están agrediendo a ningún hombre”.
Una posible solución
En algunas ocasiones autoridades como la Defensoría del Pueblo, la Personería de El Carmen de Atrato, la Alcaldía y hasta la Diócesis de Quibdó han acompañado reuniones para tratar el conflicto. “El año pasado hicimos una reunión con el representante de Adacho y de la Asociación Orewa y hubo unos compromisos. El representante de comunidades negras iba a hacer su trabajo ante su comunidad y lo mismo el representante indígena. Pero se han seguido presentando las agresiones”, afirma Adanies Palacios, personero de El Carmen. Hace poco, el primero de junio organizaron una reunión con todas las instituciones, pero tuvieron que suspenderse porque “se presentó el rechazo de la comunidad indígena a los afro porque estaba un líder que ellos rechazan. La reunión se tuvo que levantar porque como ministerio público no podemos aceptar el veto de una persona”.
Pero lo cierto es que en el día a día ninguna institución hace presencia en la zona, ni siquiera la Policía. Esto incrementa el temor de que, por ejemplo, los jóvenes afro respondan a las agresiones y todo termine peor.
Para Arturo Suárez, abogado, magíster en Educación y en Políticas Públicas y profesor de la Universidad Nacional experto en acceso a la justicia, la falta de presencia institucional y las decisiones administrativas del Estado están en la raíz del problema. “El Estado no resuelve conflictos, sino que gestiona litigios. Eso tiene que ver con quién es una parte procesal, quién puede reclamar un derecho o quién es el acusado. Para el Estado la importancia jurídica está en la titulación, pero no si se caen bien o sus referentes culturales son compatibles o no”, afirma. “Cuando el Estado interviene la situación de litigio por tierras lo hace por una dimensión, y eso escala la situación porque no está dirigido a resolver el conflicto complejo, sino que el Estado se metió con una cosa particular que no resolvió”.
Ante esta realidad, Suárez plantea la propuesta que ha construido la Escuela de Justicia Comunitaria, un grupo de la Universidad Nacional del que es subdirector. “Lo primero que puede hacer el Estado es ser facilitador para que las comunidades definan el escenario de los procedimientos, no el de las normas que se están aplicando. Si la ANT va a resolver el conflicto, eso no es participativo. Lo es que las partes tengan autónomamente la participación de construir su decisión”.
Para Suárez, tras reconocer la autonomía de los pueblos y definir las autoridades que tienen legitimidad en las comunidades, deben establecerse varios asuntos. En la Escuela de Justicia Comunitaria le llaman necesidades de justicia: “la primera es la de contención de daños y agresiones. Cuando hay un conflicto hay conductas agresivas es necesario acordar no dañarse ni agredirse y prevenir que haya una escalada violenta”. Luego viene el segundo punto, que es abordar los intereses de cada parte, donde empieza la negociación y se pueden construir los acuerdos o soluciones. “Como sabemos que un acuerdo no es un papel sino que los compromisos se cumplan, el tercer referente es el empoderamiento frente a referentes normativos: esto significa que un acuerdo es ley para las partes, pero las partes necesitan garantías de cumplimiento. O sea, que quien facilita la conversación haga seguimiento, que llame o que tengas a quien llamar si no se cumple”.
En este caso, por ejemplo, podría haber actores comunitarios que faciliten mantener la paz y tramitar los conflictos diarios, y que las instituciones estén presentes como garantes de los acuerdos. Para Nohra Álvarez, además, es importante que las comunidades puedan encontrar sus puntos en común, de modo que puedan tener ideas distintas de los otros, más allá de los estereotipos. “Las técnicas de conciliación y el acompañamiento psicosocial son claves, y que sean acompañantes que no tengan intereses, o sea, personas objetivas y neutrales que puedan ayudar a que los unos y los otros vean los beneficios de hablar de sus dificultades”. Para Álvarez la conversación también debe ser más profunda que el tema legal. Sin embargo, afirma que en los casos en los que ha habido agresiones y denuncias, es necesario que la justicia avance.
La tensión sigue latente
Tras la suspensión de la última reunión el 1 de junio, las instituciones habían programado una más para el 8 de junio, pero se tuvo que cancelar porque el resguardo indígena El Dieciocho cerró la vía en medio de una minga. Ahora, según el personero Adanies Palacios, están reprogramando.
Más allá de esta posibilidad, todavía no es claro cómo se va a abordar el conflicto. Carlos Iván Lopera, director regional de la ANT, dice que el equipo de diálogo social de esta entidad va a acompañar el proceso, por lo que espera que haya avances.
Además de esto, el Estado sigue teniendo deudas con las comunidades. En el 2021, la Sala de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín exhortó a la Unidad para las Víctimas a implementar un plan de retorno y reubicación concertado con la comunidad afro, así como a reconocerlos como sujetos de reparación colectiva. Asimismo, exhortó al Ministerio de Educación y de las TIC a garantizar la educación y la conectividad del Resguardo Indígena El Dieciocho, así como al Ministerio de Agricultura a desarrollar proyectos productivos con la comunidad.
Sin embargo, esto no ha sucedido. Mientras tanto, ambas comunidades continúan sin presencia institucional y viviendo en tensión.