Fotografía: Majo Giovo - Midia Ninja
Amazonas Reportajes

La COP de las marchas: el grito de la Amazonía frente a la crisis climática

Más de 70 mil personas marcharon por Belém durante la COP30: pueblos indígenas, quilombolas, ribeirinhos y movimientos sociales exigieron participación real frente a un planeta en emergencia. Científicos de BioScience alertan que 22 de 34 signos vitales de la Tierra están en niveles récord y que 2024 fue el año más caliente jamás registrado, recordando que la crisis climática ya no es futura, sino presente.

Belém do Pará amaneció el 15 de noviembre tomada por una marea humana que se extendió por cinco kilómetros, desde el Mercado de São Brás hasta la Aldeia Amazônica. Eran más de 70 mil personas —pueblos indígenas, quilombolas, ribeirinhos, juventudes periféricas, sindicatos, movimientos urbanos y rurales, organizaciones internacionales y delegaciones del propio gobierno— caminando bajo el calor amazónico en la Marcha Global por el Clima.

La escena convertía a la COP30, desde el primer fin de semana, en algo más que un encuentro diplomático: en la COP de las marchas, la cumbre donde la política real se expresaba fuera de las salas oficiales, en las calles, en los tambores, en las consignas y en la presencia colectiva de quienes cargan el peso real de la crisis climática.

La escena convertía a la COP30, desde el primer fin de semana, en algo más que un encuentro diplomático: en la COP de las marchas

Entre las columnas estaba la delegación del Movimiento de Afectados por Represas (MAB), que llevó a Belém a unos 1.200 militantes de Brasil y de 45 países que venían participando del IV Encuentro Internacional de Atingidos por Barragens e Crise Climática. A sus pancartas se sumaban historias de ríos represados, territorios inundados, desplazamientos forzados y violencias que no suelen aparecer ni en los informes técnicos ni en las mesas de negociación climática.

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Para Soniamara Maranho, de la coordinación nacional del MAB, esa multitud era la síntesis de algo que los espacios oficiales no logran representar: “La solución no viene de quienes crean el problema, el sistema capitalista, imperialista, ese neoliberalismo que se apropia de los bienes naturales”. Insistió en que la marcha expresaba la construcción de un movimiento internacional de afectados por cheias, quemadas, petróleo y minería, y recordó que la COP, patrocinada por corporaciones como la minera Vale, reúne a gobiernos y empresas, mientras que las calles reunían a los sujetos políticos reales. Para ella, “el pueblo no está en la COP30; el pueblo está aquí”.

Thiago Alves, dirigente nacional del MAB, señalaba que la COP seguía siendo “una expresión del capitalismo financiero, una feria que decide el futuro del mundo sin participación de la sociedad”, incapaz de abordar los problemas reales y de convertir en acciones concretas las soluciones que demanda la crisis climática. Frente a ese modelo cerrado, las marchas se convertían en la evidencia de la sociedad que vive los impactos de la emergencia climática.

En ese mismo espíritu, Sônia Guajajara, ministra de los Pueblos Indígenas, afirmó que la Amazonía se había transformado en el centro del debate global: “Nosotros, los pueblos indígenas, que siempre hemos estado aquí, nos reunimos para recibir al mundo. Ha llegado el momento de que la Amazonía hable, así como el Cerrado, la Mata Atlántica, el Pampa, el Pantanal y la Caatinga, que también están siendo destruidos.

Este lugar se convierte en la zona azul de la COP30, donde se encuentran los guardianes de la vida”. La movilización en las calles de Belém no fue solo protesta, sino celebración: una fiesta que es lucha, con canto, baile y música, demostrando que la resistencia solo puede existir a través de cuerpos vivos que se mueven, sienten y actúan, frente a un mundo que a menudo parece paralizado o indiferente.

Durante la segunda semana de la COP30, la escena se repite con otro tono y otra potencia simbólica: los pueblos indígenas convocaron hoy una marcha en la Aldea de los Pueblos, con delegaciones originarias de todos los continentes. La convergencia de líderes amazónicos, maoríes, mapuche, sami, pueblos de la cuenca del Congo, comunidades de Filipinas, guaraníes, yanomami y decenas de otros territorios hace visible una verdad que, en Belém, la diplomacia no puede ignorar: la crisis climática es, ante todo, una crisis territorial. Las imágenes de las delegaciones concentradas bajo el sol amazónico —rostros pintados, cantos rituales, banderas de lucha— reforzaban que la defensa del clima no es abstracta, sino concreta, anclada en cuerpos y territorios que resisten a diario.

La ministra Marina Silva, presente en la marcha del sábado, intentó situar al Estado a la par de esa movilización social masiva. Destacó la importancia de ver “la democracia expresándose en las calles”, especialmente después de años en los que las COP transcurrieron sin manifestaciones públicas. Recordó la reducción del 50 por ciento de la deforestación en la Amazonía y del 32 por ciento en el país, pero advirtió que no era suficiente. Subrayó que el compromiso del gobierno brasileño era alcanzar la deforestación cero y avanzar en el abandono de los combustibles fósiles. También dejó una frase que muchos interpretaron como un gesto de presión sobre las negociaciones oficiales: esta debía ser “la COP de la verdad y de la implementación”, un espacio sin lugar para promesas vagas ni acuerdos que no se cumplan.

“la COP de la verdad y de la implementación”, un espacio sin lugar para promesas vagas ni acuerdos que no se cumplan.

Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, la Cúpula de los Pueblos terminaba cinco días de debates, intervenciones, actos políticos y movilizaciones en las calles y en los ríos de Belém. El 16 de noviembre, su proceso colectivo desembocó en la entrega de una carta política al presidente de la COP30, el embajador André Corrêa do Lago. Era un documento denso, producido durante meses de articulación y en el pulso vivo de la ciudad amazónica. Su contenido expresaba la unidad de pueblos originarios, quilombolas, comunidades tradicionales, pescadores y pescadoras, extractivistas, quebradoras de coco babaçu, campesinos, trabajadores urbanos, movimientos de mujeres, población LGBTQIAPN+, juventudes de las periferias y habitantes de todos los biomas.

Fotografía: Majo Giova / Midia Ninja

La carta denunciaba que la crisis climática se agravaba en un contexto marcado por el avance de la extrema derecha, del fascismo y de las guerras, e identificaba a los países del Norte global, las corporaciones transnacionales y las élites económicas como responsables centrales de las múltiples crisis. Expresaba un repudio firme al genocidio del pueblo palestino y solidaridad con todos los pueblos que resistían proyectos imperiales, militarización y violación de sus territorios. Defendía una visión en la que el trabajo de cuidado ocupa un lugar central en la vida, el feminismo es esencial para cualquier respuesta a las crisis y la sabiduría ancestral de los pueblos originarios constituye un fundamento indispensable para soluciones reales y arraigadas. También reivindicaba la fuerza espiritual que orienta las luchas y el internacionalismo popular como ruta para enfrentar desigualdades, violencias y colapso ambiental.

Entre las voces más escuchadas durante la Cúpula estuvo la del cacique Raoni Metuktire, quien recordó que la vida en la Tierra depende de la protección de la Amazonía y advirtió, una vez más, que la destrucción del bosque compromete el futuro de la humanidad. Su llamado fue directo: mantener la continuidad de la lucha para defender la vida del planeta y enfrentar a quienes buscan destruir los territorios.

Al recibir la carta, André Corrêa do Lago se comprometió a presentarla en los espacios oficiales de la Conferencia, en un momento en el que él mismo concluía un ciclo de mensajes a la sociedad brasileña e internacional insistiendo en que la COP30 debía pasar de las palabras a la acción concreta frente a la emergencia climática.

Fotografía: Majo Giova/ Midia Ninja

El documento entregado incluía una serie de propuestas que podían leerse como un programa político global para una transición justa: enfrentar las falsas soluciones de mercado; afirmar que el aire, los bosques, las aguas, las tierras, los minerales y la energía son bienes comunes y no mercancías; garantizar la participación y el protagonismo de los pueblos en la construcción de soluciones climáticas; demarcar y proteger territorios indígenas y tradicionales; asegurar políticas de desforestación cero y restauración ecológica; concretar la reforma agraria popular y fortalecer la agroecología; enfrentar el racismo ambiental; construir ciudades justas con acceso a agua, vivienda, saneamiento y transporte digno; frenar la mercantilización de la vida urbana.

También, defender el fin de las guerras y la militarización; exigir reparación integral por pérdidas y daños causados por minería, combustibles fósiles, represas y desastres; valorar el trabajo de cuidado y garantizar justicia feminista; construir una transición energética justa y soberana; impedir la expansión de los combustibles fósiles, especialmente en la Amazonía; gravar a grandes corporaciones y fortunas para financiar la transición; rechazar modelos de financiamiento que refuercen desigualdades; enfrentar la criminalización de los movimientos sociales; y crear instrumentos jurídicos internacionales que responsabilicen a empresas transnacionales por violaciones de derechos humanos y ambientales.

En Belém, todo parecía apuntar a una misma dirección: las marchas no eran un complemento de la COP30, sino su centro simbólico y político. La ciudad, atravesada por ríos y tensiones históricas, vio cómo la calle reclamaba un lugar que no aparece en los tomadores de decisión ni en las plenarias formales. Y esa irrupción popular ocurrió en un momento en que la ciencia describe un escenario sin precedentes. Un estudio reciente publicado en la revista BioScience advierte que “nos estamos precipitando hacia el caos climático” y que los signos vitales del planeta “están en rojo”, con 22 de 34 indicadores globales en niveles récord, el año 2024 como el más caliente jamás registrado y una aceleración del calentamiento impulsada por la pérdida de aerosoles, retroalimentaciones de nubes y un planeta que se oscurece.

El informe señala que casi cada rincón de la biosfera sufre impactos de calor extremo, tormentas, inundaciones, sequías o incendios; que en 2025 las concentraciones de CO₂ alcanzan niveles históricos debido a la caída drástica de la capacidad de absorción terrestre; que el océano registra su mayor contenido de calor, causando el evento de blanqueamiento de corales más amplio de la historia; que los hielos de Groenlandia y la Antártida están en mínimos sin precedentes y que miles de especies enfrentan riesgo de colapso. Según los autores, estos datos marcan “el inicio de un nuevo y sombrío capítulo para la vida en la Tierra” y revelan la insuficiencia de los esfuerzos globales para reducir las emisiones.

El informe señala que casi cada rincón de la biosfera sufre impactos de calor extremo, tormentas, inundaciones, sequías o incendios; que en 2025 las concentraciones de CO₂ alcanzan niveles históricos debido a la caída drástica de la capacidad de absorción terrestre

Ese telón de fondo científico brinda un nuevo peso político y moral a lo que ocurre en las calles de Belém. La COP30, más que un capítulo en la historia de las negociaciones climáticas, se está convirtiendo en un recordatorio global de que no habrá respuestas reales sin los territorios. Las voces que caminan, cantan y denuncian en la Amazonía dejan claro que la transición ecológica no será escrita solo por gobiernos o corporaciones, sino por quienes han resistido durante generaciones y entienden que la emergencia ya no es una amenaza futura, sino una realidad presente. Allí, en esa multitud que avanzó con la certeza de que su vida —y la del planeta— está en juego, se dibujó el verdadero eje de esta cumbre: la convicción de que, frente a un mundo que se calienta más rápido de lo que se negocia, la defensa de la Tierra no se acuerda; se marcha.

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