Antes, el paisaje era un bosque que respiraba. Un territorio cubierto de árboles que se alzaban como columnas verdes y de plantas que abrían su flor sin testigos, donde el aire olía a humedad y a fruto maduro. Ahora, en cambio, hay un silencio extraño: potreros que se estiran hasta donde la vista se rinde, tierras peladas, raíces muertas, semillas que ya no germinan. Entre San Vicente del Caguán y La Macarena, el verde se volvió un recuerdo.
La desaparición de las semillas nativas —esas que daban alimento a los animales y sombra a los hombres— se convirtió en una herida abierta que duele en los cuerpos y en la tierra.
Según el Ministerio de Ambiente, solo en 2024 el Caquetá perdió 25.263 hectáreas de bosque. La cifra es brutal, pero no explica el vacío: la deforestación avanza como un fuego lento, alimentada por la ganadería, la tala y la expansión agrícola. Lo que antes era selva ahora es un territorio deshabitado de árboles, donde la vida se repliega, invisible, buscando refugio.

Fotografía: Mayra Ayala
Reinerio Ayala Bahamón nació y ha vivido toda su vida en las Sabanas del Yarí. Campesino, conoce el territorio como se conoce una herida: por dentro. Ha visto cómo el verde se fue adelgazando, cómo los árboles caían uno tras otro bajo el filo de los machetes. “La gente comenzó a tumbar los árboles y a sacarlos —dice—; donde estaba el baldío, donde estaba el monte, allá llegaban y tumbaban los palos para sacar los bloques. Entonces, por eso se iban perdiendo las semillas”. Lo cuenta sin rabia, con la resignación de quien ha visto repetirse el mismo gesto demasiadas veces.
En medio de ese paisaje que se desangra, un grupo de mujeres decidió resistir. La Asociación Ambiental de Mujeres Trabajadoras por el Desarrollo del Yarí —Aampy— comenzó a sembrar y cuidar lo que otros destruyen. Su propósito: conservar y rescatar especies que el olvido y la motosierra amenazan con borrar, como el indio viejo, el carrecillo y el ahumado. Árboles buscados por su madera, árboles que hoy sobreviven solo en los rincones donde ellas los protegen.

"Hay mucho apogeo de sacar madera como es el ahumado, el cañofisto o el carrecillo. También lo han utilizado mucho para cercas, postes y hay una parte que también la utilizan como vigas para puentes. Ya están desapareciendo”, comenta Ilcias Polos viverista que trabaja en este proyecto con Aampy.

Sembrar la semilla
En el Vivero Alto Morrocoy, las semillas se cuidan como si fueran recuerdos. Las mujeres las recogen del suelo, las limpian, las guardan y clasifican bajo sus nombres, que parecen de otro tiempo: carrecillo, indio viejo, ahumado. Allí, entre sombra y humedad, germinan las plántulas que algún día volverán al bosque. No es un trabajo rápido y silencioso: es una forma de resistencia.
En su más reciente balance, el vivero registró más de 150 especies nativas producidas, clasificadas según su vocación: de bosque intermedio, de monte maduro, de pradera silvopastoril o de zonas asociadas a fuentes hídricas. Cada una representa un fragmento de lo que fue —y de lo que todavía puede ser— el territorio del Yarí.

El propósito de Aampy no era solo sembrar árboles: era conservar lo que aún quedaba intacto. Proteger los ecosistemas naturales significaba, también, cuidar los bancos de germoplasma, esos reservorios invisibles donde duermen las semillas que sostienen la diversidad del bosque. En cada árbol, en cada brote, hay una memoria genética que el territorio necesita para seguir vivo.
“Es un proceso de regeneración —explica Mario Angulo, ingeniero agroecólogo y profesor de la Universidad de la Amazonía—. No es un proceso cíclico, porque en el ecosistema todos los individuos tienen una edad diferente. Algunos ya son emergentes, ya son grandes, adultos; otros están apenas creciendo”. Habla con la serenidad de quien entiende que el bosque no se repite, se reinventa. Que cada semilla, cuando germina, escribe una historia nueva sobre la misma tierra.
Además, agrega que cada especie está diseñada para el ecosistema en el que habita, para cumplir una función específica sea captación de carbono, regulación del clima, dispersión de semillas, u oferta de bienes y servicios ambientales en ese ecosistema.

Fotografía: Mayra Ayala
En las Sabanas del Yarí nada crece por azar. Cada planta, cada árbol, cumple una función precisa en ese engranaje silencioso que mantiene el equilibrio del ecosistema. Es un orden que no se ve, pero que sostiene la vida: raíces que retienen el suelo, hojas que filtran el aire, flores que llaman a los polinizadores. “Las semillas nativas contribuyen a la mitigación o adaptación al cambio climático —explica Angulo—, pero solo si se conservan en su entorno, sin arrancarlas de su condición natural, permitiendo que estén allí”.
Lo dice con la certeza de quien ha visto que la selva, cuando se le deja ser, encuentra siempre la forma de sanar.

Proteger las semillas nativas no es solo un gesto de conservación: es una forma de asegurar la vida. De esas semillas dependen los animales que buscan frutos, las aves que anidan en los troncos, los insectos que polinizan las flores. Cada especie encuentra en ellas su sustento, su refugio.
Pero también es una apuesta por el territorio mismo —por su bienestar y su futuro—, una manera de reconciliar al ser humano con la tierra que lo sostiene. En el Yarí, cuidar una semilla es cuidar la posibilidad de la armonía entre la naturaleza y quienes aún la habitan.
El arte de conocer el territorio
Ilcias Polos es el viverista de Alto Morrocoy. Su oficio no se parece a un trabajo: es una forma de arte. En su memoria guarda el calendario floral, los nombres de cada especie, los lugares donde germinan mejor, la técnica exacta para recoger una semilla sin lastimarla. Sabe cómo transportarla, cómo darle sombra, cómo reconocer el momento en que está lista para dejar el vivero y abrirse paso en la tierra del Yarí.
Habla de su labor con la precisión de quien conoce los secretos del crecimiento. Dice que el trabajo del viverista tiene pasos, como una ceremonia: observar, recolectar, sembrar, cuidar, esperar. Y en cada uno, una paciencia que solo se aprende mirando cómo el bosque respira.
1. Conocimiento del territorio: debe conocer el territorio y ser reconocido por las comunidades. Es importante entender el bosque y sus árboles.

2. Preparación para el rescate: al salir del vivero, debe llevar todos los implementos, especialmente el lugar donde va a sembrar las semillas o las plántulas que va a rescatar. 

3. Recolección de semillas: después de ubicar el árbol y verificar que tenga los frutos, el viverista debe recolectar las semillas con mucho cuidado. Es importante que del total de frutos que tenga el árbol se recupere entre el 30 o 40 por ciento. El porcentaje restante se respeta para el alimento de los animales que habitan en el bosque. Se evitan las semillas que han caído en la tierra, porque es muy probable que insectos y animales las hayan picado y estén en mal estado.

4. Selección y descarte de semillas: los frutos son trasladados al Vivero Alto Morrocoy. Allí inicia el proceso de selección y descarte de semillas que es un trabajo extenso. Cada especie exige un tratamiento diferente.

Como señala el viverista Polos, algunas semillas requieren de una ayuda extra: “hay que picarlas para que ellas tengan más rápido el nacimiento: como el orejero, el algarrobo, el chocho. Hay que hacerle una media picadita para echarlas en agüita y que germinen más rápido”, dice.

5. Siembra en camas de germinación: cuando las semillas ya están listas se siembran en camas de germinación, estas pueden ser de arena o de aserrín, dependiendo de la especie. Después de plantarlas llega el momento de la espera. Permanecen allí hasta que las plántulas tienen siete centímetros de tallo, aproximadamente.


6. siembra en camas de endurecimiento: después se trasladan a la cama de endurecimiento. Allí permanecen hasta alcanzar 30 centímetros de tallo. Luego se pasan al área de crecimiento y desarrollo, donde se preparan para ser llevadas al terreno de siembra.

En las semillas está el futuro, pero también el pasado
El ingeniero Mario Angulo lo explica con una claridad que parece sencilla: hay árboles que han dado forma a la vida humana. “Muchas poblaciones, sobre todo nativas, aún conservan conocimientos naturales, ancestrales —dice—. Con ellos mantienen viva su cultura, y esa cultura está intrínsecamente ligada a las especies que usan, que han domesticado o que, de manera sostenible, toman del bosque”.
Lo que señala Angulo es que no se trata solo de biología, sino de historia: los pueblos se levantaron alrededor de ciertos árboles, de ciertas semillas. En ellas aprendieron a leer el tiempo, a curar, a comer, a creer. Son la raíz invisible de una cultura que todavía respira en el Yarí.

Quienes habitan el Yarí aprenden a leer la naturaleza como quien aprende un idioma. Saben cuándo el cielo anuncia lluvia, cuándo la tierra pide descanso, cuándo una semilla está lista para soltarse. Son conocimientos que no vienen de los libros, sino de la herencia: de mirar, escuchar, esperar. Así se ha definido, por generaciones, la forma en que cada familia se relaciona con su pedazo de mundo.
En las Sabanas del Yarí, varias familias entendieron que conservar las especies que los acompañaron desde siempre —los árboles que daban sombra, las plantas que curaban— es también una forma de permanecer. En la finca de la familia Ayala Valencia, por ejemplo, donde antes hubo potreros desnudos, hoy crecen más de tres mil árboles.
“Ahí hay de todo —dice Reinerio Ayala—. Hay carrerillo, cañafisto, cedro. Me parece muy bueno, porque así no se pierden las semillas. Yo sí quisiera que todos los campesinos tuviéramos esa oportunidad de conservar, esa moral de no dejar perder la semilla”. Lo dice con la calma del que ha visto renacer un árbol y sabe que, en el fondo, eso también es ver renacer la vida.

Cada árbol que cae es algo más que un tronco perdido: es una posibilidad menos de que la vida se extienda. Cuando se tala, se interrumpe el viaje de las semillas, el hilo invisible que conecta a los árboles con los animales, con el agua, con las personas. “Las semillas nativas —explica el ingeniero Angulo— no solo garantizan la supervivencia de un grupo humano o de un asentamiento; garantizan también su identidad, su tradición, su cultura, sus costumbres, sus usos, su configuración social”.
Lo que se pierde con cada árbol no es solo un pedazo de bosque, sino una parte de la memoria que sostiene a quienes lo habitan.

Aunque desde lo local surgen iniciativas como esta, es importante que existan acciones desde la institucionalidad que protejan las semillas. En el país existe un mal precedente de este intento, cuando en el 2010 se expidió la resolución 970, que estableció requisitos para producción, comercialización y uso de semillas en el país, que generó gran preocupación en la población campesina porque limitaba el uso de semillas y solo permitía aquellas que fueran “legales”, es decir que estuvieran certificadas por el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA).

Por eso, las acciones que hoy se emprenden en el Yarí no son un gesto simbólico: son una urgencia. El tiempo del bosque se acorta. El clima cambia más rápido de lo que las raíces alcanzan a adaptarse. “Se dice que de aquí a 2050 muchos cultivos ya no podrán producirse —advierte Mario Angulo—, porque el cambio climático será tan devastador que no permitirá a esas especies desarrollarse. Y muchas otras, silvestres o naturales, tampoco lograrán adaptarse y desaparecerán”.
Quizás por eso, en los viveros y las fincas del Yarí, cada semilla que se guarda es también una forma de resistencia. Un intento de preservar, en medio del calor y la incertidumbre, la promesa de que algo volverá a crecer.

 
					

