Hay una imagen que solo recuerdan quienes navegaron el río Amazonas y el lago Tarapoto hace 30 años. Dicen que veían nubes de murciélagos y de mariposas cruzar el río. En el agua, los ojos encendidos de los caimanes y los saltos de los peces que, atraídos por las luces de las linternas, caían dentro de las canoas de los pescadores. En ese entonces, el Amazonas tenía una magia espesa y densa, recuerda Fernando Trujillo, director de la Fundación Omacha, dedicada a salvaguardar esta especie. Cualquiera que le abriera su corazón al río podía recibir el regalo de ver a un delfín rosado saltar y perderse entre la niebla.
Pero, como los murciélagos, las mariposas, los caimanes, los manatíes y los peces, los delfines rosados (Inia geoffrensis) y grises (Sotalia fluviatilis) se ven cada vez menos. En los últimos 30 años, su población ha disminuido un 52 por ciento en la Amazonía colombiana, según datos de la Comisión Ballenera Internacional. Esto se debe a la degradación de su propio hábitat: principalmente por causa de la deforestación, las sequías extremas, la contaminación por hidrocarburos y mercurio y la sobrepesca.
Fernando Trujillo ha dedicado esos mismos años al estudio y protección de los delfines de agua dulce, clasificados como especie en peligro de extinción por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. A través de la Fundación Omacha, creada por Trujillo en 1996, un grupo de especialistas investiga, monitorea y trabaja con las comunidades ribereñas en la conservación de ecosistemas, así como de especies acuáticas y terrestres del Orinoco y la Amazonía. En especial de los delfines. Omacha, de hecho, significa “delfín que se convirtió en persona” en lengua ticuna.
“Es que estamos degradando y deforestando en todas las orillas. Estamos contaminando con mercurio. Estamos generando asentamientos humanos grandísimos sin ningún tipo de tratamiento de aguas servidas, generando tráfico por las embarcaciones, ruido en la pulsión acústica. Todo sobre un mismo corredor y no podemos sacar a los delfines para llevarlos a otro lado, así que aquí los procesos de extinción son mucho más rápidos y más difíciles de revertir”, advierte Trujillo, director científico de Omacha, que tiene su sede en Puerto Nariño.
Trujillo recuerda que antes, cuando la selva se inundaba, los delfines terminaban nadando entre las ramas de los árboles como si volaran en medio del bosque para buscar y capturar peces. Ahora, cuando el río crece, el alimento queda mucho más disperso en los brazos del Amazonas y es mucho más difícil que lo encuentren. A veces, las comunidades pueden ver las costillas de algunos delfines delgados que se asoman a la superficie.
“En períodos de aguas bajas hay ecosistemas que quedan aislados transitoriamente, pero en septiembre observamos que grandes ríos, como el Loretoyacu y el lago Yahuarcaca, quedaron completamente desconectados del Amazonas. Esto provoca que los peces no encuentren sitios para reproducirse, desovar o alimentarse, y que no puedan realizar sus migraciones naturales, algo que también afecta a los delfines. Todos los animales que habitan este ecosistema y se desplazan por el río, las lagunas y las quebradas resultan gravemente afectados”, dice Clara Peña, coordinadora del Instituto Colombiano de Investigaciones Científicas, SINCHI, en Leticia.
La temporada de sequías también es cada vez peor. En septiembre de 2024, el Amazonas se secó como nunca en 40 años: en solo cinco meses, la lámina de agua del río se redujo en un 82 por ciento, según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam). La Fundación Omacha reportó que, como consecuencia de la sequía extrema, al menos ocho delfines rosados murieron porque quedaron enredados en redes de pesca o porque fueron golpeados por embarcaciones. Aunque la sequía es un momento de abundancia de alimento, pues los peces están concentrados en los canales principales, muchas veces el nivel del río es tan bajo que los delfines no logran desplazarse hacia ellos, quedando en medio de desiertos de agua.
“Los delfines son súper inteligentes y a veces rompen las redes llenas de peces para sacarlos. Aunque también ocurre que las mallas son tan delgadas que no logran verlas. Y, claro, en épocas de aguas bajas se ponen muchas mallas, por lo que estos delfines quedan atrapados con facilidad. Las redes se enredan rápidamente, los delfines se cansan de luchar y terminan muriendo”, explica Angélica Torres Bejarano, licenciada en biología, doctora por la Universidad Nacional y experta en ecosistemas acuáticos.
Para evaluar el estado de salud de los delfines durante la sequía, el equipo de Omacha y Dolphin Quest realizó entre agosto y septiembre exámenes clínicos a nueve delfines en el lago Tarapoto, en la frontera entre Colombia y Perú. El resultado: aunque algunos delfines están bien, otros presentan evidencias de enfermedades respiratorias. Y, como ocurre en otros países de la cuenca amazónica, los delfines registran altos niveles de mercurio.
Las consecuencias de un río envenenado
Aunque el mercurio existe de forma orgánica en la Amazonía, su presencia se ha incrementado debido al aumento de la minería ilegal, que utiliza este metal pesado para el proceso de amalgamiento del oro. La triple frontera entre Brasil, Colombia y Perú se ha convertido en un epicentro del tráfico ilegal, que ha ocasionado el vertimiento de miles de toneladas de mercurio en el agua.
En Perú, solo en el mes de junio del 2024, la Fiscalía Especializada en Materia Ambiental (FEMA) destruyó 12 dragas de minería ilegal en el río Nanay. “En el alto Nanay hay mucha minería ilegal que se ha incrementado en los últimos años y un agravante es que el agua del río tiene un uso potable, hay un centro de tratamiento para la ciudad, así que hay personas que se levantan con la falta de acción por parte del gobierno regional y nacional”, cuenta Cedric Guillman, fundador de la Asociación Solinia, que tiene sede en Iquitos, región de Loreto (Perú).
Una vez que el mercurio llega al río, es indestructible.Tiene la capacidad de persistir en los ecosistemas y transportarse a largas distancias. Es ingerido por los delfines, los peces y, por supuesto, las comunidades que luego consumen a estos peces. Ya en el cuerpo, puede afectar al tejido nervioso y renal, así como causar problemas de desarrollo gestacional.
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, una especie puede tener un máximo de 1 microgramo de mercurio en el cuerpo. Sin embargo, los análisis de Omacha han revelado niveles alarmantes de hasta 10 microgramos en los delfines. Trujillo incluso monitorea su propio nivel de mercurio, que actualmente está en 16 microgramos, pero que en 2023 llegó hasta 36,4 debido a todo el tiempo que pasa en expediciones acuáticas en Sudamérica.
“La presencia de mercurio es un tema que está todavía bajo el tapete, no lo queremos ver pero está en todas partes. Si los delfines y los peces tienen mercurio, los seres humanos también tenemos mercurio. Lo que le pasa a los delfines está conectado con lo que le pasa a la gente, con lo que le pasa a los peces, a los caimanes, a los manatíes. Es un termómetro de la situación que están experimentando los ríos”, señala Trujillo.
"Si los delfines y los peces tienen mercurio, los seres humanos también tenemos mercurio. Lo que le pasa a los delfines está conectado con lo que le pasa a la gente, con lo que le pasa a los peces, a los caimanes, a los manatíes. Es un termómetro de la situación que están experimentando los ríos".
Un ser de agua, un ser sagrado
Para los pueblos indígenas amazónicos, los delfines son seres sagrados. Muje o muñé en lengua piaroa, muña o muñap en lengua puinave, panábë en lengua guahibo, jamana o pirarihuara en lengua yucuna, jíamana en lengua murui, wi?wi en lengua siona, panabü en lengua sikuani y omacha en lengua ticuna.
En los relatos indígenas, los delfines rosados se convierten en hombres de tez sonrosada. Para camuflarse entre la gente, se ponen una mantarraya como sombrero, un cangrejo como reloj y un par de cuchas como zapatos. Cuentan que los han visto caminar por la orilla del río, saltar al agua y reaparecer en su forma natural. En otras historias, aprovechan las noches para seducir a las mujeres indígenas y llevarlas a su mundo acuático.
También son, en su cosmogonía, un dios que por curiosidad bajó a la tierra. Un día creó un torrente de agua lluvia que lo llevó hasta el río más caudaloso del mundo. Desde allí utiliza sus poderes con los pescadores y las comunidades cercanas, ayudándoles a encontrar hijos desaparecidos o a mejorar sus procesos de pesca.
“Los delfines son protagonistas de nuestras historias, danzas, creencias y secretos contados por nuestros abuelos. Para nosotros es un ser misterioso que nos trae cosas buenas y malas: los pescadores le piden ayuda cuando no logran capturar a los peces porque se cree que los delfines tienen poderes en sus dientes y pueden atraerlos”, cuenta Marelvis Laureano, mujer ticuna y coordinadora de educación ambiental de la Fundación Natutama en Puerto Nariño, Amazonas.
Para proteger y conservar a ese ser de agua sagrado, varias organizaciones se han agrupado a través de la Iniciativa de Delfines de río de Suramérica (Sardi, por sus siglas en inglés), conformada por la Fundación Omacha en Colombia, Faunagua en Bolivia, Mamirauá en Brasil, Solinia en Perú y el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF). Además, los gobiernos de Brasil, Colombia, Ecuador y Perú están implementando acciones del Plan de Gestión para la Conservación del Delfín de Río Sudamericano, adoptado por la Comisión Ballenera Internacional en 2021.
“Hay que trabajar articuladamente entre países para proponer soluciones y ver cómo las implementamos porque la inacción es lo peor que podemos hacer. Para conservar al jaguar, por ejemplo, se crean corredores biológicos y se construyen bosques o se realizan procesos de reforestación para proteger a esta especie y su ecosistema, pero en un río cómo lo haces. No se puede construir más río”, dice Trujillo.